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Lejos de un nuevo Bretton Woods

La reunión de las principales economías desarrolladas y emergentes para tratar la crisis, este jueves en Londres, tendrá sólo dos actores protagónicos: EE.UU. y China.

Frente al páramo de un mundo que comienza a tomar conciencia del verdadero alcance de la crisis de la economía real, la cumbre del G-20, este jueves en Londres, difícilmente se constituya en el faro que muchos fantasean.

No será así no sólo porque aún no hay claridad sobre las formas definitivas de este tsunami que ha destruido riqueza y creado montañas de desocupados como nunca antes en la historia. Sino, también, porque no es ésta una era de grandes liderazgos fundacionales; no lo es ni en los países centrales ni en la periferia, pese a una retórica tediosa que pretende convencer de lo contrario. Hay, a veces, épocas así. La actual viene tropezando desde antes de los '90 en una parálisis atada al modelo de acumulación capitalista y cuya restauración, más que modificación, está en el centro de todos los debates de esta hora.

En otra palabras, esta cumbre de desarrollados y en desarrollo no configurará un nuevo Bretton Woods. Quizá la principal y tal vez única comparación importante que pueda establecerse con aquella conferencia de julio de 1944 que creó, entre otras iniciativas, el FMI y el Banco Mundial pero como herramientas estabilizadoras, sea la importancia relativa que aún retiene la principal potencia global, EE.UU.

Si entonces el mundo salía debilitado de la Segunda Guerra y consolidaba el liderazgo norteamericano, hoy los estragos devienen de este enorme desastre económico global. La diferencia es que esta vez no cristalizará el poder de Washington sino más bien un escenario multipolar. La semejanza es que, en valores comparativos, EE.UU. aparece golpeado y con mucho de su perfil mutado, pero con menos daños respecto a los otros grandes jugadores de esta pesadilla y sigue explicando más del 25% del PBI mundial.

Bastante más que especulaciones anticipan que la cumbre decidirá amplificar el poder económico del FMI; no ampliará el voto dentro del organismo como demandan Brasil o Rusia, y sí se crearán formas de financiamiento para emergencias severas como la del Este Europeo cuyos países están quebrando uno tras otro. Esa región es un barco que se ha hundido pero mantiene una cadena atada a sus padrinos del Occidente europeo. Si no se hace algo para cortar ese vínculo férreo, no solo los ex comunistas acabarán bajo el agua. Hay en todo el Este europeo inversiones por 1,5 billones de euros, que son créditos librados por la banca occidental. Esta cumbre intentará agregar formas para que ese dinero u otro, proveniente de Asia o, incluso, los árabes petroleros, resuelva el quebranto y salve de la noche a esos bancos.

La certeza de que no conviene esperar demasiado de esta cumbre, la dibujó con claridad la propia administración de Barack Obama al proponer un programa doméstico de casi un billón de dólares para absorber los activos tóxicos de los bancos. Ahí se tiene un modelo de lo que se espera de modo global. El plan se financia con recursos públicos y para críticos como Paul Krugman, no solo serán desperdiciados sino que atornillarán a EE.UU. en la crisis. Una alternativa desechada es la nacionalización de los bancos que, con el respaldo estatal mejorarían su solvencia y podrían ser vendidos en el auge recuperándose la inversión pública.

No es precisamente lo que pretenden los mercados, que han vuelto a descubrir al Estado pero solo como bombero y jamás como enterrador. Esta persistencia en más de lo mismo no oculta la noción ya señalada en estas páginas respecto a que EE.UU. saldrá de esta crisis en uno o dos años como potencia pero no ya como hegemón. Es la factura que la crisis le cobra a Norteamérica por la combinación de un déficit fiscal indigerible por encima del billón de dólares cada año de la próxima década y una deuda pública por encima de los diez billones de dólares. Ello, además de la destrucción de empleo y riqueza en las clases media y baja; los más de treinta millones de norteamericanos que viven bajo la línea de la pobreza y son una explosiva demanda social en ciernes y, en fin, la tremenda dependencia de la economía estadounidense de las potencias asiáticas que le financian el quebranto fiscal.

No es sólo Krugman quien se toma la cabeza. El desconcierto sobre el tamaño de la crisis y la polémica en torno a las medidas adoptadas, llega a punto tal que William Galston, ex asesor de Bill Clinton, especuló con estas dos alternativas oscuras: "el equipo de Obama no sabe qué es lo que se debe hacer" o "no cree que pueda reunir la fuerza política suficiente para hacer lo que se debe hacer".

El riesgo es que en este juego de dudas, el presidente recién llegado y envuelto en esperanzas, se desgaste como si se tratara más del culpable que de la víctima.

Es en ese galimatías que debe colocarse la polémica que sí rodea al G-20 respecto a las propuestas de que una nueva moneda de reserva reemplace al dólar. EE.UU. ignoró el tema cuando lo planteó Rusia, pero al tomarlo China, el mayor acreedor de Washington, dueño de casi 900.000 millones de dólares en bonos del tesoro norteamericano, el ministro de Economía, el jefe de la FED (el Banco Central) y hasta el propio presidente debieron salir a cruzar el comentario de Beijing.

No deberían adivinarse intenciones diferentes al puro realismo en el planteo chino. Por todo lo dicho, el mundo se encamina a una multipolaridad con mayores riesgos y efectos dominó originados en sitios imprevisibles.

En medio de sus fortalezas, la multitud de debilidades objetivas en que quedará EE.UU. explica la necesidad de caminar hacia nuevos diseños, que tampoco es claro si serán suficientes. Es que aunque los mercados compitan en ceguera, los cambios lo son para todos. La propia China, si bien es la única de las cuatro mayores economías mundiales (tercera junto a EE.UU., Japón y Alemania) que no está en recesión, su crecimiento previsto de 6,5% puede parecer un éxito comparado, pero es agónico y casi un desplome frente a las necesidades objetivas de su desarrollo.

¿Qué podría evitar que una nación más pequeña de Asia, presionada para conseguir liquidez debido a la sequía de la crisis, decida desprenderse de sus bonos estadounidenses desatando un alud que desintegraría la moneda norteamericana? En otras épocas esa pregunta se perdería como un delirio malintencionado. Hoy todo parece posible. No debe haber pesadilla peor que esa y no solo para EE.UU. pero así es de frágil el momento. Es por ello que para Beijing menos que el G-20 importa el "G-2", es decir el encuentro entre los presidentes Obama y Hu Jintao en Londres, el diálogo en la cumbre sobre economía y seguridad entre el "imperio occidental" y el "imperio del centro", una bilpolaridad que, los chinos por ahora, ya dan por cierta.


Superficial

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Profundo

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(continue)

Publicado por Pause Editar entrada contiene 1 comentarios.
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  China se ha puesto la cuerda al cuello con tantas reservas de divisas en dólares (las mayores del mundo), además de sus cuantiosas inversiones en los volátiles Bonos del Tesoro de EEUU y en sus hipotecarias paraestatales quebradas (Fannie Mae y Freddie Mac), pero tampoco se va a disparar a la ingle arrojando sus dólares, por lo que, a nuestro juicio, ha optado por una reconversión paulatina de sus reservas a otras divisas menos riesgosas (que tampoco hay tantas).

sábado, 28 marzo, 2009  

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