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COBARDIA Y MASOQUISMO: LA DEMOCRACIA

¿Qué medidas preventivas aplica la minoría, los pocos, para desviar hacia el orden establecido ese malestar social? Fromm responde sintéticamente que: “Por ello la obediencia que sólo nace del miedo de la fuerza debe transformarse en otra que surja del corazón del hombre. El hombre debe desear, e incluso necesitar obedecer, en lugar de sólo temer la desobediencia. Para lograrlo, la autoridad debe asumir las cualidades del Sumo Bien, de la Suma Sabiduría; debe convertirse en Omnisciente. Si esto sucede, la autoridad puede proclamar que la desobediencia es un pecado y la obediencia una virtud; y una vez proclamado esto, los muchos pueden aceptar la obediencia porque es buena, y detestar la desobediencia porque es mala, más bien que detestarse a sí mismos por ser cobardes”.

Elevar al orden establecido, a su Estado, a la ideología que los cimenta y legitima, como el Bien Absoluto, es una de las necesidades imperiosas del capitalismo, que no únicamente de los anteriores modos de producción. La burguesía necesita presentarse como el Sumo Bien, aunque con formas nuevas y diferentes a la feudales, esclavistas, tributarias, etc., como luego veremos al volver al problema del carácter autoritario-masoquista y de otras formas de comportamiento que, en apariencia, son “libres” y hasta “desobedientes”. Que el Estado necesita demostrar en todo momento que es Omnisciente, más aún, que es Omnipresente y Omnipotente, como dios, es incuestionable precisamente porque las contradicciones objetivas del sistema minan periódicamente los relativos equilibrios puntuales, las estabilidades logradas siempre relativas e inestables por definición.

¿Cómo logra el Estado inculcar entre las gentes explotadas que él es el Sumo Bien? Mediante otros recursos, también con la sorprendente eficacia disciplinadora que tiene todo lo relacionado con el acto de la confesión en todas sus formas, que no sólo en la cristiana. Más concretamente, con lo que J. Larrosa define como “dominar-se” como la estructura del poder, es decir, “vigilar-se” a sí mismo en lo más profundo de la personalidad y luego decirlo, confesarlo al poder establecido, sea el cura o el fraile, el policía, el juez, el fisco, el médico, el psicólogo; es decir, inculparse y delatarse a uno mismo:

“El poder sobre uno mismo, del que el confesor es el depositario, pasa por la obligación de vigilarse continuamente y de decirlo todo acerca de uno mismo. Pasa también por una relación con el juicio, con el juzgar-se, puesto que establece una relación entre la subjetividad y la ley (…) El sujeto confesante es atado a la ley en la misma operación en que es atado a su propia identidad. Reconoce la ley y se reconoce a sí mismo en relación con la ley. La confesión es un dispositivo que transforma a los individuos en sujetos en los dos sentidos del término: sujetos a la ley y sujetos a su propia identidad. Promueve formas de identidad que dependen de cómo el sujeto se observa, se dice y se juzga a sí mismo bajo la dirección y el control de su confesor. La secularización de la confesión en la medicina, la psicología, la pedagogía, etc., no cambia esencialmente, en cuanto a la forma general del dispositivo, el modo como integra la verdad, el poder y la subjetividad”.

J. Larrosa pone el dedo en la llaga de una realidad opresora decisiva para la producción de obediencia, ante la que guardan silencio desde los intelectuales supuestamente “críticos” hasta la izquierda clásica. Nos referimos al poder religioso, cuestionado radicalmente por el marxismo y el psicoanálisis, pero aceptado subrepticia o abiertamente por la progresía laica. Recordemos que Caruso dijo que es anticientífico hablar de psicoanalistas cristianos. Una de las síntesis mejores de la irreconciliabilidad entre el psicoanálisis y la religión nos la ofrece C. Goldaracena cuando, interpretando a Freud, define a la religión como una “neurosis obsesiva social” que impide la resolución de los conflictos humanos, prolongándolos en beneficio del poder. Yendo a Freud, leemos que: “La conciencia de culpabilidad consecutiva a una tentación inextinguible y la angustia expectante bajo la forma de temor al castigo divino se nos ha dado a conocer mucho antes en los dominios religiosos que en los de la neurosis”. La pregunta que nos surge, empero, es ¿Qué ocurre con el poder de atemorización por el castigo divino cuando las personas superan esa forma de neurosis obsesiva, cuando la sociedad se seculariza? Pues que sólo se cambian las formas de producir temor, culpabilidad y obediencia porque lo esencial sigue intocable, como indicó Freud en su tiempo y más tarde R. Osborn expresó así estudiando el proceso educativo: “Hacer de la obediencia una virtud es socavar la autonomía individual”.

Los súbditos debemos ser virtuosos, autovigilarnos y autodominarnos fusionando en nosotros mismos la ley y la identidad, y a la vez, tenemos que confesar nuestros pensamientos y actos a la ley de tal modo que nuestra identidad sea la ley en acción. Por tanto, debemos llevar al Estado en nuestra cabeza y en nuestro bolsillo, dentro de nuestra personalidad, en nuestras angustias -entendida la “angustia” con las precauciones tomadas por S. Freud-, miedos y alegrías, en nuestros deseos. Así nuestra obediencia será natural, lógica, y creeremos en una supuesta libertad de pensamiento y de elección material, práctica, que nos convencerá que nuestro voto al PSOE o a IU, es libre y consciente, además de progresista y demócrata, o en todo caso será moderado si votamos al PP, pero nunca de fascista y reaccionario. Así nuestra cobardía habrá desaparecido y seremos tan valientes como para insultar al árbitro en el partido de fútbol, escupir al emigrante y al vagabundo, y aplaudir con las orejas la ilegalización de todas las vascas y vascos.

Importancia destacada tiene aquí el problema de la cobardía en una fase imperialista en la que la guerra ha vuelto a ocupar el papel central que nunca perdió pero que se mantuvo soterrado mediante los acuerdos entre los EEUU y la URSS. Cuando el placer y el confort que produce la obediencia choca con las contradicciones reales, tarde o temprano surge alguna duda, y después algún desasosiego, y probablemente surja un remordimiento amargado por esa insoportable quemazón de la cobardía. Situaciones así son más frecuentes de lo que sospechamos, según lo demuestran todos los estudios de psiquiatría crítica. Para evitarlas e impedir de antemano posibles procesos de toma de conciencia crítica, para ello, el sistema presta tanta atención a que la obediencia no sea consciente de su cobardía ni de su egoísmo.

Al contrario, el sistema transmuta la cobardía real en ficticia valentía que se canaliza hacia la violencia opresora, imperialista. La persona obediente es cobarde frente al amo, se paraliza ante la explotación y la injusticia, pero se vuelve valiente contra el oprimido y el explotado, porque cuenta con el apoyo material del Estado que le protege. La efectividad práctica de estas fuerzas que manipulan la cobardía colectiva es tal que la tiene que reconocer un libro flojo en lo teórico dado que abusa de la hipótesis de la “teoría del juego”. En efecto, tras páginas de supuesta “racionalidad del elector” burlada por la astucia de los políticos durante la “transición democrática” en el Estado español, J. M. Colomer tiene que reconocer que existió un “temor al enfrentamiento fatal” y una “tendencia a la componenda”, asegurándose así la estabilidad política en el Estado.

E. Fromm ha sido también uno de tantos que han insistido en el crucial papel que juega el placer de la obediencia en el desarrollo del carácter autoritario-masoquista: “El hecho de que el sometimiento pueda llegar a representar un placer explica por qué ha sido tan fácil someter a los hombres; por qué esto ha sido, en general, más fácil que lo inverso, es decir, que el inducir a los hombres a que renuncien al sometimiento y adquieran independencia interior”. Tras reconocer que el carácter masoquista es, en sus manifestaciones no patológicas, el que forma la mayoría de los componentes de la sociedad capitalista, de modo que aparece tan “normal” en el hombre burgués que no es considerado como un “problema científico”, dicho esto, sostiene que: “El placer de la obediencia y el sometimiento puede ser consciente o estar totalmente oculto tras racionalizaciones como el determinismo, la necesidad o la sensatez, pero lo decisivo del carácter autoritario es que en las situaciones en las que puede obedecer son tan gratificantes para él, que no procura transformarlas sino reforzarlas cada vez que las encuentra en la realidad”.

El carácter autoritario-masoquista, el sadismo y todo lo relacionado con los objetivos y beneficios que puedan obtenerse con el recurso de la destructividad, del dolor y del daño, fueron analizado por Freud y otros investigadores, y desde entonces ha sido una preocupación que se acrecienta en determinados contextos sociales por su relación con la obediencia. E. Fromm, que puede ser definido como el mejor investigador de esta cuestión decisiva para entender la desobediencia, sintetizó tres grandes mecanismos de evasión a los que recurren las personas cuando se enfrentan a los riesgos inherentes a la libertad:

El primero era precisamente el masoquismo y la aceptación de la autoridad como medio para “librarse de la pesada carga de la libertad”, carga que no puede sobrellevar, por un lado, lo que le impulsa también por otro lado a intentar “convertirse en parte integrante de alguna más grande y más poderosa entidad superior a la persona, sumergiéndose en ella (…) Al transformarse en parte de un poder sentido como inconmovible, fuerte, eterno y fascinador, el individuo participa de su poder y gloria (…) también se asegura contra las torturas de la duda (…) se salva de la necesidad de tomar decisiones, de asumir la responsabilidad final por el destino del yo y, por lo tanto, de la duda que acompaña la decisión”. El segundo método de escape es la destructividad, que en la baja clase media puede reconocerse fácilmente por su tendencia al “aislamiento del individuo y represión de la expansión individual”. Y el tercero es la conformidad automática, solución adoptada por la mayoría de las personas normales y que consiste en que “el individuo deja de ser él mismo; adopta por completo el tipo de personalidad que le proporcionan las pautas culturales, y por lo tanto se transforma en un ser exactamente igual a todo el mundo y tal como los demás esperan que él sea”.

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