A mediados del siglo XI, en el año 1054, se produjo el llamado Cisma de Oriente (y Occidente, desde el “otro lado”) que separó, desde entonces, hace casi mil años, las iglesias católicas (y que, mucho más tarde, sufrieron la Reforma, con la escisión de las llamadas iglesias protestantes, en sus múltiples acepciones) y que han marcado la tortuosa historia del cristianismo y su lucha por la hegemonía religiosa frente al Islam o el Judaísmo (las tres grandes religiones monoteístas), o frente a otras manifestaciones religiosas imperantes en China, India o la Africa animista.
El Cisma derivó en lo que hoy conocemos como Iglesia ortodoxa y que cuestiona la virginidad de María, el Purgatorio, la infalibilidad del Papa de Roma y su supremacía, y que sólo reconoce la autoridad de los Concilios Ecuménicos y afirma la igualdad del Espíritu Santo con el Padre y el Hijo. No es poco, desde un punto de vista litúrgico y doctrinal.
Pero, en lo básico, no hay muchas más grandes diferencias. Y, por ello, el movimiento ecuménico avanza, no sin enormes dificultades.
Pero no vamos a hablar de religión. Como siempre, vamos a hablar de economía.
Y, en economía, la palabra “ortodoxia”, como sucede muy a menudo, significa muchas cosas.
'Keynesianismo'
Durante mucho tiempo, la ortodoxia residió en el llamado “paradigma clásico”, frente al ataque a la economía de mercado, representado básicamente por el marxismo en sus múltiples formas. Es cierto que, a raíz de la crisis del sistema capitalista del año 1929, todo entró en cuestión y, después de la Segunda Guerra Mundial, apareció un nuevo paradigma: el “keynesianismo”. Y no sin polémicas: Desde Hicks (Keynes y los clásicos) a Leijonhufvud (Keynes y los keynesianos) han aparecido múltiples interpretaciones de lo que Keynes quiso decir.
Pero la versión de Hicks prevaleció y se transformó en el llamado paradigma “neoclásico”, síntesis de los clásicos y de Keynes, y que tiene su máximo exponente en lo que los economistas ya mayores llamamos “modelo IS-LM” y que combina las aproximaciones keynesianas desde el lado de la demanda de consumo y desde el lado del mercado de dinero, y de los clásicos, desde el lado de la oferta, tanto de bienes como desde el dinero. Un “pastiche” con buenos resultados. En cualquier caso, nada ortodoxo. Más bien, un híbrido más o menos oportunista y, más o menos, útil.
Y, de nuevo, surge la eterna pregunta sobre qué es “lo ortodoxo”.
Y, más allá de algunos dogmas más o menos irrelevantes (excepto para los dogmáticos), conviene mantener algunos principios. Y como la economía no se aprende en dos tardes, y menos si uno es presidente del Gobierno, es bueno recordarlos. Especialmente ahora cuando, desplazados los ortodoxos, alguien puede tener la tentación de saber más que nadie. ¡Qué peligro!
Y los principios están claros:
1.- Dejar la política monetaria en dónde está (en el Banco Central Europeo) y no presionar para regresar a una política de dinero fácil y barato. Todo –el dinero también– debe tener su coste.
2.- Recordar la necesidad de una política presupuestaria equilibrada a medio plazo. Nada impide déficits puntuales. Pero no como norma. Recuperar la senda de la estabilidad presupuestaria es vital. Y eso implica que, por cada euro gastado de más hoy, debe ser un euro ahorrado para mañana. Puro sentido común. Keynes opinaba lo mismo. Aunque algunos ahora no lo recuerden o no lo sepan.
3.- Evitar intervencionismos y proteccionismos. Nada mejor que el libre comercio y la libre economía de mercado. El Estado está para regular y, en su caso, y en situaciones muy críticas, para asegurar la solvencia del sistema. Pero luego debe autolimitarse y dejar que el mercado cumpla su función. Sin tentaciones extrañas.
4.- Ello exige proseguir los procesos de liberalización de los mercados y de privatización en la provisión de bienes y servicios públicos. En España, eso supone replantear a fondo el papel de las Administraciones Territoriales, sea cual fuere su color político.
5.- Y, desde luego, pensar en cómo flexibilizar y hacer más eficientes nuestros mercados, tanto de factores como de productos. Es lo que, de manera recurrente y, si se quiere repetitiva, llamamos reformas estructurales.
Vayamos a eso.
Porque todo el mundo habla de su necesidad y nadie concreta lo suficiente. Y, sin embargo, nunca como ahora son tan imprescindibles.
Las reformas estructurales tienen, entre otras muchas, dos características: Una, son costosas política y electoralmente, a corto plazo. Otra, si no es así, son de efectos a largo plazo y, por lo tanto, poco interesantes políticamente.
Pero, para los intereses nacionales, son absolutamente necesarias.
El caso español
Pensemos en nuestro país. Y sin ánimo exhaustivo, diría lo siguiente:
a) Es imprescindible la reforma de nuestro mercado de trabajo. No es admisible que, a igual recesión que nuestros vecinos, tengamos el doble o el triple de su tasa de paro. Eso significa reformas en nuestro sistema de negociación colectiva, en nuestro sistema de despido y, sobre todo, en nuestro sistema de contratación. Y no resignarnos a una tasa de paro inaguantable y como si fuera una maldición bíblica.
b) Es obvia la necesidad de la reforma de nuestra administración: demasiada complejidad, demasiada burocracia, y demasiado poder político compartido. Y, desde luego, es vital simplificar y hacer más eficiente nuestra administración de justicia, que es un auténtico desastre.
c) Hay que reformar aún más nuestro sector energético, liberalizándolo y diversificando sus aprovisionamientos. Y ahora, más que nunca, abrir el debate nuclear.
d) Hay que liberalizar nuestros servicios, especialmente el comercio. Y dar apoyo a los consumidores frente a los intereses corporativistas.
e) Hay que reformar nuestro sistema tributario, bajando impuestos que castigan el empleo y espíritu empresarial, y, en particular, las contribuciones empresariales a la Seguridad Social, y el IRPF y el Impuesto de Sociedades.
f) Hay que fomentar, agresivamente, la innovación empresarial, como camino imprescindible para cambiar, de una vez, nuestro modelo productivo.
Y muchas otras cosas más. Pero si avanzáramos por ahí no nos iría mal.
Los ortodoxos suelen ser mal comprendidos. La heterodoxia es más “guay”. Es como nuestro presidente del Gobierno, quien ahora, además del deporte, quiere hacerse a cargo de la economía. Ojalá no tuerza los evidentes éxitos en lo primero (que nada tienen que ver con él) y no empeore aún más lo segundo (que sí tiene que ver con él).
Algo más de modestia y mucho más de ortodoxia. Y como decía una sección del inolvidable “La Codorniz”: “Tiemble después de haber reído”.
Porque Zapatero ni es modesto ni es ortodoxo. Tiemblo y no me río.
Los ortodoxos dirían que Dios nos coja confesados.
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