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La Época Dorada de EEUU acabó

La Época Dorada de EEUU acabó el 15 de septiembre de 2008, el día que quebró Lehman Brothers. Pero muchos de los antiguos plutócratas de Wall Street no se habían dado cuenta de que eso implicaba el final de sus propios pagos dorados hasta el miércoles, cuando el presidente Barack Obama fijó un máximo para sus compensaciones en medio millón de dólares anuales.

Esa suma es una nimiedad según los viejos estándares de Wall Street –después de todo, ahora sabemos que sólo redecorar el despacho del jefe cuesta más del doble de esa suma–. La lucha de la plutocracia para adaptarse a las nuevas reglas puede medirse por la reciente serie de meteduras de pata cometida ante la opinión pública por ejecutivos acostumbrados a altos niveles de vida: estas van desde los jets privados que usaron los consejeros delegados de los Tres Grandes fabricantes de coches cuando viajaron desde Detroit a Washington DC para suplicar dinero de los contribuyentes, a las vacaciones familiares del máximo mandatario de Citigroup en México con un avión de la compañía, o la esperanza de Wells Fargo de que podría seguir adelante con una fiesta de empresa en Las Vegas.

Si eres un ciudadano estadounidense corriente, preocupado ante la posibilidad de ser despedido a medida que la recesión se agudice, la estupidez simbólica de estos actos es obvia. Pero al resto de nosotros no debería sorprendernos demasiado que los multimillonarios hayan tardado en darse cuenta del amanecer de una nueva era. Después de todo, uno de los tópicos de la versión estadounidense del capitalismo ha sido durante mucho tiempo que es aquella sociedad en la que los más ricos son admirados, no envidiados.

Esa tolerancia era comprensible en los años posteriores a la Segunda Guerra Mundial, cuando, como han documentado los economistas de la Universidad de Harvard Claudia Goldin y Lawrence Katz, “EEUU crecía al unísono”. En cambio, la desigualdad en los ingresos ha aumentado de forma vertiginosa en los últimos años –entre 1997 y 2001 casi una cuarta parte del crecimiento total de los salarios reales fue a parar al 1% de la población que más ganaba–. Sin embargo, al menos hasta el momento, los estadounidenses parecían determinados a no interesarse por una guerra de clases.

Un motivo de que los estadounidenses no se hayan sentido demasiado molestos por la extrema riqueza puede ser su confianza cultural absoluta en que con suficiente esfuerzo y los libros de autoayuda adecuados, cualquier Joe el Fontanero podía llegar a ser Donald Trump. Otra fuente, menos atractiva, de la sangre fría podría ser el reciente festival de créditos en la nación. Mientras que los ricos se hacían más ricos, los salarios medios se estancaban –pero, gracias a los créditos hipotecarios y a la deuda de las tarjetas de crédito, es posible que esto no se apreciase–.

Este otoño, todo eso cambió. El doble golpe de la crisis crediticia y la recesión ha hecho que todos los americanos se sintieran más pobres: sus ingresos están disminuyendo al igual que su capacidad para enmascarar ese hecho con créditos. Las dificultades económicas hacen que sintamos cierto resentimiento hacia aquellos en mejor situación financiera.

Pero el verdadero cambio radical se produjo el 3 de octubre, cuando un Congreso reacio aprobó el plan de rescate por valor de 700.000 millones de dólares de Hank Paulson para el sistema financiero del país. Aún quedaba un mes para que los estadounidenses acudieran a las urnas, pero fue esa medida la que marcó el final de la era Reagan y el comienzo de la era Obama: de repente, el gobierno ya no era el problema, sino los grandes capitalistas.

El Tarp (el plan de rescate) también implicaba otro cambio –uno que no se hizo obvio hasta ayer–. Mientras hacían cola para recoger los cheques de ayuda del gobierno, los príncipes de Wall Street se pasaron de forma instantánea de ser empresarios piratas a convertirse en funcionarios sometidos a reglas.

Los dos o tres neoconservadores que quedan en EEUU –y los banqueros que, como Jamie Dimon, piden a la Casa Blanca que no meta en el mismo saco a todos los cambistas– seguramente se quejarán de que las normas de ayer frenarán el espíritu pionero de toma de riesgos que hizo grande al país. Pero aún es demasiado pronto para redactar un obituario para el capitalismo innovador americano. Nadie pone límites al sueldo de Sergei Brin, ni siquiera al de George Soros. Sin embargo, si trabajas para una empresa estatal de servicios públicos –y ese podría ser el caso si en tu tarjeta de presentación pone Citigroup– es hora de entender que tu jefe vive ahora en la Casa Blanca, y que cuenta con los votos de tu portero o tu secretaria.

The Financial Times Limited 2009.
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