La situación actual de crisis que estamos viviendo va mucho más allá del caos en el sistema financiero y de las escandalosas ayudas a los bancos: estamos presenciando una verdadera crisis ideológica, un completo hundimiento de la credibilidad de lo que durante décadas muchos han asumido como el único sistema posible en el mundo. Decían que era el fin de la historia, que no había ninguna alternativa al libre mercado. Lo que durante décadas se nos ha repetido una y otra vez —como que no es posible nacionalizar las empresas privadas— de repente en pocas semanas ha desaparecido del discurso de la clase dominante.
El debate actual sobre las “nacionalizaciones” de la banca y las soluciones del capitalismo ante la crisis ha abierto una brecha en el muro ideológico del neoliberalismo. No es casualidad que la expresión “sistema capitalista” se pueda leer y escuchar cada vez más en los medios de comunicación de masas y que periódicos como Público saquen en portada un billete de dólar con la cara de Marx: “los Estados Bolivarianos de Norteamérica, presididos por el camarada George W. Bush, anuncian que están estudiando la nacionalización de parte de la banca […] Lo pedían los comunistas», podíamos leer en el mismo número. Y concluía de la siguiente manera: “ahora resulta que la utopía era otra, que lo verdaderamente ingenuo y soñador era pensar que el mercado era capaz de autorregularse él solito”.
Al margen de la simpleza con que aborda el tema, el artículo citado no solamente refleja esta profunda crisis ideológica que ha sacudido hasta las filas de los dirigentes mundiales —Sarkozy, que llegó a la presidencia gracias a un discurso basado en la liberalización y “modernización” del Estado francés, ahora habla de refundar el capitalismo— sino que también plantea una cuestión de rabiosa actualidad que Hugo Chávez ha expresado en los siguientes términos: “¿será que EEUU va rumbo al socialismo?”.
Nuestra respuesta es un no rotundo. En primer lugar, todo este debate sobre la necesidad de regulación de los mercados por parte del estado, a pesar de romper con la lógica neoliberal, no deja de intentar hacer funcionar el capitalismo con otros métodos. Así, más que hablar de nacionalizaciones, deberíamos hablar de keynesianismo — teoría desarrollada por John M. Keynes en los años 30, según la cual sólo la intervención estatal puede salvar al sistema de las recesiones. En el fondo, se trata de salvar al capitalismo de sí mismo.
Por otro lado, y pese a que frecuentemente se haga, es un error identificar socialismo con la nacionalización o estatalización de los medios de producción. Los socialistas revolucionarios podemos apoyar las nacionalizaciones si sirven para proteger puestos de trabajo; también nos oponemos a la privatización de los servicios públicos porque representa aún menos control público. Pero comprendemos los límites de la estatalización y defendemos una visión diferente: el control obrero.
Esta cuestión nos lleva al corazón de lo que realmente entendemos por socialismo. Nuestra sociedad nos divide entre dos clases básicas. Por un lado hay quienes hacen las cosas y proveen de los servicios que necesitamos; por el otro, aquellos que deciden qué debe ser producido y distribuido para, de esta manera, conseguir el máximo beneficio. Es por ello que el control obrero de los medios de producción ha sido siempre vital para la auténtica tradición socialista.
Las colectivizaciones de 1936
La experiencia de las colectivizaciones durante la Guerra Civil sigue siendo uno de los ejemplos más ricos de cómo es una revolución social, de cómo la gente es capaz de organizar por sí misma la vida económica.
En Catalunya las organizaciones obreras no sólo habían derrotado a los sublevados, sino que de repente se habían encontrado con un importante poder en sus manos. A todos los niveles, los obreros y los campesinos intervenían por iniciativa propia y se apoderaban de la administración de la vida cotidiana, de la economía, del orden público, de la defensa, de la justicia, de las comunicaciones, del abastecimiento, de la sanidad, etc. En este sentido, el testimonio de George Orwell en su Homenatje a Catalunya es bastante esclarecedor: “El aspecto de Barcelona resultaba sorprendente e irresistible. Por primera vez en mi vida, me encontraba en una ciudad donde la clase trabajadora llevaba las riendas. Casi todos los edificios, cualquiera que fuera su tamaño, estaban en manos de los trabajadores y cubiertos con banderas rojas o con la bandera roja y negra de los anarquistas; las paredes ostentaban la hoz y el martillo y las iniciales de los partidos revolucionarios [...] En toda tienda y en todo café se veían letreros que proclamaban su nueva condición de servicios socializados [...] Por encima de todo, existía fe en la revolución y en el futuro, un sentimiento de haber entrado de pronto en una era de igualdad y libertad. Los seres humanos trataban de comportarse como seres humanos y no como engranajes de la máquina capitalista”.
El centro de la colectivización urbana fue Catalunya, sobre todo Barcelona, donde el 80% de la industria y servicios del capital catalán estuvieron bajo el control de los trabajadores. En la mayoría de los casos la decisión de colectivizar fue tomada por una asamblea de trabajadores o por el comité sindical de la empresa. Además de colectivizar la producción, se introdujeron una serie de medidas como la educación técnica, cursos de alfabetización y la provisión de guarderías (una medida esencial dada la entrada masiva de mujeres en los puestos de trabajo durante la guerra).
Para coordinar la producción en algunos sectores se organizaron federaciones de industria. La más importante estaba en Barcelona, la federación de la madera, que involucró unos 8.000 trabajadores y que procedió a una verdadera “socialización” de la producción basada en las necesidades de la población.
En el campo, el proceso de colectivización fue todavía más lejos. En toda la zona republicana hubo casi 2.000 colectivizaciones agrarias, involucrando a más de un millón y medio de personas. En muchos sitios, las colectivizaciones organizaron nuevas escuelas y otras actividades culturales en los pueblos. En el este de Aragón, donde las milicias anarquistas catalanas tuvieron un papel clave en su establecimiento, el proceso fue aún mayor. En muchos pueblos se abolió el dinero, se colectivizaron los talleres y almacenes y se organizó la distribución de todo lo producido según las necesidades de cada familia. En el Pais Valencià el cultivo de la fruta cítrica comportó una de las colectivizaciones más emblemáticas, llegándose a organizar las exportaciones al extranjero independientemente del estado.
No obstante, en un contexto de guerra, las colectivizaciones tuvieron que enfrentarse a toda una serie de obstáculos, como la falta de materias primas y la interrupción de las comunicaciones. A pesar de todo, las colectivizaciones fueron relativamente eficaces. En el campo, al menos durante el primer año de la guerra, se mantuvo el cultivo y el abastecimiento de la retaguardia y del frente. La producción tampoco cayó en picado en la mayoría de industrias. Más bien al contrario, en algunos casos cuando los propietarios volvieron una vez finalizada la guerra encontraron sus fábricas en mejores condiciones que cuando las habían abandonado.
Sin embargo, el principal obstáculo para las colectivizaciones fue la hostilidad del gobierno republicano. El Frente Popular, empeñado en presentar al mundo la imagen de una democracia “normal”, fue bastante hostil a la idea de una economía colectivizada. Desde el gobierno se saboteó la labor de muchas colectivizaciones o, sobre todo en la industria, se introdujo un control estatal nombrando directivos. Incluso se llegaron a devolver algunas empresas a sus antiguos propietarios.
No sólo era el fin de las colectivizaciones sino que, devueltos los trabajadores a su posición de meros “engranajes” de una máquina colosal, desarticulado el sentimiento de haber entrado “en una era de igualdad y libertad”, era también el fin de la revolución social.
Control obrero y socialismo desde abajo
La revolución de 1936 es un ejemplo extraordinario de cómo los trabajadores pueden hacerse cargo ellos mismos de sus puestos de trabajo; de cómo los trabajadores pueden organizar, desde abajo, una verdadera economía socializada que responda a las necesidades y prioridades de la sociedad en su conjunto.
Desde entonces el control obrero ha reaparecido una y otra vez: en el mayo de 68 francés, en 1973 en Chile, en Polonia en 1980… y más recientemente en Argentina, donde los trabajadores de Zanon tomaron el control de sus puestos de trabajo y demostraron que los antiguos propietarios y directivos eran innecesarios.
No obstante, bajo el capitalismo, el control obrero no puede ir más lejos. No puede haber socialismo en un solo país y, sin lugar a dudas, tampoco en un único puesto de trabajo. Incluso si los trabajadores se hacen cargo de su fábrica, a la larga acabarán por competir en el mercado y, por lo tanto, organizando su propia explotación.
El verdadero control obrero solamente puede existir en el marco de un plan general decidido democráticamente, el cual señale los objetivos y las prioridades de la sociedad en su conjunto – y no los de la clase dominante.
Además, el control obrero es la clave para distinguir el llamado “socialismo desde abajo” del “socialismo desde arriba”. En efecto, en algunas circunstancias un parlamento reformista puede llevar a cabo nacionalizaciones o verdaderas reformas que beneficien a los trabajadores. Un ejemplo bastante claro son las medidas tomadas por la República y la posterior estatalización. Pero el control obrero no se entrega: son los trabajadores que lo toman actuando en su propio nombre.
Hasta entonces, cada pequeña victoria en tu puesto de trabajo; cada vez que desafiamos a la dirección defendiendo a un compañero o compañera; cada vez que evitamos el deterioro de nuestras condiciones de trabajo, estamos aumentando la confianza en nosotros mismos para poder enfrentarnos a jefes y gobernantes. A medida que el mundo se desliza hacia la recesión, la guerra y el desastre medioambiental, tenemos que decirles: no sabéis mover el mundo, pero nosotros sí. La historia todavía no ha terminado.
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