Más de uno de los comentaristas expertos que en las últimas semanas han opinado sobre la crisis que nos afecta han hecho referencia a la etapa anterior como un período en el que se desencadenó una auténtica orgía de consumo. Por todos es sobradamente conocido el procedimiento por el que las grandes financieras se vieron entrampadas: ofrecía créditos sin ningún rigor, animando a la gente a que se metiera en gastos muy por encima de sus posibilidades reales de pago.
Esa es una de las claves para entender, quizá una que no acaba de gustarnos porque resulta más fácil y consolador echarle la culpa a banqueros y asesores financieros codiciosos sin límites que a ciudadanos deseosos de consumir algunos productos a los que no tenían acceso por falta de fondos para pagarlos.
Recordemos algunas fechas. En 1991, España entró en un período recesivo, con destrucción de empleo. El rumbo negativo empezó a cambiar en 1993 con Solbes en el ministerio de Economía, pero su labor no fue apreciada por los votantes que dieron el poder al Partido Popular. Bajo el hábil mando de Rodrigo Rato, que no hacía más que seguir lo iniciado por Solbes, comenzó la década prodigiosa que asistió a un crecimiento imparable de la economía española, al menos utilizando parámetros de producto interior bruto.
Es en esos años cuando muchos españoles se pusieron a consumir porque por primera vez en décadas, por no decir en la historia, podían. Tan solo trece años antes España era todavía país subdesarrollado perceptor de ayudas internacionales y de programas de ayuda de Manos Unidas y otras ONGs. Poder consumir era una novedad muy atractiva que nos aproximaba al grupo de los países ricos.
Con esos aires de nuevos ricos, la deuda de las familias españolas ha pasado del 66% de la renta familiar disponible al 103% entre los años 1999 y 2005 y en el 2007 algunos datos la sitúan en torno al 140%. El promedio de la deuda familiar de los países del G-7 se situó en el año 2005 en el 115,3%, por debajo también del promedio de la de los países anglosajones, Reino Unido (159%), EEUU (135,1%) o Canadá (126,1%). Esto último puede servirnos de consuelo, pues la orgía del consumo no solo afectó a los recién llegados como nosotros sino que tocó incluso a quienes ya consumían como posesos.
La vivienda era el buque insignia de este consumo compulsivo, que terminó pervirtiendo un bien básico, disponer de un techo bajo el cual vivir, al convertirlo en un bien especulativo: comprar una vivienda con una hipoteca de menos del 4% de interés era un negocio redondo cuando se producían aumentos del valor de los pisos de más del 12% anual. Incluso los bancos veían en la concesión de hipotecas a gente sin recursos un perfecto negocio, pues en caso del probable impago, embargaban una propiedad que valía bastante más que en la firma del contrato hipotecario.
Como es lógico, la gente no solo compraba pisos a crédito, lo que, en definitiva podía ser interpretado como un gasto o una inversión, dado que la posesión de un piso incrementaba la deuda familiar, pero también hacia crecer el patrimonio. El segundo producto emblemático del afán consumista fueron los coches, con las grandes compañías batiendo marcas de venta de coches, sobre todo de 4x4. Y quizá en tercer lugar estaba la pasión viajera, con salidas al extranjero, avanzando hacia destinos exóticos y lejanos, o a pueblos perdidos en la geografía ibérica donde se podía encontrar una sofisticada residencia «rural», con Spa y gastronomía de alto nivel. El gasto se extendió a todos los ámbitos de la vida cotidiana, y así vimos proliferar tiendas que vendían los productos más insospechados, como puede ser una tienda dedicada tan solo a jabones de mil tipos de olores, texturas y colores. Y también tiendas que vendía productos a precios ínfimos, como las tiendas popularmente llamadas «los chinos». Hasta la economía doméstica más modesta podía sumarse al consumo general vía mercadería procedente de remotos países con mano de obra semiesclavizada.
Acabada la fiesta colectiva, viene la crisis y la consiguiente recesión del consumo. Unos porque han sido despedidos, otros porque ven sus salarios congelados o encogidos, también otros porque no tienen nada claro su futuro a corto y medio plazo, el hecho es que la gente deja de consumir, mucho menos a crédito. Si ahora se renegocian los créditos es más bien para subsistir, no para consumir, conceptos claramente diferentes. Y como no podía ser menos, con el consumo en horas bajísimas, las grandes empresas ven que el negocio cesa y recurren a los expedientes de regulación de empleo o, en casos más graves, a los concursos de acreedores. Y, como pasa en el sector del automóvil, los trabajadores se van a la calle porque ya nada se produce o se produce muy poco.
Todo el mundo tiene claro que hay que revisar a fondo la economía financiera, pues su avidez ilimitada está en el origen de muchos de los actuales males. Y se abre paso con fuerza la necesidad de abordar profundas medidas para atender la economía real, la que incluye la producción de bienes y los puestos de trabajo. Es dudoso, aunque hay alguna posibilidad de que se regule con algo más de rigor el sector financiero, y eso estará bien por más que sea insuficiente.
Más grave me parece que no se aproveche la crisis para introducir modificaciones en otro de los pilares del sistema económico que genera estos problemas. Me refiero a la oportunidad de abandonar un modelo económico basado en producir y consumir, cuanto más mejor. Se trata de romper un círculo que termina siendo vicioso y con poco futuro a medio y largo plazo.
Vicioso y nefasto para los individuos, puesto que el primer paso consiste en identificar felicidad y bienestar personales con el consumo de productos diversos. Al aumentar el consumo, se incrementa la producción lo que exige la creación de muchos puestos de trabajo. Cada nuevo trabajador se suma al consumo, alimentando la cadena. Pero como el consumo es un modo efímero de satisfacer las necesidades humanas, provoca, al igual que las drogas, tolerancia y dependencia. Necesitamos consumir más, pero los salarios son exiguos, pues solo de ese modo se generan plusvalías para los propietarios de las empresas, y la necesidad es perentoria. Entonces entramos en la vida del crédito y del dinero virtual; la gente se empeña para poder consumir. Hasta que caemos en la cuenta de que no podemos afrontar los pagos y el tinglado se desmonta como un castillo de naipes. Hemos consumido más, nos hemos endeudado más, pero no hemos satisfecho nuestras expectativas de felicidad.
Vicioso y nefasto para la sociedad en general y en especial para la subsistencia del planeta. Una economía basada en el consumo termina esquilmando la tierra. En algunos casos, es la construcción de la vivienda que destroza el litoral mediterráneo español. En otros casos, es la necesidad de minerales raros la que destroza la vida en países perdidos en el corazón de África. Hay daños colaterales en el aumento de la producción, como puede ser el disparatado incumplimiento de los compromisos de Kyoto producido en España en los últimos años.
Esta claro que son muchas las cosas que conviene ir cambiando. Y una de ellas es una sociedad en la que se nos incita a consumir hasta morir.
Felix Gª Moriyón
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