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El engaño del “Choque de civilizaciones” |
La retórica sobre un “choque de civilizaciones” y una “guerra contra el Islam” se ha difundido fácilmente en el discurso intelectual árabe, donde se ha arraigado firmemente, junto con otros “conceptos” similares (o lo que preferiría calificar de “no-conceptos” como el término “terrorismo” ya que son extremadamente vagos y a pesar de ello tienen carga ideológica) que fueron fabricados en centros imperialistas. Así que es extremadamente importante preguntar: ¿Constituye el “choque de civilizaciones” un tópico independiente o es un término de camuflaje para una lucha que en realidad encarna algo diferente?
¿Choques continuos o fin de la historia?
Después del colapso del bloque socialista y del fin de la Guerra Fría, lograron prominencia dos teóricos con proclamas sobre la “tendencia” del momento. El primero de ellos es Francis Fukuyama, quien habló del “fin de la historia”: la victoria final y total del capitalismo como el sistema socioeconómico decisivo para la humanidad. El capitalismo de Fukuyama representaba la resolución de todos los conflictos, la disolución postrema del materialismo dialéctico y su malafamada ley de unidad y contradicción de opuestos.
El segundo teórico, contrario a Fukuyama, no percibió el fin de la historia como fruto de la supuesta victoria del capitalismo. Samuel Huntington formuló el concepto del “choque de civilizaciones” al ver una cristalización de otro conflicto: el conflicto de la civilización judeo-cristiana con civilizaciones orientales, como un nodo emergente (Islam, budismo, etc.). En este sentido, la historia sigue abierta, y el capitalismo sigue siendo turbulento, lejos todavía de lograr estabilidad.
Es obvio que ambos conceptos son contradictorios.
Fukuyama: El fracaso del idealismo
Fukuyama expresó una ideología idealista liberal metafísica inspirada por los “valores, instituciones, democracia, derechos individuales, el estado de derecho y la prosperidad basados en la libertad económica” del modelo de Estado de bienestar capitalista en el que están presentes como amortiguadores sociales la seguridad social, la atención sanitaria, la educación y derechos laborales razonables patrocinados por el Estado. Se presumía que este modelo duraría y suministraría satisfacción para la humanidad.
El idealismo de Fukuyama no le ayudó a identificar el hecho de que el propósito principal del capitalismo es aumentar las ganancias, haciendo caso omiso de cualquier otra consideración. El Estado de bienestar tal como es estructurado por el sistema capitalista fue sólo un precio que éste se vio obligado a pagar para prevenir la “amenaza comunista”, que era un modelo que prometía más justicia social, más igualdad, y más distribución de la riqueza entre la gente. Por ello, el capitalismo tuvo que “invertir” una parte de sus beneficios para detener el contagio de un modelo que prometía más justicia social. El Estado de bienestar era más “barato” que enfrentar la agitación laboral y posibles revoluciones dentro de los Estados capitalistas.
Según la simple ley de causa y efecto, una vez que ha terminado la causa (en este caso el bloque socialista), el capitalismo dejará de financiar el Estado de bienestar, también abandonará el Estado basado en el derecho, y tendrá lugar una acelerada transformación del modelo liberal al modelo neoliberal. Es la transformación objetiva que Fukuyama no vio: el Estado capitalista descartando sus contribuciones a la atención sanitaria, a la educación (por ejemplo: la proposición de enmiendas constitucionales en Grecia para permitir universidades del sector privado, provocando así manifestaciones estudiantiles a comienzos de 2007), y a los derechos laborales (por ejemplo: la modificación de leyes laborales en Francia provocando manifestaciones a comienzos de 2006, la modificación del sistema de pensiones en Francia, provocando amplias huelgas), aparte de desplumar a los trabajadores en los Estados capitalistas mediante el trabajo del Sur – un doble beneficio para el capitalismo: (a) reduciendo los salarios y (b) reformulando la lucha como una lucha de trabajadores contra trabajadores, los trabajadores del Norte contra los del Sur, ¡en lugar de todos contra el capitalismo!
Finalmente, la única potencia que quedó tuvo que invadir el mundo por tres razones principales:
· Para obtener el control directo sobre los recursos del globo y emplazamientos geopolíticos estratégicos para impedir que otros rivales en ascenso (China, Europa) amenazaran su situación.
· Llenar las brechas dejadas por la anterior superpotencia (ahora eliminada).
· Eliminar toda resistencia activa o prevista contra este proyecto de hegemonía global.
Fue el golpe final para las ilusiones de eterna estabilidad de Fukuyama. Hay quien, sorprendido, pregunta: “¿Cómo demonios llegó el mundo ‘civilizado’ a esta situación?” Pero el “mundo civilizado” no llegó a esta situación; ya estaba empotrada en la estructura orgánica del capitalismo, esperando el momento histórico propicio para salir a la superficie.
Fukuyama interpretó mal la evidencia: la historia no terminó, ni terminaron los conflictos, y no se logró la estabilidad bajo el capitalismo con su ideología neoliberal. Por lo tanto, Fukuyama se vio finalmente obligado a admitir el fracaso de su tesis y a declarar su oposición al proyecto de los neoconservadores.
El materialismo metafísico de Huntington
Huntington tuvo una base más materialista de discusión, comprendió que los conflictos dentro de la historia siguen abiertos, pero como Fukuyama, es metafísico, y plantea un doble discurso de engaño y justificación al definir la razón de conflictos como si fueran características inherentes de las civilizaciones.
La ideología ambivalente de Huntington constituye la plataforma ideal para la propaganda interna y externa del capitalismo. Internamente, al conceptualizar que la agresión imperialista contra otros es esencial y necesaria para la preservación existencial de la civilización judeo-cristiana amenazada por los salvajes. Y externamente, al deformar la lucha por los recursos y la geopolítica (una lucha materialista) como si fuera otra, basada en religiones y civilizaciones (una lucha metafísica).
¿Cómo podemos entender mejor el doble engaño de Huntington?
El engaño interno
La tesis del choque de civilizaciones describe un peligro inminente que amenaza a la gente del Norte. Este peligro debe ser enfrentado y eliminado de raíz, en su sitio, antes de que se expanda y “nos” alcance. Ese peligro no tiene que ver con detalles al margen; al contrario, es total, se extiende sobre todos los aspectos de la vida tal como la conocemos. Es un peligro para la propia civilización, en su esencia. Por ello, la batalla en su contra es de vida o muerte, es una batalla entre la vida y la muerte. De esta manera, el “Imperio del Mal” (la clásica acuñación de Reagan en la Guerra Fría) es reproducido de un modo más abstracto. Es el enemigo ideal del capitalismo neoliberal: fantasmal, imposible de ser capturado, destruido, o definido con precisión y por lo tanto altamente maleable.
Además, el contenido racista de la teoría de Huntington (que toca una profunda cuerda subconsciente que resuena en las poblaciones “blancas” del Norte) no debe ser subestimado, ya que posiciona a los “blancos civilizados” (estadounidenses y europeos) contra los “salvajes de color” – árabes, africanos, chinos, y pueblos del Sudeste Asiático. El discurso racista emana del reciente pasado colonialista del capitalismo y de las democracias racistas helénicas mucho más distantes, donde tienen muchas raíces las actuales “democracias” del Norte. Esta cuerda racista sigue “activa” y se expresa en formas silenciosas: Las manifestaciones anteriormente mencionadas de 2006 contra las leyes laborales en Francia atrajeron un inmenso apoyo en la escena progresista en Europa, mientras que las protestas en los suburbios que afectaron a Francia meses antes (el otoño de 2005) no atrajeron un apoyo semejante. ¿Por qué? Las manifestaciones por la ley laboral eran “blancas” mientras que las protestas en los suburbios fueron “de color”.
El engaño exterior
Desorientar a la gente bajo ataque es otro aspecto importante del “choque de civilizaciones” de Huntington al redefinir la naturaleza del choque de ser un ataque por el control de mercados, recursos, mano de obra y recursos baratos, a ser una “cruzada,” una guerra religiosa, una guerra contra el Islam, una guerra de “civilizaciones” – de ser un acto materialista a ser una expresión metafísica.
A fines de 2001, después de los ataques del 11-S, en un artículo publicado en Newsweek, Huntington formuló un sorprendente título para el nuevo milenio: “La era de las guerras musulmanas,” mientras que Fukuyama, escribiendo en la misma edición y en la misma dirección, compuso un artículo intitulado “Los nuevos fascistas de hoy”, una frase que recordó George W. Bush en 2006.
¡Vale la pena señalar la imposibilidad real de distinguir entre lo que se relaciona con “civilización” y lo que se relaciona con “religión” en el intelecto árabe dominante y en el discurso de Huntington! Como gente oprimida, muchos sucumbieron a este juego y adoptaron el mismo discurso propagandístico mercadeado por los neoliberales. Muchos en los mundos árabe y musulmán (intelectuales y gente de a pie) dicen que “hay una guerra contra el Islam,” exactamente como dice Huntington. Corrientes del Islam político se han encariñado con esta tesis porque lleva a más gente a simpatizar con ellos por estar bajo ataque. Las palabras de George W. Bush sobre sus cruzadas en Iraq y sus frecuentes encuentros con Dios se clavaron más en la memoria que los actos reales del robo del petróleo iraquí, de los proyectos de infraestructura de los que se apoderaron los monstruos corporativos (como Bechtel), y la defensa acerada que EE.UU. dio al Ministerio del Petróleo iraquí mientras abandonaba a todo el país al saqueo (con todas sus administraciones, universidades, y museos). Todo esto último pierde “sentido” en el contexto de la guerra contra el Islam de Bush.
Es de lejos demasiado simple probar que los neoliberales de EE.UU. nunca llegaron como misioneros cristianos, no llegaron como profetas de la modernidad (tanto Huntington como Fukuyama presentan al Islam como si estuviera en contradicción con la modernidad). Los masivos ejércitos que penetraron en Iraq no fueron seguidos por misioneros del cristianismo ni de la modernidad. Fueron seguidos por hombres de negocios corporativos. Las acciones de EE.UU. prueban las mentiras de su propaganda: asesinatos, destrucción, tortura, y violaciones prueban la mentira de la libertad, la democracia, y los derechos humanos; mientras que el apoyo al sectarismo y al etnicismo prueba la mentira de la modernidad.
La falsificación de la lucha, y el engaño de los oprimidos al hacerlos adoptar la propaganda neoliberal como si fuera una verdadera estrategia, resultará en la generación de mecanismos de r5esistencias incapaces de lograr la victoria contra la agresión porque, por una parte, lucharán contra una ilusión –un fantasma propagandístico que distrae la atención de la base objetiva de la lucha– y por la otra, contribuirán al empoderamiento del imperialismo y de su propaganda al adoptarla a la inversa: las dos contradicciones están presentes en la unidad objetiva y en la lucha ilusoria.
¿Es el Islam un objetivo del imperialismo?
El Islam no es un objetivo por sí solo. Los verdaderos objetivos son recursos, mercados, la riqueza, y emplazamientos importantes desde una perspectiva geopolítica. Cualesquiera obstáculos se encontraban en el camino para lograr esos objetivos, tenían que ser aplastados. El Partido Comunista de las Filipinas, las FARC en Colombia, los actuales gobiernos de Cuba, Venezuela, y Bolivia, son todos no-musulmanes, pero son atacados ferozmente por el imperialismo de EE.UU. porque constituyen obstáculos en el camino a la dominación de recursos, mercados, y riqueza.
El manejo imperialista de cada obstáculo está regido por numerosas condiciones relacionadas con el tamaño de la riqueza, el mercado y los recursos en cuestión, el contexto geopolítico, y la magnitud de la resistencia existente o esperada. La presencia de inmensas reservas de petróleo y gas, su “posición estratégica sin igual” y la presencia de centros potenciales que podrían liberarse de la dominación global de EE.UU. y abarcar centros relativamente independientes (el Egipto de Nasser, el Iraq de Sadam, Irán después de la revolución) – todos estos hechos hicieron que desde el este árabe hasta Asia Central formaran el “arco de crisis” favorito (¡O “la media luna de crisis” si se quiere darle una dimensión religiosa!) y el campo principal de operaciones. ¡Que la mayor parte de los habitantes de esa región sean musulmanes no significa que exista un genuino origen religioso en la intervención!
Otro punto: África, todo un continente, sigue siendo explotado por su riqueza en petróleo, diamantes, y otros recursos; su gente es asesinada a diario por cientos de miles por la guerra “civil”, el hambre, el SIDA, la malaria, y la intervención militar directa, atrocidades que son muchos mayores en cantidad que lo que ocurre contra árabes y musulmanes. Pero ya que tienen el privilegio de estar totalmente ausentes de los medios noticiosos, ¡no existen! ¿Constituye el ejemplo africano una guerra contra el Islam? África es un ejemplo evidente de que las guerras religiosas no son más que cuentos de hadas.
Un tercer punto: el imperialismo no tiene problemas con el Islam. Hasta Huntington dice: “La era de las guerras musulmanas tienes sus raíces en causas más generales. Estas no incluyen la naturaleza inherente de la doctrina y de las creencias islámicas, que, como las del cristianismo, pueden ser utilizadas a su gusto por los adherentes para justificar la paz o la guerra”. Fukuyama incluso va más lejos: “Existe una cierta esperanza de que emerja una tendencia más liberal del Islam... los musulmanes interesados en una forma más liberal del Islam deben dejar de culpar a Occidente por pintar al Islam de un modo demasiado grosero, y actuar para aislar y deslegitimar a los extremistas entre ellos”. Es claro que el problema no es el Islam, sino un Islam resistente, y para ser más específico, el problema es sólo la parte “resistente”, ya que cualquiera otra fórmula de Islam es aceptable.
El otro lado de la moneda: Diálogo entre las fes
La división basada en la religión es una división engañosa. Un árabe musulmán es como un árabe cristiano: o forma parte de la capa que está conectada con el imperialismo y sus intereses, o es parte de la población explotada y oprimida. La religión no tiene nada que ver en este caso, o sólo una relevancia causal. Por ello, la noción de un diálogo entre las fes es tan engañosa como la del choque de civilizaciones. Dos puntos lo prueban:
Primero, un diálogo entre las fes postula la disputa como el punto de partida normal – ¡de otro modo no habría un diálogo para comenzar! Así posiciona de partida a las personas como antagónicas.
Segundo, diagnostica las actuales luchas como si se basaran en la religión y por lo tanto como conflictos que pueden ser solucionados o diluidos mediante un diálogo de religiones, dejando de lado por completo la base objetiva (hegemonía, explotación, ocupación, etc.).
El problema principal no es de un musulmán, cristiano, judío, o no creyente. El problema es que hay una opresión y explotación que deben ser enfrentados. En este contexto, un judío que llama a eliminar la entidad sionista “Israel” es un aliado, mientras que un musulmán que establece relaciones con esta última, es un enemigo.
El diálogo entre las fes es otro intento de distraer la atención lejos de las principales contradicciones con el imperialismo y sus verdaderos objetivos.
Conclusión: mantener siempre una visión clara
El objetivo del imperialismo es depredar, dominar, y explotar. Para cumplir esos objetivos, quiere aplastar toda resistencia, no importa cuál sea su forma y su contenido ideológico.
La retórica sobre un “choque de civilizaciones” apareció después de la caída de la Unión Soviética y del bloque socialista porque EE.UU. necesitaba actuar para llenar las brechas creadas por la ausencia de una segunda potencia global. Este movimiento adoptó tres formas: interior (leyes restrictivas y represivas que apuntaban a las libertades y los beneficios sociales), hacia el Este (expansión a Europa Central y Oriental y a las repúblicas ex-soviéticas), y hacia el Sur (región árabe y Asia Central). Fue esta última la que mostró una resistencia más encarnizada debido a las raíces históricas de la lucha.
La lucha contra el imperialismo es una lucha multidimensional de clases. Los subterfugios religiosos son instrumentos para ganar tiempo (diálogo entre las fes) o instrumentos para fortalecer el proyecto imperialista y debilitar a sus oponentes (choque de civilizaciones).
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Pocos libros en los últimos años han sido tan explosivos o controvertidos como “The Israel Lobby and US Foreign Policy” [El lobby de Israel y la política exterior de EE.UU.], escrito por Stephen Walt de la Universidad Harvard y John Mearsheimer de la Universidad de Chicago, publicado en 2007. En esa obra, los profesores Walt y Mearsheimer argumentaron el caso del lobby israelí no como “una cábala conspirativa que ‘controla’ la política exterior de EE.UU.”, sino como un grupo de intereses extremadamente poderoso, compuesto de judíos y no judíos, una “coalición amplia de individuos y organizaciones que trabajan incansablemente por mover la política exterior de EE.UU. en la dirección de Israel”.
Walt y Mearsheimer también expusieron el argumento crucial de que “cualquiera que critique las acciones de Israel o diga que los grupos pro-Israel tienen una influencia significativa sobre la política de EE.UU. en Oriente Próximo enfrenta una buena probabilidad de ser calificado como antisemita”. Cualquiera, en realidad, que “diga que existe un lobby israelí” también corre el riesgo de ser acusado de antisemitismo.
Todos los candidatos en la Cámara dicen sí.
El candidato presidencial republicano McCain abrirá la francachela del AIPAC de este año; Clinton y Obama la cerrarán el miércoles. El veredicto de Walt y Mearsheimer sobre las amistades peligrosas entre candidatos presidenciales y el AIPAC sigue siendo incuestionable. “No es probable que alguno de los candidatos critique a Israel de alguna manera significativa o sugiera que EE.UU. debería seguir una política más equitativa en la región. Y es probable que los que lo hagan queden al borde de la ruta”.
Veamos lo que dijo en febrero Clinton en una reunión del AIPAC en Nueva York: “Israel es un fanal para lo que es justo en un vecindario ensombrecido por los males del radicalismo, el extremismo, el despotismo y el terrorismo”. Un año antes, Clinton estaba a favor de sentarse y hablar con la dirigencia de Irán.
Y veamos lo que Obama dijo en marzo en una reunión del AIPAC en Chicago; no hay una sola referencia a los “sufrimientos” de los palestinos, como lo había hecho durante la campaña en marzo de 2007. Obama también dejó en claro que no haría nada por alterar la relación EE.UU.-Israel.
No es sorprendente que el AIPAC sea considerado por la mayoría de los miembros del Congreso de EE.UU. como más poderoso que la Asociación Nacional del Rifle o la Federación Estadounidense del Trabajo (AFL) y el Congreso de Organizaciones Industriales (CIO).
El AIPAC tiene raíces sionistas explícitas. Su fundador, "Si" Kenen, fue jefe del Consejo Sionista Estadounidense en 1951. Fue reorganizado como lobby estadounidense –el Comité Sionista Estadounidense para Asuntos Públicos– en 1953-1954, y luego rebautizado AIPAC en 1959. Bajo Tom Dine, en los años setenta, fue convertido en una organización de masas, con más de 150 empleados y un presupuesto actual de hasta 60 millones de dólares. Dine fue removido posteriormente por no ser considerado suficientemente agresivo.
La dirigencia máxima –en su mayoría antiguos presidentes del AIPAC– es siempre más belicista respecto a Oriente Próxima que la mayoría de los estadounidenses judíos. El AIPAC sólo abandonó su oposición a un Estado palestino –sin apoyarlo– cuando Ehud Barak llegó a ser primer ministro de Israel en 1999.
El AIPAC mantiene una relación muy estrecha con una serie de ‘think-tanks’ influyentes como el Instituto de la Empresa Estadounidense, el Centro para la Política de Seguridad, el Instituto Hudson, el Instituto Judío para Asuntos de Seguridad Nacional, el Foro de Oriente Próximo, el Proyecto para un Nuevo Siglo Estadounidense (PNAC) y el Instituto Washington para Política de Oriente Próximo. Los neoconservadores esparcidos en estos ‘think-tanks’ pueden ser considerados como un microcosmo del lobby favorable a Israel –Judíos y no judíos. (Es importante recordar que Richard Perle, Douglas Feith, David Wurmser y cinco otros neoconservadores redactaron el infame documento “Un cambio limpio” [A Clean Break: A New Strategy for Securing the Realm] dirigido a Benjamin Netanyahu en 1996– el supremo mapa de ruta para un cambio de régimen incondicional en todo Oriente Próximo.
La casa construida por AIPAC
AIPAC en el Congreso de EE.UU. es ciertamente una fiera salvaje. El ex presidente Bill Clinton lo definió como “sorprendentemente efectivo”. El ex presidente de la Cámara de Representantes, Newt Gingrich, lo calificó de “el grupo de interés general más efectivo en todo el planeta”. El New York Times lo llama “la organización más importante respecto a la relación de EE.UU. con Israel”. El asediado primer ministro israelí Ehud Olmert, antes de su implicación en un escándalo de corrupción, dijo: “Gracias a Dios tenemos al AIPAC, el mayor partidario y amigo que tenemos en todo el mundo”.
AIPAC mantiene un virtual dominio total sobre el Congreso de EE.UU. Otros críticos del lobby de Israel, fuera de Walt y Mearsheimer, también sostienen que el AIPAC impide esencialmente toda posibilidad de un debate abierto sobre la política de EE.UU. hacia Israel. Hay que compararlo con un informe de 2004 del Consejo de Ciencia de la Defensa del Pentágono según el cual “los musulmanes no odian nuestra libertad, más bien odian nuestras políticas”.
Más vale no enojar al AIPAC. Recompensa a los que apoyan su agenda, y castiga a los que no lo hacen. A fin de cuentas, todo tiene que ver con dinero – específicamente con contribuciones a las campañas electorales. De 2000 a 2004, según el Washington Post, los mandamases de AIPAC contribuyeron un promedio de 72.000 dólares cada uno a campañas electorales y comités políticos. Para los políticos favorables al AIPAC, el dinero llueve en todo EE.UU.
Cada miembro del Congreso de EE.UU. recibe el periódico informativo bisemanario del AIPAC, el “Near East Report”. Walt y Mearsheimer subrayan que los miembros del Congreso y su personal “normalmente se vuelven hacia AIPAC cuando necesitan información: Piden a AIPAC que redacte discursos, que trabaje para preparar legislación, que aconseje respecto a tácticas, que investigue, que reúna co-patrocinadores y reúna votos”.
Hillary Clinton aprendió hace tiempo que no debe molestar a AIPAC. Clinton solía apoyar un Estado palestino en 1998. Incluso abrazó a Suha Arafat, la esposa de Yasir, en 1999. Después de numerosas reprimendas, se convirtió repentinamente en una vigorosa defensora de Israel y, años más tarde, apoyó de todo corazón la guerra de Israel contra Hezbolá en el Líbano en 2006. Es posible que Clinton haya recibido la parte principal de las donaciones judías estadounidenses para su campaña presidencial de 2008.
Rice también aprendió los hechos en el terreno. Trató de reiniciar el eternamente moribundo “proceso de paz” cuando visitó Oriente Próximo en marzo de 2007. Antes del viaje, recibió una carta de AIPAC firmada por no menos de 70 senadores, diciéndole que no hablara con el nuevo gobierno palestino de unidad hasta que “reconozca a Israel, renuncie al terror y acepte respetar los acuerdos palestino-israelíes”.
AIPAC e Iraq
Se ha puesto relativamente de moda que algunos miembros del lobby israelí nieguen toda participación en la preparación para la guerra contra Iraq. Pero poca gente recuerda lo que el director ejecutivo de AIPAC, Howard Kohr, dijo al New York Sun en enero de 2003: “El cabildeo silencioso del Congreso para que aprobara el uso de la fuerza en Iraq fue uno de los éxitos del AIPAC durante el pasado año”.
Y en un perfil en el New Yorker de Steven Rosen, director de política del AIPAC, durante en el período previo a la guerra contra Iraq, se señaló que “AIPAC cabildeó al Congreso a favor de la guerra en Iraq”.
Hay que compararlo con un estudio de Gallup en 2007, basado en 13 sondeos diferentes, según el cual un 77% de los judíos estadounidenses se opusieron a la guerra de Iraq, en comparación con un 52% de los estadounidenses en general.
Walt y Mearsheimer afirman que “la guerra se debió en gran parte a la influencia del lobby, y especialmente de su ala neoconservadora. El lobby no es siempre representativo de la comunidad en general por la que frecuentemente afirma que habla”.
AIPAC e Irán
Ahora es la hora de Irán. Walt y Mearsheimer afirman que “el lobby lucha para impedir que EE.UU. dé marcha atrás y busque un acercamiento con Teherán. En su lugar, sigue promoviendo una política cada vez más antagónica y contraproducente”. No difiere en mucho del asediado Olmert, quien dijo a la revista alemana Focus en abril de 2007 que “bastarían 10 días... y 1.000 misiles crucero Tomahawk” para detener el programa nuclear de Irán.
Una medida del poder de Walt y Mearsheimer para afectar reputaciones es que los círculos dominantes sionistas tuvieron que sacar a relucir toda su artillería pesada para refutar una y otra vez sus argumentos.
Walt y Mearsheimer no son ideólogos. Son profesionales de la política de la realidad – que se sienten en su terreno en los altos círculos dominantes de la política exterior de EE.UU. Tal vez el aspecto más fascinador de su libro sea que presentaron cuatro puntos que los círculos gobernantes nunca mencionan en público. Esencialmente son:
· EE.UU. ha ya ganado sus principales guerras en Oriente Próximo, contra el nacionalismo laico árabe y contra el comunismo, y ya no necesita tanto a Israel.
· Israel es ahora tanto más poderoso que todas las naciones árabes combinadas que puede cuidarse a sí mismo.
· El apoyo incondicional para Israel, independientemente de sus vergonzosos actos, daña los intereses de EE.UU., desestabiliza a regímenes pro-EE.UU como el de Hosi Mubarak en Egipto y del rey Abdullah en Jordania, y hace el juego de los radicales salafíes-yihadistas.
· Librar las guerras de Israel por su cuenta es el método más seguro para conducir al colapso del poder de EE.UU. en Oriente Próximo.
Parece que Walt y Mearsheimer tampoco aceptan que el petróleo, y la rivalidad con Rusia y China, también hayan jugado un papel crucial en el motivo por el que EE.UU. se lanzó a la guerra en Iraq y podría atacar a Irán en el futuro cercano. En todo caso, sólo gente informada como ellos –con credenciales inatacables en los círculos dominantes– podrían haber comenzado, a los niveles más altos del debate público, una discusión seria del pro-sionismo extremo en la vida pública y política de EE.UU.
Mientras tanto, el poder del lobby parece inexpugnable. En marzo de 2007, el Congreso de EE.UU. trató de agregar una provisión a una ley de gastos del Pentágono que habría exigido que el presidente George W Bush obtuviera aprobación del Congreso antes de atacar a Irán. AIPAC se le oponía enérgicamente – porque consideraba que la legislación “sacaría de la mesa” la opción militar. La provisión fue liquidada. El congresista Dennis Kucinich dijo que se debió al AIPAC.
AIPAC armó un lío en 2002, cuando el tema de la reunión anual fue “EE.UU. e Israel firmes contra el terror”. Todos atacaron al mismo tiempo a Arafat, Osama bin Laden, Sadam Husein, al talibán, Hamas, Hezbolá, Irán y Siria – igual como en la carta del PNAC a Bush en abril de 2002 en la que se afirmaba que Israel también combatía a un “eje del mal” junto con EE.UU.
Durante la francachela del AIPAC en 2004, Bush recibió 23 ovaciones de pie al defender su política hacia Iraq. El año pasado, la estrella fue Cheney, al justificar la “oleada” de las tropas en Iraq. Pelosi estuvo presente, como se debe. Pero fue el pastor John Hagee, cuyo apoyo fue rechazado recientemente por McCain, quien hizo su agosto – a pesar de que Hagee sostiene que el “antisemitismo es el resultado de la rebelión de los judíos contra Dios”.
Sobre Irán, fue Hagee quien definitivamente marcó las pautas: “Es 1938; Irán es Alemania y [el presidente Mahmud] Ahmadineyad es el nuevo [Adolf] Hitler. Debemos detener la amenaza nuclear de Irán y estar osadamente junto a Israel”. Recibió múltiples ovaciones de pie. McCain puede estar seguro de que recibirá el mismo trato este año – y ciertamente no le será difícil mantener el mismo mensaje.
No sólo eso sino que los nuevos patronos del país están cometiendo también montones de nuevos errores. “Los soldados y oficiales de la OTAN se han ganado la antipatía de los afganos, no entran en contacto con ellos para nada en su vida cotidiana. Sólo saben comunicarse a través de los cañones de sus armas desde sus vehículos blindados Humvee”. Como diplomático de carrera nombrado para Afganistán en 1977, ve alguna justicia divina en los actuales aprietos estadounidenses. “Pero lo que me satisface aún más es que no haya soldados rusos en la ISAF [Fuerza de Apoyo de Seguridad Internacional], porque no quiero que sufran las mismas consecuencias”.
Kabulov explica que las cosas son ahora mucho peores de lo que fueron en los años de la década de 1980. “Entonces, había allí estructuras sólidas de gobierno y nuestra tarea consistía en apoyarlas y ganarnos su lealtad –es decir, sus corazones y mentes-, pero contábamos con una administración que funcionaba”. Todo eso hace tiempo que desapareció aunque, irónicamente, en la provincia de Helmand y en otros lugares, las fuerzas de la OTAN están combatiendo desde puestos militares construidos originariamente por los soviéticos.
Al menos a los soviéticos les llamaron, aunque sólo fue una facción la que lo hizo: Parcham, de lejos la más benigna, del gobernante PDPA. EEUU se limitó simplemente a lanzar un ultimátum a los gobernantes talibanes para que le entregaran a su antiguo aliado, Osama bin Laden, sabiendo perfectamente que ningún musulmán devoto entregaría a un invitado al enemigo. La oferta de los talibanes de enviarle a un tercer país neutral hasta que se probara su autoría en el 11-S fue rechazada como algo fuera de toda lógica, y EEUU, y finalmente las fuerzas de la OTAN, procedieron a invadir y deponer ilegítimamente al gobierno legítimo, lanzando un ataque aéreo despiadado, utilizando uranio empobrecido en las bombas anti-bunker, en forma tal que, en comparación, los horrores de Vietnam y la ocupación soviética de Afganistán palidecen.
Otra diferencia es que EEUU se las arregló para engatusar al mundo entero para que apoyara la invasión, mientras que, cuando las tropas soviéticas llegaron en 1979, EEUU estaba armando ya a los rebeldes islámicos con todo el material militar más avanzado, como dijo en aquel momento el Subsecretario de Defensa Slocumbe: “Había que meter a los soviéticos en un atolladero tipo Vietnam”. Los estadounidenses tuvieron mucho empeño en mantener el flujo de armamento incluso después de que el presidente soviético Mijail Gorbachev dejara claro que iba a retirar las tropas, utilizando esa oportunidad de oro para clavar el cuchillo tan profundamente como fuera posible en la ahora desintegrada Unión Soviética. Sólo a partir de esa base, la actual invasión estaría muy por delante de donde estaban los soviéticos después de ocho años. Pero hay más.
Así fue, otra diferencia es que mientras los soviéticos estaban proporcionando masivamente ayuda, arrastrando a Afganistán hacia el siglo veinte a través de la educación universal, la igualdad de derechos para la mujer, agua potable para beber –los valores comunistas-, la estrategia de EEUU/OTAN se ha centrado fundamentalmente en combatir los vestigios de los talibanes, colocando la ayuda al final de la lista. En cuanto a la calidad de esa ayuda, mientras los profesores e ingenieros soviéticos no ganaban mucho más que los locales y eran generalmente seleccionados en base a su idealismo, la ayuda occidental está siendo exclusivamente canalizada a través de ONG extranjeras, con profesionales occidentales que se llevan la mayor parte del dinero y viven en condiciones que la población local ni siquiera se atrevería a soñar, originando así un bien ganado resentimiento.
Debería señalarse que desde la retirada soviética en 1989 hasta la invasión estadounidense en 2001, Afganistán fue el olvidado de todos, sin programa occidental alguno de reconstrucción. Desde luego, Rusia estaba en total bancarrota por entonces y no había nada que esperar de su parte. Ahmed Shah Ahmadzai, dirigente muyajaidin y primer ministro en el exilio durante la década de 1990, admite que los muyajaidines fracasaron en los años que siguieron a la retirada soviética. Él es ahora adversario del gobierno actual y se presentó contra el Presidente Hamid Karzai en las últimas elecciones. “En mi opinión, la situación sobre el terreno no difiere de cuando los soviéticos nos imponían su régimen comunista. Las fuerzas actuales están imponiéndonos su supuesta democracia. Estaban equivocados entonces y las actuales fuerzas de la OTAN se están equivocando mucho ahora matando a gente inocente, hombres, mujeres y niños”.
Dados los inmensos avances sobre la experiencia soviética, y habida cuenta de la posibilidad de aprender de los errores soviéticos, no hay realmente excusa para que la tragedia actual siga extendiéndose sin un final a la vista. Cuando llevaron a cabo su invasión de Iraq, los estadounidenses no habían aprendido nada de la invasión británica de la década de 1920 y repitieron exactamente todos los mismos horrores que los británicos infligieron a los iraquíes.
¿Es posible que tanto caos y carnicería sea intencional? Aunque los talibanes no eran precisamente un amor, desarmaron completamente a la nación y acabaron con la producción de opio. De forma parecida, aunque Saddam Hussein difícilmente podría ser el tío favorito de uno, presidía un estado estable de bienestar donde muchos grupos étnicos convivían sin emprenderla los unos contra los otros. En contraste, EEUU ha destruido todas las estructuras estatales en ambos países y convertido a los dos en un basurero de armas. Ha logrado que los pueblos de ambos países se vuelvan unos contra otros, con la perspectiva probable de guerra civil y desintegración en diversos y maleables estados pequeños.
Todo ello en consonancia con los planes israelíes, que por vez primera aparecieron publicados en 1982 en el documento “Una Estrategia para Israel”, un plan para asegurar su “seguridad” (léase: expansión) haciendo del Oriente Medio un mosaico de pequeños estados de base étnica a los que podrían mantener ordenadamente bajo su égida.
Una innovación brillante de EEUU, con la Haganah israelí e Irgun de posibles inspiradores, es la utilización de mercenarios privados para llevar a cabo labores de asesinato y espionaje que las tropas de la OTAN no pueden realizar debido a su “preocupación” por el derecho internacional. Esta política es ya bien conocida de los iraquíes a través de Blackwater. Philip Alston, investigador especial del Consejo de los Derechos Humanos de las Naciones Unidas, se refirió a tres de esos recientes ataques en el sur y en el este de Afganistán durante una visita efectuada la pasada semana, aludiendo a las agencias de inteligencia estadounidenses, aunque no se atrevió a declararlo públicamente. Alston dijo que los ataques eran parte de un problema más amplio de ilegales matanzas de civiles y falta de control en Afganistán. En uno de los incidentes, una serie de tropas que actuaban en el exterior de una base de las Fuerzas Especiales Estadounidenses mataron a dos hermanos. Otro grupo, conocido como Shahin, actúa fuera de Nangahar, al este de Afganistán, que está a cargo de las fuerzas estadounidenses. “En esencia, son compañías de afganos pero que cuentan con un puñado, como mucho, de agentes exteriores que les dirigen. No me consta que estén bajo mando alguno”.
Un oficial occidental cercano a la investigación dijo que hay unidades secretas conocidas como Fuerzas de Campaña de la época en que las Fuerzas Especiales estadounidenses y los espías de la CIA reclutaban tropas afanas para que ayudaran a derrocar a los talibanes durante la invasión estadounidense de 2001. “Se mantuvo a los más brillantes y listos de los tipos de aquellas milicias”, dijo. “Fueron entrenados y rearmados y se les sigue utilizando. El nivel de complacencia en la respuesta ante esos asesinatos es bochornosamente alto”, dijo.
Y hay otra innovación más, la más aterradora de todas, el papel de EEUU al permitir, y quizá incluso facilitar y favorecer, el inmenso aumento de la producción de opio, que, como se mencionó antes, había sido eliminada por los talibanes y que será objeto de análisis en la parte II de este artículo.
Es harto difícil exagerar la extensión del abismo en que ha caído Afganistán bajo la ocupación de EEUU/OTAN o imaginar una salida honorable para los ocupantes. Mercenarios, opio y quién sabe qué, en un guión escrito en el Ministerio israelí de Asuntos Exteriores.
Opio para las Masas
Aunque las actuales ocupaciones de Afganistán e Iraq parecen formar parte de un ambicioso plan de dominación sobre el mundo musulmán por parte de Estados Unidos, ambas situaciones están demostrando ser un problema mucho más grande de lo que hubieran podido suponer sus tétricos planificadores. Y cualquiera que sea el rompecabezas conspiratorio del que Afganistán constituye pieza fundamental, no fue elaborado precisamente en Rusia, a pesar de los actuales intentos estadounidenses de inculpar a Rusia, anterior enemigo número uno, como enemigo número dos después del actual enemigo du jour: el Islam.
Así pues, ¿cuál es la relación actual entre el heredero de la Unión Soviética y sus enemigos?
La abrumadora herencia que para Rusia supone la ocupación soviética de Afganistán puede resumirse en una frase: adicción a la droga; algo que era casi desconocido en la Unión Soviética, pero que se extendió velozmente cuando los soldados soviéticos retornaron en los años de la década de 1980 de aquella cultura, donde el hachís era mucho más barato y se fumaba con más facilidad que el tabaco y donde, desde tiempo inmemorial y sin ningún control, se habían venido cultivando las amapolas del opio. El hachís es ampliamente utilizado por los afganos, no así el opio, que se dedica a exportación o usos medicinales. Pero cuando se añadió al excesivo uso del alcohol típico de los rusos, la utilización de drogas devino pronto en crisis.
La desintegración de la Unión Soviética en diciembre de 1991 trajo como consecuencia que desaparecieran de la noche a la mañana los rigurosos controles fronterizos sobre una sexta parte del planeta, facilitando el tráfico de drogas desde Afganistán a través de Asia Central hasta llegar a Rusia y más al oeste, hasta Europa. Los narcóticos afganos golpearon a Rusia como si fueran un tsunami, amenazando a su ya reducida población. Rusia tiene actualmente alrededor de 6 millones de drogadictos: la cifra se ha multiplicado por veinte desde el colapso de la Unión Soviética, una cantidad inmensa para un país de 142 millones de habitantes.
Rusia es hoy un pálido reflejo de lo que fue la URSS como potencia mundial. Su política exterior ha dado un giro total desde el prudente anti-imperialismo de los días soviéticos, a abrazar, aparentemente, al antiguo enemigo en una primera fase bajo el gobierno de Gorbachov y Yeltsin, e incluso durante el primer gobierno del Presidente Vladimir Putin, que apoyó firmemente el intento estadounidense de derrocar a los talibanes, antes y después del 11-S, y en no ofrecer resistencia frente a EEUU cuando empezó a levantar velozmente un compendio de bases en Uzbekistán, Tayikistán y Kirguizistán.
Sin embargo, cuando Rusia empezó a recuperarse del colapso de la década de 1990, mientras la OTAN se expandía hacia el este, EEUU, bajo el Presidente George W Bush, empezó a causar estragos, al parecer completamente ajeno a las preocupaciones rusas, confiando en que el enemigo de la Guerra Fría se hubiera evaporado y la herencia soviética empezaba a valorarse cada vez mejor. Se tocó fondo cuando, en 2004, Putin denominó el colapso de la Unión Soviética como “tragedia nacional a escala enorme”, y alcanzó su cenit en 2007, cuando criticó a los EEUU en la celebración del Día de la Victoria del 8 de mayo, por su “desprecio hacia la vida humana, proclamas de exclusividad e imposición planetaria, al igual que se hacía en tiempos del Tercer Reich”.
La crisis de drogadicción en Rusia, complicada con la explosión de opio y hachís que se produjo a partir de 2001, y que fluía hacia la federación por cortesía del Afganistán ocupado por la OTAN y EEUU, fue en no menor medida inspiración de esa dura crítica. Lo último que Rusia esperaba cuando abrió sus brazos a Estados Unidos era ver que la política de tolerancia cero de los talibanes hacia el opio iba a dar paso a una inmensa explosión de producción y contrabando de opio, presidida por las fuerzas de la OTAN y de EEUU.
Esta es seguramente la más creativa de todas las innovaciones estadounidenses sobre los soviéticos en Afganistán. Entretanto, se dedican a denunciar firmemente los narcóticos, condenan a los talibanes por pagar diezmos a los campesinos que producen opio e intentan convencer a un crédulo mundo de que están haciendo todo lo que pueden para erradicar este fenómeno. También aparecen una serie de documentales de la BBC/CNN que muestran cómo tropas fuertemente armadas intentan quitarles a esos desagradables afganos su perversa insistencia en producir opio.
Sin embargo, los hechos hablan por sí solos. Los talibanes erradicaron completamente la producción de heroína en 2001. Tres años más tarde, se estaban produciendo de nuevo cosechas extraordinarias de opio, que representaban alrededor de la mitad del producto nacional bruto de Afganistán y el noventa por cien de la heroína mundial. Y no sólo EEUU hacía la vista gorda, sino que se implicaba activamente en el contrabando de drogas, según muchos observadores, entre ellos el Embajador ruso Zamir Kabulov.
Al comentar los extendidos informes de que los aviones de transporte militar estadounidenses son utilizados para sacar las drogas de Afganistán, Kabulov dijo al canal de noticias ruso Vesti: “Si todo eso está haciéndose, no puede llevarse a cabo sin contactar con los afganos, y si un hombre afgano lo sabe, al menos la mitad de Afganistán va a acabar sabiéndolo antes o después. Por eso pienso que es posible, pero no puedo probarlo”. El informe de Vesti decía que los aviones de transporte estadounidenses sacan las drogas de Afganistán hasta las bases de Ganci en Kirguizistán y de Incirlik en Turquía.
El periodista ruso Arkadi Dubnov cita fuentes afganas diciendo que: “El 85% de todas las drogas que se producen en las provincias del sur y del sureste están transportándose hacia el exterior a través de la aviación estadounidense”. Una fuente de los servicios de seguridad afganos dijo a Dubnov que el ejército estadounidense compra drogas a los funcionarios afganos que comercian con los comandantes de campo que supervisan la erradicación de la producción de drogas. Dubnov afirmó en Vesti Novostei que la administración del Presidente Hamid Karzai, junto con sus dos hermanos, Kajum Karsai y Ajmed Vali Karzai, está implicada en el comercio de narcóticos.
Un experto estadounidense en Afganistán, Barnett Rubin, dijo en una conferencia contra las drogas en Kabul el pasado octubre que “Los traficantes de drogas habían infiltrado las estructuras estatales afganas hasta tal nivel, que podrían fácilmente paralizar el trabajo del gobierno si se adoptara la decisión de arrestar a uno de ellos”. El anterior embajador de Naciones Unidas, Richard Holbrooke, declaró el pasado mes de enero que los “funcionarios del gobierno, incluyendo a algunos con estrechos lazos con la presidencia, estaban protegiendo el tráfico de drogas y sacando beneficios de él. Describió el esfuerzo estadounidense en Afganistán contra la droga estadounidense por valor de mil millones al año como el más ineficaz programa de la historia de la política exterior estadounidense. No es sólo por el derroche de dinero. Actualmente sirve para fortalecer a los talibanes y a Al Qaida, así como a elementos criminales dentro de Afganistán”.
Según Vladimir Radyuhin escribió en globalresearch.ca, EEUU y la OTAN no han hecho más que poner trabas a las numerosas ofertas de cooperación para afrontar el problema por parte de la Organización para la Cooperación de Shanghai (SCO, en sus siglas en inglés) y de la Organización del Tratado por la Seguridad Colectiva (CSTO, en sus siglas en inglés) dirigida por Moscú. Un general del Pentágono dijo a Nikolai Bordyuzha, Secretario General de la CSTO: “No estamos combatiendo las drogas porque esa no es nuestra misión en Afganistán”. En 2005, el Presidente tayico Imomali Rajmon, bajo presiones estadounidenses, pidió a los guardias de la frontera rusa en la zona tayico-afgana que se fueran, lo que provocó un agudo incremento del tráfico de drogas a través de la frontera.
Bordyuzha explicó que EEUU estaba intentando establecer estructuras de seguridad rivales en la región para “forzar una cuña geopolítica entre los países de Asia Central y Rusia y reorientar la región hacia EEUU”. “Desgraciadamente, ellos [la OTAN] no están haciendo ni lo más mínimo para reducir la amenaza de las drogas desde Afganistán”, señaló con indignación Putin hace tres años. Acusó a las fuerzas de la coalición de “cruzarse de brazos y limitarse a observar las caravanas que transportaban la droga a través de Afganistán hasta la extinta Unión Soviética y Europa”. El pasado año afirmó sin rodeos que Rusia y Europa habían sido víctimas de “narco-agresión”. El Ministro de Asuntos Exteriores ruso Sergei Lavrov dijo que Afganistán estaba al borde de convertirse en un “narco-estado”. Resulta interesante señalar que el cultivo de las amapolas del opio se está extendiendo, rápidamente también, por Iraq.
Rusia y la CSTO continúan enfrentándose a la indiferencia estadounidense ante esta pesadilla, y han iniciado un programa de ayuda y asistencia militar para Afganistán, que incluye entrenar a una policía antinarcóticos afgana. En la cumbre del SCO en Kirguizistán del pasado agosto, se reveló un proyecto para trabajar con la CSTO en la creación de un “cinturón antinarcóticos” alrededor de Afganistán.
¿Forma todo esto parte de alguna conspiración estadounidense? Desde el punto de vista ruso, parece que sí. El rechazo de EEUU a tomar en serio las quejas rusas puede haberse debido a que el opio de Afganistán necesita de rutas seguras hasta los mercados europeos. Unas cuantas conversaciones con las tropas estadounidenses y/o los mercenarios allí presentes sugieren firmemente que no están allí por razones altruistas. Cui bono?
No es de extrañar que Putin reaccione cada vez más mientras Rusia se enfrenta a la realidad de lo que EEUU está tramando. Los rusos debían haber estado más dispuestos para tomar un poco más en serio su propaganda de la era soviética antes de que fuera demasiado tarde. “Los estadounidenses están trabajando duro para hacer que el negocio de la droga florezca en ambos países”, dijo Mijail Jazin, presidente de la firma de consulta Niakon. “Se dedican consistentemente a destruir la infraestructura local, empujando a la población local a buscar medios ilegales de subsistencia. Y la CIA proporciona protección al tráfico de drogas”. En marzo de 2002, dijo a NewsMax.com: “La CIA hizo exactamente lo mismo durante la Guerra de Vietnam, con consecuencias catastróficas: el aumento del comercio de heroína en EEUU durante los primeros años de la década de 1970 es directamente atribuible a la CIA”.
Aunque apoyó al principio a la Alianza del Norte tayiko que EEUU utilizaba para expulsar a los talibanes e instalar a Hamid Karzai como presidente, Rusia empezó pronto a lamentar haberlo permitido con tal de asegurarse una presencia política fuerte en lo que es claramente su propia patio trasero geopolítico. Cuando las “revoluciones de color”, de inspiración estadounidense, derrocaron a los gobiernos de Kirguizistán, Georgia y Ucrania, y mientras la Europa del Este y los países bálticos acudían en manada a unirse a la OTAN, el contragolpe contra EEUU se fue fortaleciendo.
Por eso, un cuarto de siglo después, los rusos están en una posición muy diferente con respecto a Afganistán, pero en una mucho peor. Todos excepto los estalinistas de línea más dura lamentan ahora el intento de apuntalar al Partido Democrático Popular de Afganistán (PDPA) en su fantasía de convertir Afganistán en una “república socialista soviética”, aunque es duro ver cuál era la opción que tenían los envejecidos miembros del Politbureau. La alternativa, permitir su colapso, habría abierto la puerta a una toma del poder por los islamistas armados por EEUU. Debería recordarse que esto sucedió en los momentos más álgidos de la Guerra Fría, y habría significado que un amistoso, aunque feudal Afganistán, que ahora une fuerzas con una China, Pakistán e Irán hostiles, como vecinos de la Unión Soviética por el sur y este de su propio Turquestán musulmán. Los poco prácticos revolucionarios afganos dirigidos por Nur Muhammad Taraki no tuvieron claramente en mente las grandes preocupaciones soviéticas cuando llevaron a cabo su golpe en 1978. La decisión de acortar la campaña de terror de su sucesor, el Presidente Hafizullah Amin, en diciembre de 1979 –había asesinado al Presidente Taraki y empezó una campaña antirreligiosa por todo el país- no fue tomada a la ligera y se convirtió en el comienzo del fin tanto para la URSS como para Afganistán.
A los soviéticos les pusieron ostensiblemente la zancadilla. Lo que resulta sorprendente no es cuán “impredecibles y hostiles” son los rusos respecto a Occidente estos días, sino cuán indulgentes y conciliadores han sido. Es totalmente incomprensible que sus relaciones con EEUU y la OTAN se hayan estropeado considerablemente desde el 11-S, aunque siempre están dejando abierta la posibilidad de trabajar juntos para estabilizar Afganistán y facilitar su reconstrucción: la deuda soviética fue cancelada este año y se avanza hacia una ayuda mayor y, en abril, en la conferencia de la OTAN en Bucarest, el nuevo embajador ruso ante la OTAN, Dmitri Rogozin, ofreció acelerar el transporte de materiales desde Europa a Afganistán.
Según el analista político que vive en Moscú Fred Weir, Rusia está tratando de conseguir a duras penas un hueco en el orden mundial como una especie de poli bueno frente al poli malo estadounidense, como puede apreciarse en sus posiciones sobre Irán, Corea del Norte y Oriente Medio. Sin embargo, su razón de ser no es sólo apaciguar a EEUU, sino tratar de forma sensible con sus vecinos. Se ha estado negociando una ruta férrea a través de Afganistán hasta Irán y el Golfo Pérsico. La primera visita oficial del Presidente Dimitri Medvedev fue a China. El embajador Kabulov advirtió en una entrevista en el servicio de la BBC en lengua persa: “Vemos la presencia militar de fuerzas armadas de EEUU de América y la OTAN en Afganistán sólo en el marco de nuestra campaña común contra el terrorismo. En cuanto esa presencia persiga ese fin, no nos preocupa. Pero si la presencia militar pretende conseguir otras ventajas económicas o políticas en Afganistán y en la región, van a crearse, cierta y definitivamente, conflictos y preocupaciones bastante serios”.
La tarea de los gobernantes imperiales consiste en inventarse un mundo en el que el enemigo que vayan a atacar –por ejemplo, una potencia emergente como Japón— sea presentado como un invasor; o cuando se trate de movimientos revolucionarios –los comunistas chinos o coreanos— en guerra civil contra un gobernante satélite del imperio como un movimiento de agresión; o bien como una conspiración terrorista vinculada a movimientos antiimperialistas o anticoloniales islámicos o laicos. Las democracias imperialistas del pasado no tenían necesidad de consultar a las masas o de ganarse su apoyo en sus guerras expansionistas; contaban con ejércitos voluntarios, mercenarios y súbditos coloniales dirigidos y mandados por oficiales coloniales. Sólo con la confluencia del imperialismo, de las políticas electorales y de la guerra total surgió la necesidad de conseguir además el consentimiento y el entusiasmo que permitan llevar a cabo el reclutamiento masivo y obligatorio.
Dado que todas las guerras imperiales de Estados Unidos se han librado en ultramar, – lejos de cualquier amenaza de ataque o invasión— los gobernantes estadounidenses se hallan ante la particular tarea de conseguir un casus belli inmediato, espectacular e hipócritamente defensivo.
Con este objetivo, los presidentes de EE UU han creado circunstancias, inventado incidentes y actuado en complicidad con sus enemigos, a fin de excitar el belicoso temperamento de las masas en favor de la guerra.
El pretexto para las guerras son actos de provocación que ponen en marcha una serie de contramedidas por parte del enemigo, que luego se utilizan para justificar una movilización militar masiva por parte del imperio y legitimar así la guerra.
Las provocaciones maquinadas por los Estados requieren la complicidad uniforme de los medios de comunicación de masas en el periodo previo a la guerra abierta, es decir requieren que se presente a la potencia imperial como víctima de su propia y confiada inocencia y sus buenas intenciones. Las cuatro guerras imperiales principales libradas por Estados Unidos en los últimos 67 años recurrieron a provocaciones, pretextos e intensa propaganda por parte de los medios de comunicación de masas con el fin de movilizar a éstas en favor de la guerra. Un ejército de académicos, periodistas y expertos de los medios de comunicación reblandecen al público en preparación para la guerra por medio de escritos y comentarios demonizantes. Todos y cada uno de los aspectos de los objetivos militares se presentan como el mal total –y por ende, totalitario–, en el que hasta la más benigna política está vinculada a unos fines demoníacos del Estado en cuestión.
Dado que el enemigo en ciernes no tiene ningún lado bueno y, peor aún, dado que el Estado totalitario controla todo y a todos, no es posible ningún proceso de reforma interna o de cambio. De ahí que la derrota del mal total sólo pueda alcanzarse mediante la guerra total. El Estado y el pueblo convertidos en objetivos deben ser destruidos a fin de ser redimidos. En pocas palabras, es preciso disciplinar la democracia imperial y convertirla en un monstruo militar basado en la complicidad de las masas con sus crímenes de guerra imperial. La guerra contra el totalitarismo se convierte en el vehículo de control estatal total necesario para la guerra imperial.
En las guerras contra Japón, Corea, Vietnam y la guerra post 11 de septiembre contra un régimen nacionalista, laico e independiente de Iraq y la república islámica de Afganistán, el gobierno estadounidense, con el apoyo uniforme de los medios de comunicación y el Congreso, provocó una respuesta hostil por parte de sus objetivos y maquinó un pretexto en el que se basó la movilización masiva para unas guerras sangrientas y prolongadas.
Provocación y pretexto en la guerra contra Japón.
El presidente Franklin Delano Roosevelt (FDR) puso muy alto el listón en materia de provocación y creación de pretextos capaces de socavar el sentimiento mayoritariamente contrario a la guerra, y de unificar y movilizar el país para el conflicto. Robert Stinnett, en su brillante y documentado estudio Day of Deceit: The Truth About FDR and Pearl Harbor (El día del engaño. La verdad sobre FDR y Pearl Harbor) demuestra que Roosevelt provocó la guerra con Japón al seguir metódica y deliberadamente un programa de ocho pasos de hostigamiento y bloqueo contra Japón desarrollado por el comandante Arthur H. McCollum, director del Departamento de Extremo Oriente de la Oficina de Inteligencia de la Marina de Estados Unidos. En el estudio se presenta una documentación sistemática de los telegramas estadounidenses en los que se informaba del seguimiento de la armada japonesa hacia Pearl Harbor, que demuestran claramente que Roosevelt supo de antemano del ataque japonés a la citada base, al haber seguido cada paso de la flota japonesa a lo largo de su recorrido.
Peor aún, Stinnett revela que al almirante H.E. Kimmel, encargado de la defensa de Pearl Harbor, se le negó el acceso a los decisivos informes del espionaje estadounidenses relativos a los movimientos de aproximación de la flota japonesa, con lo que le impidió la defensa de la base. El ataque furtivo de los japoneses, que produjo la muerte de más de 3.000 militares estadounidenses y la destrucción de un gran número de buques y aviones, provocó con éxito la guerra que FDRoosevelt había deseado. En la etapa anterior al ataque, el presidente Roosevelt había ordenado la ejecución del memorando de octubre de 1940 elaborado por los servicios de inteligencia de la Marina y cuyo autor fue el citado McCollum, con las ocho medidas concretas equivalentes a acciones de guerra, entre otras el bloqueo económico de Japón, el suministro de armas a los enemigos de Japón, impedir a Tokio el acceso a determinadas materias primas de valor estratégico para su economía, y la denegación de acceso portuario, con todo lo cual se provocaba la confrontación militar. Para superar el rechazo generalizado a la guerra, Roosevelt necesitaba que Japón cometiese una acción espectacular, destructiva e inmoral contra una base militar estadounidenses claramente defensiva que convirtiese a la pacifista opinión pública norteamericana en una máquina de guerra cohesionada, indignada y biempensante. De ahí la decisión presidencial de rebajar la defensa de Pearl Harbor al negar al almirante Kimmel, datos básicos sobre el previsto ataque del 7 de diciembre de 1941. El precio pagado por EE UU fue de 2.923 muertos y 879 heridos, y una acusación y juicio contra el almirante Kimmel por negligencia. A cambio, Roosevelt consiguió su guerra. El exitoso resultado de la estrategia de Roosevelt condujo a medio siglo de supremacía imperial en la región de Asia y el Pacífico. Sin embargo, un resultado no previsto fue la derrota de las tropas imperiales japonesas y estadounidenses en China continental y en Corea del Norte por los victoriosos ejércitos comunistas de liberación nacional.
Provocación y pretexto en la guerra contra Corea
La incompleta conquista de Asia, tras la derrota del imperialismo japonés a manos de Estados Unidos, y en particular los levantamientos revolucionarios en China, Corea e Indochina, plantearon un desafío estratégico a los constructores del imperio estadounidense. La masiva ayuda financiera y militar que facilitaron a sus satélites chinos no pudo impedir la victoria del Ejército Rojo antiimperialista. El presidente Harry Truman se halló ante un grave dilema: cómo consolidar la supremacía imperial estadounidense en el Pacífico en una era de crecientes levantamientos nacionalistas y comunistas, cuando una gran mayoría de los soldados y civiles estadounidenses, hartos de guerra, exigían la desmovilización y el regreso a la vida y la economía civil. Como Roosevelt en 1941, Truman tenía que provocar una confrontación tal que pudiese dramatizarse como un ataque ofensivo contra Estados Unidos –y sus aliados– y que pudiese servir como pretexto para vencer la generalizada resistencia a otra guerra imperial.
Truman y el mando militar del Pacífico, a cargo del general Douglas MacArthur, optaron por la península de Corea como escenario para la detonación de la guerra. Durante la guerra coreano-japonesa, las fuerzas guerrilleras comunistas habían liderado la guerra de liberación nacional contra el ejército japonés y sus colaboradores coreanos. Tras la derrota de Japón, la revuelta nacional se convirtió en lucha social revolucionaria contra las clases altas coreanas, colaboradoras de los ocupantes japoneses. Tal como señala Bruce Cumings en su clásica obra The Origins of Korean War (Los orígenes de la guerra de Corea), la guerra civil precedió y definió el conflicto antes y después de la ocupación estadounidense y la división de Corea en un Norte y un Sur. Los avances políticos del movimiento nacional de masas, dirigido por los comunistas antiimperialistas junto al descrédito de los colaboradores coreanos de las fuerzas de ocupación, socavaron los esfuerzos de Truman por dividir arbitrariamente el país geográficamente. En plena guerra civil de clases, Truman y MacArthur crearon una provocación: intervinieron para establecer bases militares y un ejército de ocupación estadounidenses, y armaron a los anteriores colaboradores con la ocupación japonesa, de carácter antirrevolucionario. La presencia hostil de Estados Unidos en un mar de ejércitos antiimperialistas y movimientos sociales civiles condujo inevitablemente a la escalada del conflicto social, en el que los satélites coreanos de Estados Unidos llevaban las de perder. A medida que el Ejército Rojo avanzaba con rapidez desde sus bases en el Norte y unía sus fuerzas a los movimientos sociales revolucionarios del Sur se encontró con una feroz represión y matanzas de civiles, trabajadores y campesinos antiimperialistas a manos de los colaboradores de EE UU, de quien recibían el armamento. Ante la inminente derrota, Truman declaró que la guerra civil era realmente una invasión de los coreanos del Norte contra el territorio del Sur. Truman, como Roosevelt estaba dispuesto a sacrificar a las tropas estadounidenses colocándolas bajo el fuego directo de los ejércitos revolucionarios, a fin de militarizar y movilizar la opinión pública estadounidense en defensa de sus avanzadillas imperiales en la parte septentrional de la península de Corea.
En los preparativos de la invasión estadounidense de Corea, Truman, el Congreso y los medios de comunicación llevaron a cabo una campaña de propaganda y purga de las organizaciones pacifistas y antimilitaristas en toda la sociedad civil estadounidense. Decenas de miles de personas perdieron sus empleos, centenares fueron encarceladas y centenares de miles fueron puestos en listas negras. Los sindicatos y las organizaciones cívicas fueron copados por individuos favorables a la guerra y al imperio. La propaganda y las purgas facilitaron la propagación del peligro de una nueva guerra mundial, so pretexto de que la democracia estaba amenazada por el totalitarismo comunista en expansión. En realidad, la democracia había sido degradada en preparación de una guerra imperial destinada a sostener a un satélite y conseguir una cabeza de playa militar en el continente asiático.
La invasión estadounidense de Corea en sostén de su tiránico satélite fue presentada como una respuesta a la invasión de Corea del Norte contra Corea del Sur, y a la amenaza a nuestros soldados defensores de la democracia. Las elevadas pérdidas sufridas por las tropas estadounidenses en retirada desmintieron las declaraciones del presidente Truman de que esa guerra imperial era sólo una operación policial. A finales del primer año de la guerra imperial, la opinión pública se volvió contra la guerra y pasó a considerar a Truman como un guerrerista mentiroso. En 1952, el electorado optó por el general Dwight Eisenhower y su promesa de terminar con la guerra, y en 1953 se logró un armisticio. El uso de una provocación militar por parte de Truman para detonar un conflicto con los ejércitos revolucionarios coreanos triunfantes y luego la manipulación del pretexto de un supuesto peligro para las fuerzas estadounidenses le permitió lanzar una guerra pero no conseguir una victoria completa: la guerra finalizó con una Corea dividida. Truman abandonó la presidencia en desgracia y descrédito, y en la opinión pública predominó el antibelicismo durante el siguiente decenio.
El pretexto del incidente del golfo de Tonkín y la guerra de Indochina
La invasión y la guerra de Estados Unidos contra Vietnam forman parte de un proceso prolongado que comenzó en 1954 y duró hasta la derrota final de 1975. De 1954 a 1960 Estados Unidos envió asesores militares para entrenar el ejército del corrupto, impopular y fracasado régimen colaboracionista del presidente Ngo Dinh Diem. Con la elección del presidente John F. Kennedy, Washington aumentó drásticamente el número de asesores militares, comandos –los llamados boinas verdes– y escuadrones de la muerte (Plan Phoenix). A pesar de la intensificación de la participación estadounidense y su papel preponderante en la dirección de las operaciones militares, el subalterno ejército survietnamita estaba perdiendo la guerra contra Fuerzas Armadas Populares de Liberación (Viet Cong) y el Frente de Liberación Nacional de Vietnam del Sur (FNL), que contaban con el apoyo claro de la abrumadora mayoría del pueblo vietnamita.
Tras el asesinato del presidente Kennedy, Lyndon Johnson asumió la presidencia y se halló ante el inminente colapso del régimen títere vietnamita y la derrota de su protegido, el ejército de Vietnam del Sur.
Estados Unidos perseguía dos objetivos estratégicos con la guerra de Vietnam. El primero estaba relacionado con el establecimiento de una serie de gobiernos satélites y bases militares en Corea, Japón, Filipinas, Taiwan, Indochina, Pakistán, Birmania septentrional (por mediación de los señores del opio, descendientes del Kuomingtang, y los secesionistas shan) y Tíbet, con el objetivo general de rodear a China, desarrollar operaciones de comandos en el interior de este país con ayuda de las fuerzas militares subordinadas, y bloquear el acceso de este país a sus mercados naturales. El segundo objetivo estratégico en la invasión y ocupación estadounidense de Vietnam era parte de su programa general de destrucción de los poderosos movimientos nacionales de liberación y antiimperialistas existentes en Asia del Suroeste, en particular en Indochina, Indonesia y Filipinas. El objetivo era la consolidación de regímenes clientelares que permitiesen establecer bases militares, desnacionalizasen y privatizasen sus materias primas y proporcionasen apoyo político y militar a la construcción del imperio estadounidense. La conquista de Indochina era parte esencial de dicha construcción imperial en Asia. Washington contaba con que al derrotar al país más potente del Sureste asiático y el movimiento antiimperialista más importante de la zona, los países vecinos, en particular Laos y Camboya, caerían fácilmente.
Washington tuvo que hacer frente a múltiples problemas. En primer lugar, debido al colapso del régimen y el ejército títeres survietnamitas Estados Unidos tuvo que proceder a una escalada masiva de su presencia militar, en la que sus propias fuerzas sustituyeron a las del régimen títere y extendieron e intensificaron sus bombardeos a Vietnam del Norte, Camboya y Laos. En pocas palabras, convirtió una guerra encubierta y limitada en una guerra masiva y de dominio público.
El segundo problema fue la reticencia de importantes sectores de la opinión pública estadounidense, en particular los estudiantes universitarios –y sus progenitores de clase media y clase trabajadora–, que se hallaban ante el reclutamiento obligatorio y que eran opuestos a la guerra. La escala y la amplitud de la participación militar prevista y considerada necesaria para vencer en la guerra imperial requería un pretexto, una justificación.
El pretexto debía ser concebido de modo que pudiese presentarse a los ejércitos invasores estadounidenses en situación de respuesta a un ataque inesperado de una potencia agresora (Vietnam del Norte). El presidente Johnson, el secretario de Defensa, el alto mando de la Marina y la Fuerza Aérea, el Consejo Nacional de Seguridad, todos actuaron de modo concertado. Lo que se conoció como el incidente del golfo de Tonkín partió de una información inventada sobre un par de supuestos ataques, los días 2 y 4 de agosto de 1964, frente a la costa de Vietnam del Norte por parte de las fuerzas navales de la República Democrática de Vietnam contra dos destructores estadounidenses: el USS Maddox y el USS Turner Joy. Utilizando como pretexto el relato inventado de dichos ataques, el Congreso estadounidense aprobó casi por unanimidad la Resolución del Golfo de Tonkín, de 7 de agosto de 1964, que puso en manos del presidente Johnson todos los poderes para desarrollar la invasión y ocupación de Vietnam, que en 1966 llegó a la cifra de 500.000 efectivos militares estadounidenses. La Resolución del Golfo de Tonkín autorizó al presidente Johnson a llevar a cabo operaciones militares en toda Asia suroriental sin necesidad de una declaración de guerra, a la vez que le proporcionaba la libertad de “tomar todas las medidas necesarias, incluso el uso de la fuerza armada, en apoyo de todo miembro o Estado incluido en el protocolo del Tratado de Defensa Colectiva de Asia del Sureste que pida asistencia en defensa de la libertad.”
El 5 de agosto de 1964, Lyndon Johnson se dirigió al país por radio y televisión, y anunció un bombardeo masivo de represalia sobre instalaciones navales norvietnamitas, operación bautizada como Pierce Arrow. En 2005, algunos documentos oficiales hechos públicos por el Pentágono, el Organismo de Seguridad Nacional (NSA) y otros departamentos gubernamentales revelaron que no hubo ataque vietnamita. Al contrario, según el Instituto Naval de Estados Unidos, en 1961 había comenzado ya un programa de ataques secretos a cargo de la CIA contra Vietnam del Norte, que fue retomado por el Pentágono en 1964. Estos ataques marítimos a la costa norvietnamita realizados por medio de patrulleras ultrarrápidas de fabricación noruega (adquiridas por EE UU para la marina títere survietnamita y bajo control directo de la marina estadounidense) fueron parte de la operación. El secretario de Defensa, Robert McNamara, reconoció ante el Congreso que buques de guerra estadounidenses participaron en ataques a la costa norvietnamita antes del llamado incidente del Golfo de Tonkín, desmontando las acusaciones del presidente Johnson de un ataque no provocado. La principal mentira, no obstante, fue la afirmación de que el USS Maddox respondió al ataque de una patrullera norvietnamita. Los buques vietnamitas, según informaciones posteriores de la NSA hechos públicos en 2005, ni siquiera llegaron a acercarse al Maddox y se hallaban a una distancia superior a los nueve kilómetros. El buque estadounidense realizó tres disparos de cañón y luego afirmó haber sufrido daños en su quilla por disparos de una ametralladora calibre 14.5 mm. El ataque del 4 de agosto nunca tuvo lugar. El capitán John Herrick, del USS Turner Joy, afirmó por cable que “muchos de los contactos y disparos de torpedos parecen dudosos… No ha habido contacto visual (de buques norvietnamitas) por el Maddox.”
Las consecuencias del montaje del incidente y la provocación del Golfo de Tonkín fueron la justificación de una escalada de guerra que costó la vida a cuatro millones de personas en Indochina, y que mutiló, desplazó e hirió a varios millones más, además de causar la muerte de 58.000 militares estadounidenses y heridas a medio millón más en un esfuerzo fallido de construcción militarista del imperio. En otros lugares de Asia, los constructores del imperio estadounidense consolidaron sus gobiernos títere: en Indonesia, que tenía uno de los mayores partidos comunistas legales del mundo, un golpe militar diseñado por la CIA, con la aprobación de Johnson, llevó al poder al general Suharto, quien asesinó a más de un millón de sindicalistas, campesinos, intelectuales progresistas, maestros y comunistas (junto a los miembros de sus familias).
Lo llamativo de la declaración de guerra de EE UU en Vietnam es que este país no respondió a las provocaciones de la Marina que sirvieron de pretexto para la guerra. Por consiguiente, Washington tuvo que inventarse una respuesta vietnamita para poder utilizarla como pretexto para la guerra.
La idea de inventarse falsas amenazas militares –como el incidente del golfo de Tonkín— y luego utilizarlas como pretexto para lanzar la guerra contra Vietnam se repitió en el caso de las invasiones de Iraq y Afganistán. De hecho, los creadores de las políticas del gobierno de Bush que lanzaron las dos citadas guerras, intentaron impedir la publicación de un informe realizado por el más alto comandante de la Marina, en el que refería cómo la NSA distorsionó los informes de inteligencia relativos al incidente de Tonkín a fin de cumplir el ardiente deseo del gobierno de Johnson de contar con un pretexto para la guerra.
El pretexto del 11 de septiembre y las invasiones de Iraq y Afganistán
En 2001, la gran mayoría del público estadounidense estaba preocupado por una serie de problemas internos: la recesión económica, la corrupción empresarial (Enron, WorldCom, etc.), el estallido de la burbuja punto com o cómo evitar un nuevo enfrentamiento militar en Oriente Próximo. No se percibía en Estados Unidos ningún interés en ir a la guerra por Israel, ni lanzar una nueva contra Iraq, especialmente después de la derrota y humillación de este país diez años antes, y de las brutales sanciones económicas que se le habían impuesto. Las compañías petroleras estadounidenses negociaban nuevos acuerdos con los países del Golfo y tenían en perspectiva, con algo de suerte, un Oriente Próximo estable y en paz con el único borrón de Israel y sus salvajes ataques contra los palestinos y sus amenazas a sus adversarios. En la elección presidencial del año 2000, George W. Bush fue elegido a pesar de haber perdido en la votación popular, en gran parte gracias a manejos electorales (con la complicidad del Tribunal Supremo) que impidieron el voto de parte de la población de raza negra en Florida. La belicosa retórica de Bush, y su énfasis en la seguridad nacional, tuvo ecos sobre todo en sus asesores sionistas y en el lobby pro israelí; el resto de estadounidenses hizo oídos sordos. Esta brecha entre los planes para Oriente Próximo de sus principales cargos sionistas en el Pentágono, la oficina del vicepresidente y el NSC, y las preocupaciones del pueblo estadounidense en general con sus problemas internos era llamativa. Ni los artículos de los periódicos sionistas, ni la retórica y la teatralidad anti árabe y anti musulmana proferida por Israel y sus portavoces en EE UU tenían repercusión sobre la opinión pública. En general, nadie creía en una amenaza inminente para la seguridad nacional por un ataque terrorista catastrófico, definido como un ataque con armas químicas, biológicas o nucleares. La opinión pública estadounidense estimaba que las guerras de Israel en Oriente Próximo y la exigencia por parte de sus voceros en Estados Unidos de una intervención no formaban parte de sus vidas ni de los intereses nacionales.
El principal desafío de los militaristas del gobierno de Bush era cómo hacer que la opinión pública estadounidense apoyase el nuevo programa bélico para Oriente Próximo a falta de cualquier tipo de amenaza visible, creíble e inmediata por parte de un país soberano de Oriente Próximo.
Los sionistas gozaban de posiciones privilegiadas en todos los puestos clave de gobierno como para lanzar una guerra ofensiva de alcance mundial. Tenían ideas claras sobre qué países atacar (los adversarios de Israel en Oriente Próximo), habían definido la ideología pertinente (guerra contra el terrorismo, defensa preventiva), habían proyectado una secuencia bélica, y habían vinculado su estrategia bélica regional a una ofensiva militar global contra todo tipo de gobiernos, movimientos y líderes opuestos a la construcción imperial por los medios militares estadounidenses. Lo único que necesitaban era coordinar a la élite para facilitarle un incidente terrorista catastrófico que pudiera desencadenar la nueva guerra mundial que habían expuesto y defendido públicamente.
La clave del éxito de la operación consistía en incitar a los terroristas y en propiciar una negligencia calculada y sistemática, marginando deliberadamente a los agentes de los servicios secretos y los informes de organismos de inteligencia que identificaban a los terroristas, sus planes y sus métodos. En subsiguientes audiencias de investigación, era preciso fomentar la imagen de negligencia, ineptitud burocrática y fallos de seguridad a fin de cubrir la complicidad del gobierno en el éxito de los terroristas. Era absolutamente esencial contar con un elemento que permitiera movilizar un apoyo masivo y ciego al lanzamiento de una guerra mundial de conquista y destrucción centrada en los países y los pueblos árabes y musulmanes, y este elemento era un acontecimiento catastrófico del que pudiera responsabilizarse a éstos.
Después del choque inicial del 11 de septiembre y la campaña propagandística desencadenada, que saturó los hogares estadounidenses, algunos elementos críticos comenzaron a cuestionar los preparativos del atentado, especialmente cuando algunos informes de organismos de inteligencia nacionales y extranjeros comenzaron a difundir que los responsables estadounidenses de las políticas tenían informaciones claras de los preparativos del ataque terrorista. Tras muchos meses de presión popular sostenida, el presidente Bush procedió a crear una comisión de investigación de los hechos del 11 de septiembre, presidida por antiguos políticos y funcionarios gubernamentales. Philip Zelikow, académico y ex funcionario gubernamental, destacado defensor de la defensa preventiva (es decir, la política de guerra ofensiva promovida por los militantes sionistas del Gobierno), fue nombrado director ejecutivo encargado de preparar y redactar el informe oficial de la Comisión de Investigación del 11 de septiembre. Zelikow estaba al corriente de la necesidad de un pretexto –como el del 11 de septiembre– para lanzar una guerra permanente de ámbito mundial que él mismo había recomendado. Con una sagacidad que sólo podía venir de alguien familiarizado con el montaje que condujo a la guerra, Zelikow había escrito: “Como Pearl Harbor, este acontecimiento dividiría a nuestro pasado y nuestro futuro en un antes y un después. Estados Unidos (sic) podría responder con medidas draconianas, reducción de las libertades civiles, una mayor vigilancia de los ciudadanos, la detención de sospechosos y la utilización de fuerza letal (tortura)”, (véase Philip Zelikow y otros, Catastrophic Terrorism – Tackling the New Dangers, Foreign Affairs, 1998).
Zelikow dirigió el informe de la Comisión que eximió al gobierno de todo conocimiento o complicidad en el 11-S, pero que convenció a pocos estadounidenses, al margen de los medios de comunicación y el Congreso. Las encuestas realizadas en el verano de 2003 sobre los datos y las conclusiones de la Comisión mostraron que una mayoría de la opinión pública estadounidense, especialmente la población neoyorquina, expresaba públicamente un alto grado de desconfianza y rechazo. El público sospechaba de la complicidad del Gobierno, especialmente cuando se reveló que Zelikow había consultado a algunas de las principales figuras investigadas, como el vicepresidente Dick Cheney y el gurú presidencial Karl Rove. En respuesta a los ciudadanos escépticos, Zelikow tuvo un rapto de locura y calificó a los no creyentes de “gérmenes patógenos cuya infección debía combatirse.” Con un lenguaje que recordaba la retórica social-darwinista hitleriana, se refirió a las críticas al encubrimiento de la Comisión como “bacterias que pueden infectar el cuerpo entero de la opinión pública.” Sin duda, este berrinche pseudocientífico reflejó el miedo y asco que Zelikow siente por los que lo involucraron con un régimen militarista que inventó el pretexto para una guerra catastrófica en favor del Estado favorito de Zelikow: Israel.
A lo largo de la década de 1990, la construcción imperial desarrollada por EE UU e Israel había tomado una renovada virulencia: Israel siguió despojando a los palestinos y ampliando sus asentamientos coloniales; y George Bush senior invadió Iraq y destruyó sistemáticamente la infraestructura económica militar y civil de este país, a la vez que fomentaba la creación del estado satélite de Kurdistán, tras la adecuada limpieza étnica, al norte del país. Como su antecesor, Ronald Reagan, el presidente George H. Bush dio su apoyo a fuerzas irregulares anticomunistas en su conquista de Afganistán, fuerzas que libraron una guerra santa contra un gobierno laico nacionalista y de izquierdas. Al mismo tiempo, intentó equilibrar la construcción imperial por vía militar con la expansión del imperio económico estadounidense, sin ocupar Iraq y tratando, sin éxito, de frenar la expansión colonial israelí en Cisjordania.
Con la llegada de Bill Clinton a la presidencia, se retiraron todas las trabas a la construcción militar del imperio. Clinton provocó una destructiva guerra balcánica, bombardeó sin piedad y desmembró Yugoslavia, bombardeó periódicamente Iraq y amplió las bases militares estadounidenses en los Emiratos Árabes. Bombardeó la principal fábrica de productos farmacéuticos de Sudán, invadió Somalia e intensificó el criminal boicot económico a Iraq que produjo la muerte de unos 500.000 niños. En el seno del gobierno de Clinton, algunos sionistas liberales pro Israel se unieron a los constructores del imperio en posiciones clave para la elaboración de políticas. La expansión militar y la represión israelíes alcanzaron nuevas cotas a medida que los colonos judíos financiados por EE UU y las fuerzas militares israelíes, fuertemente armadas, asesinaban a adolescentes palestinos desarmados que protestaban contra la presencia en los territorios ocupados durante la primera Intifada. En otras palabras, Washington amplió su penetración y ocupación militar en los países y las sociedades árabes, desacreditando y debilitando así el poder de sus gobiernos satélites sobre sus respectivos pueblos.
Estados Unidos puso fin a la ayuda militar que había dado a los grupos armados anticomunistas islámicos de Afganistán, una vez alcanzados los objetivos estadounidenses de destrucción del régimen laico apoyado por la Unión Soviética (acompañada por el asesinato de miles de maestros.) Como consecuencia de la financiación estadounidense se creó una vasta y desestructurada red de combatientes islámicos bien entrenados dispuestos a la lucha contra otros regímenes. Muchos de ellos fueron trasladados por el gobierno de Clinton a Bosnia, donde los combatientes islámicos combatieron en una guerra por delegación y separatista contra el gobierno central, laico y socialista, de Yugoslavia. Otros recibieron financiamiento para desestabilizar Irán e Iraq, y fueron considerados por Washington como fuerzas de choque para futuras conquistas militares estadounidenses. No obstante, la coalición imperial de Clinton, formada por colonialistas israelíes, combatientes mercenarios islámicos y separatistas kurdos y chechenos se deshizo a medida que Estados Unidos e Israel avanzaban hacia la guerra y la conquista de Estados árabes y musulmanes, y Estados Unidos ampliaba su presencia militar en Arabia Saudí, Kuwait y los Estadosos del Golfo.
No fue fácil vender la construcción del imperio basado en el dominio militar contra Estados nación existentes; ni al público estadounidense, ni a los constructores del imperio basado en el mercado de Europa Occidental y Japón, ni a los emergentes de China y Rusia. Washington tuvo que crear las condiciones para una provocación de gran envergadura, que superase o debilitase la resistencia y oposición de los constructores del imperio rivales. Más concretamente, Washington necesitaba un acontecimiento catastrófico capaz de dar la vuelta a la opinión pública, que se había opuesto a la primera guerra del Golfo y que luego apoyó una rápida retirada de las tropas estadounidenses de Iraq en 1990.
Los acontecimientos del 11 de septiembre de 2001 sirvieron a los fines de los constructores militaristas del imperio de Estados Unidos e Israel. La destrucción del World Trade Center y la muerte de casi 3.000 civiles sirvió de pretexto para una serie de guerras coloniales, ocupaciones coloniales y actividades terroristas en todo el mundo, y consiguió el apoyo unánime del Congreso estadounidense a la vez que desencadenaba una campaña de propaganda masiva en todos los medios, a favor de la guerra.
La política de provocaciones militares
Los diez años durante los cuales se mató de hambre a 23 millones de árabes iraquíes con el boicot económico de Clinton, acompañado de intensos bombardeos, fueron una constante provocación a las comunidades y los ciudadanos árabes en todo el mundo. El apoyo al despojo sistemático de las tierras de los palestinos, acompañado de la violación de los lugares sagrados islámicos de Jerusalén fue una grave provocación que desencadenó docenas de ataques suicidas en represalia. La construcción y el funcionamiento de las bases militares estadounidenses en Arabia Saudí, país en el que se halla la ciudad santa de La Meca, fue una provocación para millones de musulmanes creyentes y practicantes. El ataque y la ocupación estadounidense e israelí del sur del Líbano y la matanza de 17.000 libaneses y palestinos fue una provocación para los árabes.
Gobernados por pusilánimes gobiernos sometidos a los intereses estadounidenses e incapaces de dar respuesta a la brutalidad israelí contra los palestinos, los ciudadanos árabes y los creyentes musulmanes se han visto impulsados sin cesar por los gobiernos de Bush y, especialmente, Clinton a responder a sus continuas provocaciones. Frente a la decisiva desproporción de su potencia de fuego respecto al avanzado armamento de las fuerzas de ocupación estadounidenses e israelíes (helicópteros artillados Apache, bombas de 2.500 kilos, aviones asesinos no tripulados, transportes acorazados, bombas de racimo, napalm y misiles) la resistencia árabe e islámica dispone solo de armas ligeras: fusiles automáticos, lanzagranadas, misiles katiusha de corto alcance y poca precisión, y ametralladoras. La única arma que poseen en abundancia como represalia son las suicidas bombas humanas.
Hasta el 11 de septiembre, las guerras imperiales contra las poblaciones árabes e islámicas tuvieron por escenario los objetivos y las tierras ocupadas en las que vivía, trabajaba y compartía sus vidas la gran masa de población. En otras palabras, todos (la mayor parte, en el caso de Israel) los efectos destructivos de sus guerras (asesinatos, destrucción de viviendas y poblaciones enteras y pérdidas humanas) fueron producto de las acciones bélicas de EE UU e Israel, países inmunes a una acción de represalia en su propio territorio.
El 11 de septiembre de 2001 se produjo el primer ataque a gran escala árabe-islámico coronado por el éxito sobre territorio estadounidense en esta prolongada y unilateral guerra. La precisa sincronización del 11-S coincide con la llegada a los puestos decisorios en la política bélica estadounidense para Oriente Próximo de una serie de sionistas extremistas, colocados en los más altos puestos del Pentágono, la Casa Blanca y el Consejo Nacional de Seguridad (NSC), y que dominaban las políticas del Congreso hacia Oriente Próximo. Los antiimperialistas árabes e islámicos estaban convencidos de que los constructores militaristas del imperio estaban poniendo a punto un asalto frontal de todos los centros restantes de oposición al sionismo en Oriente Próximo, entre otros Iraq, Irán, Siria, Líbano meridional, Cisjordania, Gaza, así como Afganistán en Asia meridional y Sudán y Somalia en África del Noreste.
Este programa de guerras ofensivas había sido esbozado por la élite sionista estadounidense, encabezada por Richard Pearl, para el Israeli Institute for Advanced Strategic and Political Studies en un documento de política titulado A Clean Break: A New Strategy for Securing the Realm (Una oportunidad clara. Nueva estrategia para proteger el Reino). El documento fue elaborado en 1996 para el primer ministro israelí de extrema derecha Benjamin Netanyahu antes de su toma de posesión.
El 28 de septiembre de 2000, a pesar de las advertencias de muchos observadores, el general Ariel Sharon, infame autor de la masacre de refugiados palestinos en los campos de Sabra y Chatila, profanó la mezquita de Al Aqsa, en Jerusalén, acompañado de todo su equipo de mando militar, lo que constituyó una deliberada provocación religiosa y le reportó la elección como primer ministro por el partido de extrema derecha Likud. Esta acción condujo a la segunda Intifada y a la salvaje respuesta de los israelíes. El total apoyo de Washington a Sharon simplemente reforzó la creencia generalizada entre los árabes de todo el mundo de que la solución sionista basada en purgas étnicas masivas formaba parte del programa de Washington.
El grupo coordinador entre los constructores de imperio estadounidenses y sus socios en Israel ha sido el influyente grupo sionista especializado en políticas públicas, autor del documento titulado Proyecto para un Nuevo Siglo Americano (PNAC), de 1998, en el que se establece una hoja de ruta detallada de la dominación de Estados Unidos sobre el mundo, que, como por casualidad, se centraba sólo en el Oriente Próximo y coincidía exactamente con la visión de Tel Aviv de una región dominada por Israel y Estados Unidos. En 2000, los ideólogos sionistas del PNAC publicaron un documento de estrategia titulado Rebuilding America’s Defenses (Reconstruyendo las defensas de Estados Unidos) que establecía las directrices que los nuevos responsables sionistas seguirían exactamente a su llegada a los más altos niveles del Pentágono y la Casa Blanca. Las directrices del PNAC establecían, entre otros, la creación de bases militares avanzadas en Oriente Próximo, el aumento del gasto militar del 3% al 4% del PIB, un ataque militar destinado a derrocar a Sadam Hussein, y una confrontación militar con Irán utilizando el pretexto de las amenazantes armas de destrucción masiva.
El programa del PNAC no podía llevarse a cabo sin un acontecimiento catastrófico del tipo Pearl Harbor, tal como percibieron enseguida los constructores militaristas del imperio, los israelíes y los responsables sionistas de las políticas estadounidenses. La negativa deliberada por parte de la Casa Blanca y sus 16 organismos de inteligencia, así como del Departamento de Justicia, de hacer un seguimiento de algunos informes precisos relativos a la entrada en el país de terroristas, su entrenamiento, financiación y planes de acción fue un caso de negligencia planificada. El propósito consistía en permitir que el ataque se produjese, e inmediatamente lanzar la mayor oleada de invasiones militares y actividades de terrorismo de Estado desde el final de la guerra de Vietnam.
Israel, que había identificado y mantenido bajo estrecha vigilancia a los terroristas, aseguró que la acción se realizaría sin interrupción. Durante los ataques del 11-S, sus agentes llegaron a registrar en vídeo y fotografía las torres del WTC en el momento de las explosiones, a la vez que bailaban de alegría en anticipación de la adopción por Washington de la estrategia militarista de Israel para Oriente Próximo.
La construcción militarista del imperio y la conexión sionista
La construcción militarista del imperio precedió a la llegada al poder en el gobierno de Bush de la Configuración del Poder Sionista (1) (Zionist Power Configuration, ZPC), y la persecución de sus fines, tras el 11-S, la realizaron al unísono la ZPC y los militaristas estadounidenses de siempre, como Donald Rumsfeld y Dick Cheney. Las provocaciones contra los árabes y los musulmanes que condujeron a los ataques fueron inducidas conjuntamente por Estados Unidos e Israel, y la actual ejecución de la estrategia militarista hacia Irán es otra empresa conjunta de los sionistas y los militaristas estadounidenses.
Lo que sí aportaron los sionistas, que no tenían los militaristas estadounidenses, fue un lobby organizado y masivo, dotado de financiación, propagandistas y respaldo político a la guerra. Los principales ideólogos gubernamentales, expertos de los medios de comunicación, académicos, redactores de discursos y asesores de guerra venían en gran parte de las filas del sionismo estadounidense. Los aspectos más perjudiciales del papel sionista en la ejecución de la política de guerra tienen que ver con la destrucción y el desmantelamiento del estado iraquí. Los responsables sionistas de las políticas promovieron la ocupación militar estadounidense y apoyaron la presencia militar masiva estadounidense en la región en vistas de sucesivas guerras contra Irán, Siria y otros adversarios de la expansión israelí.
En su empeño de una construcción militarista del imperio, con arreglo a la versión de Israel, los militaristas sionistas en el gobierno de Estados Unidos superaron las expectativas anteriores al 11-S, con un aumento del gasto militar que pasó del 3% del PIB en 2000 al 6% en 2008, con un crecimiento del 13% annual desde 2001 a 2008. Como resultado, el déficit presupuestario estadounidense alcanzará los diez billones de dólares (10.000.000.000.000) en 2010, lo que duplica el déficit de 1997 y conduce la economía de Estados Unidos y el imperio económico de este país a la bancarrota.
Los responsables de las políticas sionistas-estadounidenses han mostrado una total ceguera ante las desastrosas consecuencias económicas para los intereses estadounidenses en el extranjero, por cuanto su principal consideración estratégica son las políticas estadounidenses que potencien el dominio militar israelí en Oriente Próximo. El coste en sangre y dinero de la utilización del potencial militar estadounidense para destruir los adversarios de Israel les trae sin cuidado.
Para alcanzar el éxito del proyecto imperial militarista-sionista de un Nuevo Orden en Oriente Próximo, Washington tenía que movilizar toda la población en favor de una serie de guerras contra los países antiimperialistas y antiisraelíes de Oriente Próximo y otras zonas. Y a fin de proponer como objetivo los muchos adversarios de Israel, los sionistas estadounidenses inventaron el concepto de guerra global contra el terrorismo. El clima existente en la opinión pública estadounidense e internacional era decididamente hostil a la idea de desencadenar una serie de guerras, para no hablar de seguir ciegamente a los extremistas sionistas. El sacrificio de vidas estadounidenses por el poder de Israel y la fantasía sionista de una esfera de prosperidad compartida estadounidense-israelí que dominase todo Oriente Próximo no podía conseguir el respaldo público estadounidense, y mucho menos el del resto del mundo.
Los principales responsables de las políticas, en particular las élites sionistas, elaboraron la idea de un montaje que sirviese de pretexto, un acontecimiento que fuese un gran choque para el pueblo y el Congreso de Estados Unidos, y provocase un estado de ánimo temeroso, irracional y belicoso, que permitiese sacrificar vidas y libertades democráticas. Conseguir que la opinión pública estadounidense apoyase un proyecto imperial de invasión y ocupación de Oriente Próximo requería otro Pearl Harbor.
El bombardeo terrorista: la Casa Blanca y la complicidad sionista
A todos los niveles del gobierno estadounidense se sabía que extremistas árabes estaban planeando un espectacular ataque armado en Estados Unidos. El FBI y la CIA tenían sus nombres y direcciones; y la consejera nacional de seguridad, Condoleezza Rice, afirmó públicamente que el Ejecutivo sabía que se produciría un secuestro de aviones, pero que pensaban que se trataría de un secuestro tradicional, no de utilizar los aviones como misiles. El fiscal general, John Ashcroft, lo tuvo bien presente y se negó a utilizar vuelos comerciales. Una serie de espías israelíes vivían a unos bloques de viviendas de distancia de algunos de los secuestradores, en Florida, e informaban a su cuartel general de sus movimientos. Organismos de inteligencia de otros países, en particular de Alemania, Rusia, Israel y Egipto, aseguran que proporcionaron información a sus contrapartes estadounidenses sobre el plan terrorista. La oficina del Presidente, la CIA, la DIA y el FBI permitieron que los atacantes prepararan sus planes, consiguieran financiación, llegasen a los aeropuertos, subieran a los aviones y llevaran a cabo el ataque, todos ellos con visados estadounidenses en sus pasaportes, —visados emitidos en su mayor parte en Jeddah (Arabia Saudí), en su día uno de los centros principales de reclutamiento de voluntarios árabes para Afganistán— y algunos convertidos en pilotos formados en Estados Unidos. Tan pronto como los terroristas se hicieron con el control de los vuelos, la Fuerza Aérea recibió notificación del secuestro, pero algunos altos cargos inexplicablemente retrasaron cualquier acción destinada a interceptar los aviones, permitiendo así que los atacantes alcanzasen sus objetivos: el World Trade Center y el Pentágono.
Los constructores militaristas del imperio y sus aliados sionistas aprovecharon inmediatamente el pretexto que les ofrecía un ataque militar por parte de terroristas no vinculados a un Estado para lanzar una ofensiva militar de alcance mundial contra una serie de países soberanos. En 24 horas, el senador ultrasionista Joseph Lieberman, en un preparado discurso, instó a que Estados Unidos atacase Irán, Iraq y Siria, sin tener ninguna prueba de que cualquiera de estos países, todos ellos miembros de pleno derecho de las Naciones Unidas, estuviese detrás de los secuestros de aviones. El presidente Bush declaró la guerra global contra el terrorismo y lanzó la invasión de Afganistán, a la vez que aprobaba un programa de asesinatos y secuestros extraterritoriales y extrajudiciales, y de torturas en todo el mundo. Era evidente que el Gobierno estaba poniendo en funcionamiento una estrategia defendida públicamente y elaborada por los ideólogos sionistas mucho antes del 11-S. El presidente consiguió un apoyo casi unánime del Congreso a su primera Patriot Act (Ley Patriótica), por la que se suspendían en el país libertades democráticas fundamentales. Pidió también que determinados Estados satélites y aliados de Estados Unidos implementasen su propia versión de esta ley autoritaria antiterrorista, con el fin de perseguir, enjuiciar y encarcelar a todos y cada uno de los oponentes de la construcción imperial de EE UU e Israel en Oriente Próximo y en cualquier otro lugar. En otras palabras, el 11 de septiembre de 2001 se convirtió en el pretexto de un virulento y sostenido esfuerzo para crear un nuevo orden mundial centrado en un imperio gobernado por Estados Unidos y un Oriente Próximo organizado en torno a la supremacía israelí.
Provocaciones y pretextos: la guerra de Israel y EE UU contra Irán
Las largas, interminables, costosas y fracasadas guerras de Iraq y Afganistán han socavado el apoyo internacional e interno al proyecto sionista del Nuevo Siglo Americano. Los militaristas estadounidenses y sus asesores e ideólogos tenían que crear un nuevo pretexto para sus planes de sometimiento de Oriente Próximo y especialmente de ataque a Irán. Así, han recurrido a una campaña de propaganda sobre el programa de energía nuclear para uso civil de Irán, y han preparado pruebas falsas de la participación directa de Irán en apoyo de la resistencia iraquí a la ocupación estadounidense. Sin ningún tipo de prueba, han asegurado que Irán han suministrado las armas con las que se ha bombardeado la Zona Verde estadounidense en Bagdad. El lobby israelí ha afirmado que el entrenamiento y las armas iraníes han contribuido a la derrota de los mercenarios iraquíes que Estados Unidos desplegó en la ciudad meridional de Basra. Los principales sionistas del Departamento del Tesoro han organizado un boicot económico mundial contra Irán, e Israel ha conseguido el apoyo de los principales líderes demócratas y republicanos del Congreso para un ataque sobre ese país. La pregunta que cabe hacerse ahora es si la mera existencia de Irán es ya un pretexto suficiente, o bien será necesario un incidente catastrófico.
Conclusión. Provocaciones y guerras imperiales: Detrás de cada guerra imperial hay una gran mentira
Una de las implicaciones políticas más importantes en nuestro debate sobre el uso por parte del gobierno de EE UU de provocaciones y engaños para lanzar guerras imperiales es que la gran mayoría del pueblo estadounidense se opone a las guerras de ultramar. Las mentiras gubernamentales al servicio de las intervenciones militares son necesarias para socavar la preferencia del pueblo estadounidense por una política exterior basada en el respeto a la autodeterminación de las naciones. La segunda implicación, sin embargo, es que los sentimientos pacíficos de la mayoría pueden ser superados rápidamente por la élite política por medio de engaños y provocaciones, debidamente amplificados y dramatizados en una constante repetición a través de la voz unificada de los medios de comunicación de masas. En otras palabras, los pacíficos ciudadanos estadounidenses pueden transformarse en militaristas chovinistas mediante la propaganda por los hechos, en virtud de la cual la autoridad ejecutiva enmascara sus acciones militares de agresión como acciones defensivas, y la respuesta del enemigo como una agresión gratuita contra un país tan amante de la paz como Estados Unidos.
Todas las provocaciones y los engaños del Gobierno están formulados por una élite cercana al Presidente, pero son ejecutados por una cadena de mando compuesta por un grupo que va de varias docenas a algunos centenares de operadores, la mayor parte de los cuales toman parte conscientemente en el engaño del público y raras veces llegan a desenmascarar el ilegal proyecto, sea por miedo, lealtad u obediencia ciega.
Ha resultado ser falsa la idea de los partidarios de la integridad de esta política de guerra de que dado el número tan alto de participantes, alguien puede filtrar el engaño, las provocaciones sistemáticas y la manipulación del público. En el momento de la provocación y la declaración de guerra, cuando el Congreso aprobó por unanimidad la Autoridad Presidencial para usar la fuerza, pocos o ningún escritor o periodista planteó preguntas básicas. Los ejecutivos, operando bajo el manto de la defensa de un país pacífico ante traicioneros enemigos a los que no se ha provocado, consiguieron siempre la complicidad o el silencio de los críticos en tiempo de paz que prefieren enterrar sus reservas e investigaciones en tiempos de amenazas a la seguridad nacional. Pocos académicos, escritores o periodistas están dispuestos a arriesgar su situación profesional, cuando todos los jefes de redacción y propietarios de los medios de comunicación, los líderes políticos y sus propios colegas profesionales babean afirmando que “hay que estar unidos junto a nuestro Presidente en tiempos de amenaza mortal sin precedentes a la nación…” como sucedió en 1941, 1950, 1964 y 2001.
Con excepción de la Segunda Guerra Mundial, cada una de las subsiguientes guerras produjo una profunda desilusión política en la población, llegando incluso al rechazo de los montajes que en un primer momento justificaron la guerra. El desencanto popular con la guerra condujo en cada caso a un rechazo temporal del militarismo… hasta el siguiente ataque no provocado y la subsiguiente llamada a las armas. Incluso durante la Segunda Guerra Mundial se dio la indignación civil masiva contra el mantenimiento del gran ejército y hubo manifestaciones a gran escala al final de las hostilidades exigiendo el regreso de los soldados a la vida civil. La desmovilización tuvo lugar a pesar de los esfuerzos del Gobierno por consolidar un nuevo imperio basado en la ocupación de países de Europa y Asia, tras las derrotas de Alemania y Japón.
La realidad estructural subyacente, que ha conducido a los presidentes a inventarse pretextos para la guerra, está basada en una concepción imperial militarista. ¿Por qué no respondió Roosevelt al desafío económico-imperial japonés potenciando la capacidad estadounidense de competir y producir de una manera más eficiente, en lugar de apoyar un boicot provocador sugerido por el declive de las potencias coloniales en Asia? ¿No será que, bajo el capitalismo, una economía deprimida y estancada y una fuerza de trabajo desempleada sólo pueden ser movilizadas por el Estado para una confrontación militar?
En el caso de la Guerra de Corea, ¿no era más viable que una potencia todopoderosa, como los EE UU de postguerra, ejerciese su influencia mediante inversiones en un país pobre, semiagrario y devastado –pero unificado— tal como hizo en Alemania, Japón y otros lugares tras la guerra?
Veinte años después de haber gastado centenares de miles de millones de dólares y de haber sufrido 500.000 muertos y heridos en la conquista de Indochina, el capital europeo, asiático y estadounidense entra en Vietnam pacíficamente a petición del propio gobierno, acelerando su integración en el mercado capitalista mundial mediante las inversiones y el comercio.
Es evidente que la no tan noble mentira de Platón, al modo como la practican los presidentes imperiales estadounidenses para engañar a sus ciudadanos con altos fines ha conducido al uso de medios sangrientos y crueles para alcanzar fines grotescos e innobles.
La repetición de pretextos inventados para entrar en guerras imperiales está incrustada en la estructura dual del sistema político de Estados Unidos: un imperio militarista y un amplio electorado. Para conseguir el primero es preciso engañar al segundo. El engaño es posible mediante el control de los medios de comunicación de masas cuya propaganda de guerra llega a cada hogar, oficina y aula con un mismo mensaje, determinado centralizadamente. Los medios de comunicación socavan lo que queda de información alternativa facilitada por líderes de opinión primarios y secundarios en las comunidades, y corroe los valores y la ética personales. Mientras que la construcción militarista del imperio ha producido la muerte de millones de personas y el desplazamiento de decenas de millones, la construcción económica del imperio impone sus propias exacciones en términos de explotación masiva del trabajo, la tierra y los medios de vida.
Tal como ha sucedido en el pasado, cuando las mentiras del imperio se descubren el desencanto público se instala y las invocaciones de nuevas amenazas ya no movilizan la opinión pública. A medida que la continua pérdida de vidas y los costes socioeconómicos erosionan las condiciones de vida, la propaganda de los medios de comunicación pierde su efectividad y aparecen las oportunidades políticas. Del mismo modo que después de la Segunda Guerra Mundial, Corea, Indochina y, hoy, las de Iraq y Afganistán, se abre una ventana de oportunidad política. Las mayorías exigen cambios en las políticas, quizás en las estructuras y, ciertamente, un final a la guerra. Se abren posibilidades para el debate público del sistema imperial, que constantemente recurre a las guerras, junto a las mentiras y provocaciones que las justifican.
Epílogo
Esta visión telegráfica de la elaboración de la política imperial refuta la idea vulgar y convencional de que el proceso de toma de decisiones que conduce a la guerra es abierto, público y se desarrolla de acuerdo con las normas constitucionales de una democracia. Al contrario, tal y como es habitual en muchos ámbitos de la vida política, económica, social y cultura, pero especialmente en los asuntos de guerra y paz, las principales decisiones las adoptan una pequeña élite presidencial, y lo hace a puerta cerrada, a salvo de miradas y sin consultar, en abierta violación de las disposiciones constitucionales. El proceso que conduce a provocar el conflicto en busca de objetivos militares nunca se plantea abiertamente ante el electorado, y no hay ningún tipo de investigación, en ningún caso, por medio de comités independientes de investigación.
La naturaleza cerrada del proceso de toma de decisiones no empaña el hecho de que estas decisiones son públicas en la medida en que son adoptadas por cargos públicos, electos o no, en instituciones públicas, y en que afectan directamente al público. El problema es que al público se le mantiene en la oscuridad en lo tocante a los intereses imperiales que están en juego, y al engaño que lo induce a someterse ciegamente a las decisiones para la guerra. Los defensores del sistema político no están dispuestos a enfrentarse a los procedimientos autoritarios, las mentidas de las élites y los objetivos imperiales no explícitos. Los apologistas de los constructores militaristas del imperio etiquetan, de un modo irracional y peyorativo, a los críticos y escépticos como teóricos de la conspiración. En su mayor parte, los académicos de prestigio se conforman estrechamente a la retórica y las afirmaciones inventadas por los ejecutores de la política imperial.
En todo momento y lugar, grupos, organizaciones y líderes se reúnen a puerta cerrada antes de mostrarse públicamente. Una minoría de responsables o defensores de las políticas se reúnen, debaten y esbozan procedimientos y tácticas para conseguir una decisión favorable en las reuniones oficiales. Esta práctica común tiene lugar cuando se han de adoptar decisiones vitales, sea en los consejos escolares locales o en las reuniones de la Casa Blanca. Etiquetar el relato de pequeños grupos de funcionarios públicos que se reúnen y toman sus decisiones en reuniones públicas cerradas (en las que los programas, los procedimientos y las decisiones se toman antes de las reuniones públicas abiertas) como teorización conspiratoria equivale a negar la manera como funciona habitualmente la política. En otras palabras, los etiquetadores de conspiraciones son o bien ignorantes de los procedimientos más elementales en política o son conscientes de su papel en la cobertura de los abusos de poder de los mercaderes estatales del terror.
Profesor Zelikow, ¿y ahora qué?
La principal figura del círculo gubernamental de Bush que promovió activamente un nuevo Pearl Harbor y fue, al menos en parte, responsable de la política de complicidad con los terroristas del 11-S fue Philip Zelikow. Éste, un destacado defensor de Israel, es un académico gubernamental cuya área de conocimiento entra en el nebuloso ámbito del terrorismo catastrófico, que ha permitido a los líderes políticos estadounidenses concentrar sus poderes ejecutivos y violar las libertades constitucionales par conseguir sus guerras ofensivas imperiales y desarrollar el mito público. El libro de Philip Shenon The Commission: The Uncensored History of the 9/11 Investigation (La Comisión: historia no censurada de la investigación del 11-S) explicita con claridad el estratégico papel de Zelikow en el gobierno de Bush antes del 11-S, el periodo de negligencia cómplice, después de los hechos, durante el periodo de guerra global y en los intentos gubernamentales por enterrar su complicidad en el ataque terrorista.
Antes del 11-S, Zelikow presentó un proyecto del proceso de toma del poder por el ejecutivo hasta límites extremos con vistas a una guerra de ámbito mundial. Establecía una secuencia en la que el acontecimiento terrorista catastrófico facilitaría la total concentración del poder, seguida del lanzamiento por Israel de guerras ofensivas (todo ello admitido públicamente por él mismo). En el periodo anterior al 11-S y las múltiples guerras, Zelikow formó parte del Consejo de Seguridad Nacional, como consejero en materia de seguridad nacional de Condoleezza Rice (2000-2001), quien tenía conocimiento riguroso de los planes terroristas de apoderarse de vuelos comerciales, como la misma Rice admitió en público (secuestros convencionales, en sus propias palabras). Zelikow fue una pieza clave en la salida del experto en contraterrorismo Richard Clark del NSC, único organismo que seguía la operación terrorista. Entre 2001 y 2003, fue miembro de la Junta asesora del Presidente en materia de inteligencia internacional. Este fue el organismo que no había dado seguimiento ni continuidad a los informes clave de inteligencia que identificaban los planes terroristas. Zelikow, tras tener un papel importante en el sabotaje de los esfuerzos de los servicios secretos se convirtió en el principal autor de la Estrategia Nacional de Seguridad de los EE UU, en 2002, que recomendaba la política de Bush de invasión militar de Iraq, y que ponía en el punto de mira a Siria, Irán, Hezbolá, Hamas y otros países y entidades independientes árabes y musulmanes. El citado documento de Estrategia Nacional de Seguridad de Zelikow fue la directiva más influyente en la formulación de las políticas terroristas estatales del gobierno de Bush. También ajustó estrechamente las políticas de guerra de EE UU a las aspiraciones militares regionales del Estado de Israel desde su fundación. Esto demuestra la razón de las palabras del ex primer ministro israelí Benjamin Netanyahu en la Universidad Bar Ilan, en el sentido de que los ataques del 11-S y la invasión estadounidense de Iraq habían sido acciones beneficiosas para Israel (Haaretz, 16.4.2008.)
Por último, Zelikow, en tanto que persona designada personalmente por Bush como director ejecutivo de la Comisión del 11-S, fue el encargado de coordinar con la oficina del vicepresidente el camuflaje de la política del gobierno de complicidad con los atentados. Si bien Zelikow no está considerado como un peso pesado académico, su papel central en el diseño, la ejecución y la cobertura de los acontecimientos que estremecieron al mundo el 11-S y el periodo inmediatamente posterior lo señalan como uno de los más peligrosos y destructivos influyentes políticos en la formulación y lanzamiento de las catastróficas guerras de Washington, pasadas, presentes y futuras.
“La Configuración del Poder Sionista (ZPC) cuenta con más de 2.000 funcionarios a tiempo completo, más de 250.000 activistas, más de 1.000 multimillonarios donantes políticos que contribuyen con sus recursos a los dos partidos estadounidenses en el Congreso. La ZPC proporciona el 20% del presupuesto de ayuda militar exterior estadounidense destinado a Israel, más del 95% del apoyo del Congreso al boicot israelí y las incursiones de su ejército en Gaza, Líbano y la opción militar preventiva contra Irán. La invasión estadounidense y la política de ocupación en Irak, incluyendo la falsificación de las pruebas que justificaban la invasión, estuvo fuertemente influenciada por altos funcionarios devotamente leales y vinculados a Israel.” J.Petras
James Petras publicará en breve un nuevo libro: Zionism and US Militarism, Clarity Press, Atlanta.
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