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La perversión del lenguaje

Por todos es sabido que el gobierno de la comunidad de Madrid, con Esperanza Aguirre al frente, se declara ferviente defensor del liberalismo, uno de cuyos dogmas expone que es imprescindible reducir al mínimo el sector público si deseamos tener una sociedad más eficiente y más justa. La ventaja que tiene la señora Aguirre frente a muchos otros políticos es que ella hace y presume de lo que hace, mientras que otros hacen, pero intentan hacernos creer que no lo hacen para no ser víctimas de las críticas de sus supuestos aliados.

La tesis central de ese liberalismo es sencilla: es público el servicio que se sostiene básicamente con fondos públicos, a ser posible obtenidos mediante impuestos indirectos, y le sale en principio gratis al ciudadano. Cualquier otro criterio no viene al caso y, lo que es peor, termina dando paso a la consolidación de empresas públicas de titularidad estatal en las que impera la desidia de los funcionarios y el mangoneo de los políticos que las utilizan para preservar el poder y practicar el clientelismo.

Su argumentación justificadora es sencilla: frente a la manifiesta incapacidad de los funcionarios para gestionar bien las empresas, hay que defender la eficacia del esfuerzo emprendedor de la iniciativa privada que logra satisfacer mejor las necesidades de la población sin dejar de hacer negocio con los servicios que gestiona. Y además, le sale más barato, al menos a corto plazo a todo el mundo. En una sociedad justa, el tamaño del Estado será más pequeño, reservándose quizá la justicia, la policía (pero no toda) y el ejército (con bastantes mercenarios).

Lo malo de este discurso machacón y reiterativo, reducido a unos cuantos lemas simplificadores, es que termina calando. Algunos lo asumen con agrado, pues terminan siendo convencidos de las deficiencias de lo público y las bendiciones de lo «semi-público»; otros lo aceptan resignadamente como algo inevitable. Se van cediendo hospitales públicos a la gestión privada y se incremente notablemente el porcentaje de centros privados concertados en el sistema educativo. Al mismo tiempo se adelgazan los cuerpos de funcionarios, aumentando las subcontratas y el personal contratado laboral.

Y la sociedad en general acaba por asumir que el nuevo modelo es bueno. La demanda de puestos escolares en la privada concertada aumenta y disminuye la demanda en centros públicos. Son muchos los que reciben alborazados la ayuda económica que les permitirá llevar a sus niños a una escuela infantil privada. La gente ve con buenos ojos la gestión privada de la sanidad y no siente la menor preocupación por la desaparición de los funcionarios, pues ya se sabe que son ineficaces y algo “vaguetes”.

Y como no podía ser menos, se admite el eufemismo que oculta lo que realmente está pasando. De hecho ya todos, incluso sindicatos y partidos de izquierda, dan por bueno o al menos inevitable que la enseñanza privada concertada es enseñanza pública y que como tal debe ser tratada: hay una única red pública con dos tipos de centros, y así consta en el Pacto por la calidad en la educación que todos firmaron en la Comunidad de Madrid. El gobierno del PSOE inaugura el cuarto pilar de la democracia social, la ley de dependencia, pero no cree necesario levantar unos servicios públicos que se hagan cargo del tema. Basta con dar ayudas económicas a las familias que acudirán a contratar servicios en alguna de las empresas privadas. Es más, esas ayudas son heredables, dejando claro que son «bienes» apropiables y transmisibles, como cualquier otra propiedad privada.

No me cabe la menor duda de que la argumentación antes expuesta es incorrecta y no resiste el más mínimo análisis. No parece que la eficacia laboral y honestidad profesional de los funcionarios sea peor que la de otros trabajadores y entrar en esas comparaciones no lleva a ningún sitio. Tampoco está nada claro que la gestión privada sea mejor que la pública, sobre todo si hacemos una contabilidad rigurosa en la que se ponga todo en las cuentas y no sólo algunos datos aparentes. Pasada la ilusión de la novedad, al poco tiempo se disuelven las pretendidas ventajas y se vuelve a la cruda realidad que nos hace pensar que lo perdido era mejor.

Pero lo más importante, y ese es el título del artículo, es que se pervierte profundamente el lenguaje y se denomina “público” a modelos de gestión y servicios que nada tienen de lo mismo pues incumplen características que son fundamentales en el sector público dentro de una sociedad que quiere profundizar su apuesta por formas democráticas de organización.

Para empezar, el servicio público busca incrementar la riqueza social, pero en ningún caso pone como objetivo básico o prioritario la obtención de beneficios económicos a repartir entre los titulares de la empresa. Un colegio o un hospital públicos nunca pretenden ganar dinero para repartir beneficios entre sus accionistas o propietarios. No es extraño, por tanto, que en los colegios privados concertados las familias se vean obligadas a pagar cuotas suplementarias, que los medios disponibles no sean tan abundantes o que se prescinda de personal decisivo sobre todo para la atención de los más necesitados. El negocio obliga e impone sus propias leyes.

La exigencia de obtener el beneficio económico provoca además algo que diferencia claramente al sector público del privado. Las condiciones de trabajo y los salarios en el sector privado son casi siempre peores que las que existen en el sector realmente público. Ciertamente son mejores las condiciones de los grandes gestores o propietarios, pero no la de los trabajadores de los demás niveles. La acción sindical se ve constreñida y se ejerce con más dificultades. El incremento de la igualdad entre los ciudadanos y las conquistas laborales alcanzadas después de duras luchas languidecen hasta casi extinguirse.

Lo mismo ocurre con los mecanismos de contratación. El modelo basado en igualdad, capacidad y mérito que es signo distintivo del sector público, sean funcionarios o contratados laborales, deja paso a otro modelo en el que las relaciones personales o la afinidad con la orientación ideológica del centro educativo, por ejemplo, es decisiva. Pensemos en la profunda diferencia que existe en el ejercicio de la libertad de cátedra entre las instituciones educativas privadas y las públicas.

Eso se refleja también en el modelo de gestión. Ciertamente el sector público muestra una clara jerarquización en el cumplimento de las directrices que emanan de las autoridades competentes, pero está siempre abierto a la intervención y el control para garantizar la transparencia de su gestión y la preservación del interés público. Es decir, aunque no todo lo que debiera, hay en él una pretensión de participación ciudadana y rendición de cuentas. Eso es simplemente impensable en el sector privado en el que jamás se ha dado nada parecido a principios democráticos o autogestionarios de funcionamiento. Lo anterior es bastante, pero no agota el tema. Urge, por tanto, llamar a las cosas por su nombre y defender el sector público en todos los ámbitos, empezando por el de lograr que las palabras se usen con propiedad y no contribuyan a engañar y confundir a la gente.

felix gª moriyón

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