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EL DOGMATISMO DE LAS “IZQUIERDAS”

Aún así, el problema es más complicado una vez que nos introducimos en las relaciones entre la obediencia y la desobediencia porque entonces intervienen múltiples factores que sólo pueden integrarse en una visión plena si se posee un dominio adecuado del método dialéctico. Vamos a poner sólo dos ejemplos ilustrativos: Uno trata sobre cómo la burguesía imperialista ha terminado integrando buena parte del psicoanálisis, desintegrado sus iniciales y aún permanentes raíces revolucionarias, y poniéndolo al servicio militante de la reproducción del capital, junto al grueso de la psicología y psiquiatría. La mejor definición de por qué le ha sucedido esto al psicoanálisis nos la ofrece J. M. Brohm al sostener que: “el freudismo es la combinación dialéctica de una obra teórica revolucionaria y de la ideología de una sociedad burguesa que se defiende por todos los medios, inclusive el psicoanálisis, contra el fantasma de una revolución proletaria”.

Los seguidores de Freud que eran críticos con la burguesía desarrollaron el contenido revolucionario descubierto, pero quienes sí asumían el poder burgués los abandonaron y trabajaron para el capitalismo. Bien es cierto que estos seguidores recurrían a los textos ambiguos y ambivalentes de su maestro sobre el marxismo, que pueden ser interpretados de varias formas, como por ejemplo, el largo párrafo que empieza diciendo que “los comunistas creen haber descubierto el camino hacia la redención del mal…” y continúa minusvalorando la importancia historia de acabar con la propiedad privada -que define como “derecho natural”- porque, a pesar de ello, siempre perdurará el “instinto agresivo”; e incluso si se acabara con la familia y la represión sexual que general, incluso así seguirían actuando los instintos.

Luego, la propia fuerza de subsunción real del sistema llevó a una porción considerable del psicoanálisis a acceder a puestos de dirección en muchas instituciones oficiales “y, notoriamente, en las grandes industrias”, como certifica G. Jervis. Pero además de esta fuerza de absorción del sistema burgués, que también la sufrieron todas las teorías revolucionarias como lo demuestra la historia del anarquismo, los socialismos y el marxismo, aunque de una forma cualitativamente diferente a la padecida por el psicoanálisis, también en el caso de la institucionalización de las ideas desvirtuadas de Freud han jugado mucho sus sus métodos organizativos internos, que facilitaron con el tiempo la burocratización denunciada por, entre otros, E. Fromm en 1971. A su vez, Caruso, desarrollando las relaciones entre sociedad y psicoanálisis sostuvo que: “Cabe recordar también a los llamados psicoanalistas cristianos, adjetivación científicamente inaceptable, y asimismo señalar que entre los psicoanalistas hay una gran proporción de escépticos y hasta de suicidas”.

Es posible que en el poco más de un tercio de siglo transcurrido desde que Caruso escribiera estas palabras, hayan desaparecido los psicoanalistas cristianos y se haya reducido el número de psicoanalistas suicidados, o al contrario, pero el problema seguiría siendo el mismo a no ser que hubiera aumentado espectacularmente el número de psicoanalistas marginados, vigilados, detenidos, torturados, asesinados o desaparecidos por las dictaduras militares, el fascismo o simplemente la represión burguesa. Como carecemos de datos, suspendemos nuestro juicio, y recurrimos a J. M Brohm cuando nos ofrece un ejemplo de dos lecturas opuestas del mismo Freud: la de Lenin, que rechazaba el psicoanálisis y la de Trotsky que lo comprendió; no hace falta decir que la postura de Lenin fue utilizada por el stalinismo para arremeter contra Freud, reforzando a la vez el mecanicismo determinista y “objetivista” al que antes nos hemos referido. El otro ejemplo trata sobre las limitaciones de W. Reich, pese a sus innegables aportaciones, entre otras causas también por sus dificultades en entender de todo la dialéctica entre lo económico-social y la enajenación, derivando a un psicologicismo abstracto.

Podemos analizar más a fondo esta problemática de las limitaciones para captar la verdadera magnitud de la complejidad de fuerzas inconscientes y subconscientes que presionan sobre la dialéctica entre la obediencia y desobediencia, viendo las reacciones ante el estallido de la guerra mundial de 1914. Ahora, a comienzos del siglo XXI y tras aproximadamente un siglo entero de continuas y crecientes atrocidades inhumanas propiciadas por el imperialismo capitalista, comprendemos con relativa facilidad tanto la naturaleza sociohistórica de la brutalidad capitalista, como las razones de la docilidad y mansedumbre de cientos de millones de personas explotadas que obedecían las órdenes de matar y morir en beneficio de una minoría opresora. Pero no siempre ha sido así. Conviene recordar que personas de una calidad intelectual y moral incuestionable, como Lenin, por ejemplo, quedaron sobrecogidas, perplejas y desconcertadas por el estallido de esta guerra. Hay varias razones que explican el desconcierto de Lenin, casi todas ellas basadas en que aún no había realizado su segunda y decisiva lectura marxista de Hegel, comenzada en ese mismo 1914 y que le permitiría sus grandes avances teóricos de esa época.

Pero hay otra que tiene que ver con su resistencia a aceptar explícitamente la fuerza de lo inconsciente en las masas -avance que empezó a vivir al final de sus días, pero tarde ya, todo hay que decirlo-, y que podemos sinterizar en su visión pequeñoburguesa y conservadora de la sexualidad. A Lenin se le debe incluir entre esos marxistas a los que critica con un poco de exceso F. Tellez, acusándoles de no haber tenido en cuenta el papel de lo bio-sexual y de lo personal privado, de los “semi-social”, especialmente en lo que toca a las relaciones hombre-mujer, situaciones críticas y problemáticas que, al no resolverse, ayudan a crear “el malestar de la civilización”. Muchos estudios han mostrado cómo millones de hombres iban alegremente a la guerra creyéndose también ser perfectos caballeros, maridos responsables, que morirían por sus esposas e hijos al margen de otras consideraciones como el odio nacionalista burgués, la defensa del capitalismo nacional y de la civilización burguesa estatal, etc. Solamente cuando las inhumanas masacres demostraron a los soldados parte de la naturaleza verdadera de la guerra, sólo entonces aparecieron los primeros brotes de desobediencia en los ejércitos, pero eso fue a partir de la segunda mitad de 1916, dos años después, y casi todas las burguesías encontraron formas para reformar la obediencia de las tropas y seguir llevándolas a la degollina. Facilitar unas más frecuentes relaciones sexuales en la retaguardia fue una de ellas.

La respuesta de Freud a la guerra “en la que no queríamos creer (…) y trajo una terrible decepción”, fue esencialmente idéntica a la de Lenin. Decepción en un primer momento, pero al poco tiempo un esfuerzo intelectual impresionante para comprender sus raíces y sus efectos, y cómo enfrentarse a ellos. En este sentido, Freud dijo que: “El Estado exige a sus ciudadanos un máximo de obediencia y de abnegación, pero les incapacita con un exceso de ocultación de la verdad y una censura de la intercomunicación y de la libre expresión de sus opiniones, que dejan indefenso el ánimo de los individuos así sometidos intelectualmente, frente a toda situación desfavorable y todo rumor desastroso”.

Freud comprendió que la “indefensión de ánimo” creada por el Estado incapacita a los ciudadanos a reaccionar frente a las situaciones desfavorables. Precisamente es en las situaciones desfavorables cuando se constata el peso reaccionario de la obediencia individual y colectiva, y la extrema debilidad de las personas obedientes ante la capacidad manipuladora del Estado. Más adelante veremos que por “indefensión de ánimo” Freud entiende también la incapacidad de desarrollar un pensamiento crítico que puede analizar cuantitativamente y sintetizar cualitativamente los problemas a los que se enfrenta. Más aún, Freud sostiene que nunca ceja la presión coercitiva global sobre la persona, logrando que: “durante la vida individual se produce una transformación constante de esta coerción exterior en coerción interior”.

Ahora bien, a pesar de esto, la realidad es más diversa, rica en variaciones, matices y diferencias de lo que se nos hace creer. Freud dice: “La aparición de estos productos de la reacción es favorecida por las circunstancias de que algunos impulsos instintivos surgen casi desde el principio, formando parejas de elementos antitéticos, circunstancia singularísima y poco conocida, a la que se ha dado el nombre de ambivalencia de los sentimientos (…) la frecuente coexistencia de un intenso amor y un odio intenso en la misma persona (…) el carácter de un hombre (…) sólo muy insuficientemente puede ser clasificado con el criterio de bueno o malo. El hombre es raras veces completamente bueno o malo; por lo general, es bueno en unas circunstancias y malo en otras, o bueno en unas condiciones exteriores y decididamente malo en otras”. Estas palabras resuman dialéctica porque muestran que la personalidad en una unidad de contrarios antagónicos en lucha permanente, en movimiento, ya que lo “bueno” y lo “malo” de la personalidad son “elementos antitéticos”. Volveremos a esta dialéctica freudiana cuando analicemos otro par de elementos antitéticos que tienen suma importancia en el problema de la obediencia, la normalidad/anormalidad.

Significativamente, Lenin y los bolcheviques llegaron a conclusiones esencialmente idénticas sobre las rápidas fluctuaciones, parones, acelerones y hasta cambios de sentido contrario de la conciencia revolucionaria espontánea de las masas en las semanas prerrevolucionarias y en los críticos días anteriores a la insurrección revolucionaria. La teoría de la insurrección como un arte que debe saber captar la compleja interacción de factores objetivos y subjetivos en acelerado movimiento, para dar el paso decisivo en el momento justo, no antes ni después, esta teoría ya estaba apuntada en Marx y Engels. Pero fueron las bases bolcheviques y una pequeña parte de la dirección dirigida por Lenin, las que la perfeccionaron al cerciorarse de los riegos tremendos existentes si cometían un error de exceso o un error de defecto, es decir, si se adelantaban excesivamente al estado de ánimo de las masas, precipitando la insurrección; o si se retrasaban en realizarla al haber dejado pasar la cresta de la ola, lanzándose a las calles después de que las masas iniciasen un nuevo parón o giro, o indecisiones, en su estado de conciencia.

Posteriormente estos mismos problemas se han presentado muchas veces, y también se han presentando sin tanta trascendencia histórica en los cambios bruscos de la llamada “opinión pública” durante los períodos preelectorales y las campañas electorales. Igualmente aunque a menor escala, la ambivalencia de los sentimientos es una de las bazas que tiene la ciencia de la manipulación sociopolítica y el marketing publicitario para realizar sus campañas.

Pese a esta constatación histórica, el fracaso de las “izquierdas” para llegar comprender la complejidad de la estructura psíquica de masas, su fuerza activa en la vida sociopolítica y las posibilidades de manipulación que ofrece a la clase dominante al existencia de esos “elementos antitéticos”, de la ambivalencia de los sentimientos que pueden variar rápida e intensamente en poco tiempo al calor de presiones externas y respuestas internas, al calor de las acciones del Estado, etc., este fracaso perdura hasta ahora mismo a pesar de los esfuerzos tremendos por superarla de muchos marxistas y psicoanalistas, así como de psiquiatría y psicólogos de izquierdas que plantean sus críticas sobre las limitaciones de Freud.

La fuerza emancipadora de lo que podríamos denominar, sin mayores precisiones ahora, como freudo-marxismo ya fue puesta de manifiesto, por ejemplo, con el brillante estudio de W. Reich sobre la reacción sexual autoritaria y patriarcal en la URSS inserta en el retroceso general hacia la burocratización stalinista desde la mitad de la década de 1920 en adelante, pero también en los estudios sobre el fascismo realizados por varios marxista entre los que destacan W. Reich, Bordiga, Gramsci, Trotsky, y otros como W. Benjamín, cuya tragedia personal al terminar suicidándose para no ser apresado y muerto por el nazifascismo, es un ejemplo ilustrativo, ya que habiendo sido uno de los marxistas que reivindicaron la dialéctica como el único método capaz de explicar las transformaciones y superaciones históricas de lo irracional, fue rechazado por la socialdemocracia a la que criticó ferozmente, y por el stalinismo al que criticó con menor acritud al menos hasta 1938, aunque la opción de Benjamín por el esfuerzo de la Escuela de Francfort por acercar psicoanálisis y marxismo y su no condena de Trotsky le granjearon muchos problemas.

Realmente, estos marxistas no descubrían nada absolutamente nuevo porque algunos de los principios teóricos que explicaban el fascismo, estaban ya enunciados de algún modo con anterioridad. Sin extendernos, podemos rastrear en Maquiavelo algunas insinuaciones sobre la tendencia del pueblo a aceptar con condiciones el poder del Príncipe; Marx ya adelantó algo más concreto en su premonitor análisis sobre el bonapartismo y el papel de Napoleón III; el reaccionario M. Weber insistió en la necesidad de un poder carismático que controlara al pueblo que él tanto despreciaba, y Freud, criticando las tesis de Trotter sobre el “instinto gregario”, dijo que:

“en cambio, nosotros creemos imposible llegar a la comprensión de la esencia de la masa haciendo abstracción de su jefe (…) A propósito de las dos masas artificiales, la Iglesia y el Ejército, hemos visto que su condición previa consiste en que todos sus miembros sean igualmente amados por un jefe. Ahora bien: no habremos de olvidar que la reivindicación de igualdad formulada por la masa se refiere tan sólo a los individuos que la constituyen, no al jefe. Todos los individuos quieren ser iguales, pero bajo el dominio de un caudillo. Muchos iguales capaces de identificarse entre sí y un único superior: tal es la situación que hallamos en la masa dotada de vitalidad (…) más que un animal gregario es el hombre un animal de horda: esto es, un elemento constitutivo de una horda conducida por un jefe”.

Resulta ilustrativo ver cómo semejante avance teórico pasó desapercibido o fue ignorado de forma consciente por la mayoría de las izquierdas en aquellos años. No vale como excusa decir qué representaban realmente en lo sociopolítico Maquiavelo y Weber, o qué opinaba Freud sobre Marx y el comunismo, o ampararse en las distancias entre la lucha de clases de la Europa de mediados del siglo XIX y la de los años 20 y 30 del siglo XX. Lo que toda esta corriente teórica, con sus divergencias irreconciliables en su seno, sacaba a flote eran problemas sociales inasimilables para cualquier poder burocrático, como el propio Freud se dio cuenta indirectamente. La burocracia político-sindical socialdemócrata y la casta stalinista no podían asumir los argumentos de esta corriente teórica porque terminaban cuestionando su propia existencia. La censura que cayó sobre la tímida y cauta sugerencia de Gramsci a Bujarin y Stalin en 1927, firmada por el PCI, es un demoledor ejemplo de lo que vemos: ¿cómo iba a admitir la casta burocrática stalinista la fuerza demoledora de lo que podríamos denominar “freudo-marxismo” si ni tan siquiera aceptó algo tan suave como la carta de Gramsci?

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