Volvamos a los cambios climáticos, so pena de pasar por agoreros en un mundo donde algunos prefieren recursos como las orejeras crónicas -hasta el sempiterno sonido auricular de sus MP3, MP4 o no sé qué otros artilugios de la moda-, tratando de escapar hacia adentro, en lugar de afrontar con entereza un Apocalipsis que se fragua a ojos vista, por obra y gracia de un mal con el que los de abajo, los más, deberíamos pelear a brazo partido.
¿Tendré que decir el nombre del mal? ¿Tendré que deletrear lentamente el término? Pues lo hago, sin reticencia alguna: c-a-p-i-t-a-l-i-s-m-o s-a-l-v-a-j-e; o capitalismo a secas, que es lo mismo, pues el sistema, ahora en su etapa neoliberal, no precisa de adjetivos diferenciadores, por continuo en la expoliación. Sí que lo digo, aunque uno que otro me tilde de obsesionado en una “retórica” del pasado, en época tan postmoderna, de “desideologización” trepidante y feliz, paradójicamente inducida por los más ideologizados de los entes: los grandes medios, altoparlantes del Imperio.
Grandes medios que han convertido en un show de catastrofismo cosas importantes, decisivas, como los cambios climáticos, los cuales son pronosticados y descritos casi con delectación de artistas, pero en cuya explicación a menudo falta la quintaesencia íntima, intrínseca, la causa última que agudos colegas, entre ellos José Miguel García González (sitio web Rebelión), conceptúan de fase capitalista de devastación. De extensión o ahondamiento en la devastación de siempre, apostillaríamos nosotros.
Fase más visible cuando apenas hay socialismo al que endilgar la responsabilidad. Fase que no solo condena a casi mil 500 millones de hombres y mujeres (un cuarto de la población mundial) a vivir, malvivir, sobrevivir o morir en vida -lo aclarábamos en anterior comentario-, en la más absoluta indigencia y con una esperanza de existencia de solo 29 años, según nuestra fuente; y a que muchísimos más padezcan los embates de la pobreza. Fase a la que se debe también la apoteosis de las guerras de reparto del planeta, ora por el petróleo, hoy el motivo más socorrido, ora por el agua, ora por una geopolítica malhadada que implica la futura tenencia de estos y otros recursos en precario.
Y las guerras, ah las guerras, constituyen una de esas causas primeras de los cambios climáticos que los heraldos, los nuncios del sistema suelen soslayar en sus textos catastrofistas. Y el que no lo crea, o peque de desaprensivo, sírvase asomarse a un informe de Nikki Reisch y Steve Kretzmann tomado del diario digital Insurgente, donde este comentarista prueba pluma, con entusiasmo de neófito y constancia de veterano.
Al destacar la relación entre las conflagraciones y el calentamiento global -vórtice de transformaciones entre las que se aprecian ya vesania creciente de huracanes y tifones, derretimiento del Ártico y de los glaciares, inundaciones y sequías que se alternan-, el documento repara en que este resulta tema de poco tratamiento. Y asevera, con plausible información: La guerra de Iraq ha sido responsable de, al menos, 141 toneladas métricas de CO2, cantidad que equivale a las emisiones de 25 millones de coches, o a más que las lanzadas al espacio anualmente por 139 países; o sea: más del 60 por ciento de las emisiones de todas las naciones del planeta, dos veces y media las que se podrían haber evitado entre 2009 y 2016 si California hubiese implantado las autorregulaciones impuestas y que Bush el hijo, como lo llama una colega, ha rechazado con testarudez de acémila, de onagro bípedo.
Para mayor inri del principal Estado capitalista del orbe, su gasto en la guerra de Iraq podría haber garantizado todas las inversiones en energías renovables de la Tierra de ahora hasta el 2030; con los 600 mil millones de dólares dedicados al viejo arte de sojuzgar, matar, se habrían sufragado nueve mil parques eólicos, de 50 megawatts cada uno.. Y, como si fuera poco -termino con un brochazo, aturdido ante la magnitud del entuerto columbrado en las estadísticas-, en 2006 EE.UU. ha gastado más dinero en sostener la embestida contra la Mesopotamia que el monto de la erogación planetaria para las energías renovables.
Energías nonatas, sustituidas por los desafueros de los combates, con el uso intensivo de combustible, los fuegos en los pozos petrolíferos, el aumento de las explosiones de gas, el boom en el consumo de cemento debido a la reconstrucción y la seguridad, el enorme empleo de explosivos y de productos químicos. Elementos todos que contribuyen a los temidos pero no plenamente conjurados cambios climáticos.
A todas estas, ¿alguien de buena fe y en sus cabales se atrevería a erigirse en defensor del mayor culpable de la situación preapocalítica y de su posible devenir? Claro que no. Y para abogados del diablo la humanidad podría no tener paciencia.
Eduardo Montes de Oca
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