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Entre la represión y el totalitarismo |
El “estado capitalista” sigue siendo ante todo “Estado”, es decir, aparato de coerción, de coacción, de represión y fuente máxima de legitimidad de la desigualdad socialmente existente. Aunque son muchas las voces de la izquierda que hablan de la lobotomización del Estado por el mercado, y la conversión de aquél en un agente más de éste, no deja de ser una interpretación nostálgica de una visión supuestamente “neutralista” del Estado, como si esa cosa que llamamos “Estado” fuese un contenedor que pudiera llenarse de cualquier cosa.
Pero la realidad nos señala que nunca, ni tampoco ahora, ha sido así. El Estado obviamente muta, cambia, se modifica y adapta al contexto social, económico y cultural que el propio estado (más propiamente: sus relaciones y correlaciones de poder) contribuyen a modelar. Ya no vivimos propiamente en estados-nación omnímodos y soberanos, sino más bien en un estado-gobernanza supranacional, omnímodo y soberano, en el que los antiguos estado-nación mantienen algunas de sus atribuciones delegadas. Entre otras, en el caso europeo, además de mantener la ficción de la democracia representativa, de hacer ingeniería financiera para garantizar algunos derechos y servicios públicos cada vez más escuetos y recortados, está la más propia tarea de todo estado que ha sido y será: parapeto y paraguas de los poderosos, de los expropiadores, de los detentadores del capital contra cualquier respuesta o resistencia social que pueda cuestionar el sistema en su conjunto.
Cuando el “estado de derecho” ejerce su violencia institucional, organizada, premeditada, selectiva contra sus súbditos desobedientes, y cuando los voceros del estado legitiman, legislan, regulan y venden consensuadamente la violencia ejercida, el estado actúa desde su fin primordial, desde su esencia siempre oculta pero siempre latente: el monopolio de la fuerza. Otra cosa es cómo la fuerza es ejercida, con qué grado y ensañamiento, con qué nuevas tecnologías implementadas al efecto: una ley antiterrorista, una ordenanza cívica municipal, un código penal, una ley de extranjería, armamento con descargas eléctricas, cámaras de videovigilancia, guardas jurados, más cárceles y más tipos distintos de cárceles (centros de internamiento para inmigrantes), vallas electrificadas y detectores de calor…. Al final quien es juzgado, encarcelado, privado de su libertad, o directamente muerto y asesinado, son las personas desobedientes, rebeldes, inadaptadas a un mundo generador de violencia, en el que sólo la violencia tiene la última palabra. Toda apelación a la seguridad pública, no es más que una apelación a la seguridad del estado, garantía de que el poder capitalista pueda seguir su incesante proceso de expropiación y alienación de las personas, de su trabajo, de su ocio, de sus afectos, de su tiempo de vida. Toda apelación a la seguridad es en último extremo un llamado al orden castrense, a la militarización de las relaciones sociales para el bien de la libertad de mercado.
Vivimos un tiempo en el que un probable colapso del actual proceso de globalización de capitales, con sus secuelas de precariedad y falta de derechos, sugiere un escenario de progresivo aumento de la violencia, como medida de contención de las futuribles -y actuales- movilizaciones de la desobediencia social. Vivimos los inicios de ese proceso, con detenciones aparentemente aisladas de sindicalistas y de activistas sociales (ecologistas, okupas…). Y, para más desgracia, formando parte del mismo, están los neofascismos rampantes al calor de ideologías atávicas promovidas por los políticos del poder, y que en su afán de mostrarse fuertes, llegan al paroxismo del asesinato a sangre fría. ¿Quién pudo asesinar al joven Carlos, militante social madrileño de 16 años, sino un joven militar profesional, adiestrado militarmente para matar, es decir, adiestrado por el Estado, e imbuido de la ideología más atroz de cualquier estado: del totalitarismo fascista?
Pero no nos engañemos. Mientras grupúsculos fascistas se adueñan de la calle, el Estado ejerce con más impunidad la represión de los colectivos sociales desobedientes. Mientras ponemos nuestras energías contra el fascismo naciente, nuestras fuerzas en luchar contra el orden de cosas existente se dispersan y debilitan. Es un juego diabólico el que el poder establece en su ejercicio de la violencia: por un lado nos quieren entretenidos en “pegarnos” con los fascistas y por otro nos detienen y encarcelan por ejercer nuestras libertades. Así pueden publicitar que todo es cosa de pandillismos, de “jóvenes descerebrados” o, en el mejor de los casos, de confrontaciones entre extremistas de diverso signo. La lucha social es esto: una movilización permanente contra el despotismo en todas sus vertientes, en lo económico, en las relaciones sociales y personales, en lo cultural, en los valores, en las creencias… El problema estriba en aceptar encasillamientos procedentes del poder para así facilitar su represión y aislamiento selectivos: ser sólo antifascista, o sólo ecologista, o sólo feminista, o sólo antimilitarista, o sólo sindicalista combativo. Este ser “sólo” un trozo de la utopía, del descontento, generalmente se resuelve en no ser nada contra nada, en un ser “progre” de ficción.
Luchar contra el fascismo en la calle y la represión del Estado es, debe seguir siendo, luchar contra el caos capitalista que todo lo mercantiliza: contra el machismo y el sexismo, contra la precariedad laboral y social, contra la falta de derechos, contra la exclusión y explotación de las personas migrantes, contra los despidos colectivos y cierres patronales, contra el expolio medioambiental, contra el consumismo alienante, contra la TV basura, contra nuestras propias miserias y miedos.
Etiquetas: conocimiento, inteligencia, medios, mentiras, multitud, politica.
Aristóteles entre otros pensadores de su tiempo predijo que la demagogia era la tumba de la democracia. El gobierno del pueblo, por el pueblo y para el pueblo, el régimen de democracia directa que en Atenas duró casi dos siglos, alcanzado cotas de civilidad nunca vistas, sólo es posible si existe una ciudadanía plena, libre, responsable y realmente participativa.
Únicamente cuando se hace política entre libres e iguales. Sin delegar en otros el control de experiencias individuales y colectivas. Sin representantes de oficio ni políticos profesionales que okupan para sí toda la función pública. En el contesto de una cultura de valores humanísticos que impida la progresión de demagogos y sicofantes. Un pueblo maduro, adulto, moralmente activo, solidario y libertario nunca se encontrará a merced de embaucadores y pícaros. Pero eso no entraba en los planes del capitalismo neoliberal.
Muy al contrario. La mística del mercado, el beneficio, la acumulación del capital y una libertad mercenaria, concebida sólo como disfrute particular en competencia permanente con el semejante, era la única política que el neoliberalismo podía contemplar para desarrollarse impunemente. Bocas y estómagos. Contribuyentes y consumidores. Votantes autistas y ventrílocuos. Nunca ciudadanos críticos y comprometidos. Y ha sido en ese caldo de cultivo, con ese efecto llamada convertido en nueva piel de la sociedad irónicamente denominada del conocimiento, con el troquelado de un impostado nuevo ADN identitario burdamente materialista y primario, como se ha alfombrado el camino para el regreso del fascismo democrático.
La rebelión de las masas de nuevo. Unas masas sin referentes éticos, sin principios, sin valores, alegremente entregadas a la orgía manipuladora de los medios de comunicación y la venalidad de los mercaderes de la política. Esta vez no ha sido preciso un acto de fuerza. Ninguna marcha sobre Roma ha precedido a la toma del poder por los nuevos totalitarios con rostro humano. Como a Fernando VII en España, ha sido el pueblo llano y estulto, los de abajo sin atributos, quienes han aupado a las falanges berlusconianas.
La paulatina degradación de la democracia, que últimamente ni siquiera tenía la decencia de intentar ser representativa. -como se ha demostrado en el chusco arrinconamiento del referéndum sobre la Constitución Europea- está en la base de lo que ha producido la legitimación de los herederos de aquellos que hicieron del odio al diferente el fiel de su doctrina. Y no han defraudado. Nada más ocupar las poltronas han desenfundado y puesto en marcha operaciones de castigo contra los guetos de gitanos. ¡Otra vez los apátridas en el punto de mira!
La ignorancia, el materialismo grosero, la insolidaridad, el egoísmo primario, el individualismo monadista, la incultura, el consumismo desnortado, el oscurantismo, todo ha conspirado como levadura del posfascismo rampante. Una doma de decenios, basada es la exaltación de la competencia y el dinero, la emulación televisiva y la resignada aceptación de la servidumbre voluntaria, en un mundo en que los pocos parasitan a los muchos, ha hecho posible el regreso al túnel del tiempo. Se está cumpliendo la pesadilla de Hannah Arendt: triunfa la política de hacer superfluos a los seres humanos.
Con un poder sin moral democráticamente en el poder, todo es posible. Por “suscripción popular” se elige la soez matraca del Chiki-chiki y democráticamente también se puede reinstaurar la pena de muerte si hay una demanda social hábilmente manufacturada. Se equipara a víctimas con verdugos y se termina celebrando la apertura de castizos guantánamos para la “mugre social que nos invade”, como se voceaba en la convocatoria de una manifestación xenófoba autorizada. Todo muy legal y democrático. El alevoso asesinato de un joven antisfascita por un militar nazi no merece tratamiento diferenciado ni distinto rasero. Oficialmente es una riña entre radicales antisistema. Se empieza hundiendo las pateras de los inmigrantes en el mar con ellos dentro y se termina reduciendo a pavesas los enseres de los gitanos mientras desde la barrera la turba aplaude la firmeza de las autoridades. Como dice el antropólogo José Alcina en un libro póstumo: “Qué clase de democracia puede existir nacida de la ignorancia y el analfabetismo. Es importante estar sanos, pero sin educación, al menos la más elemental, no sabremos entender y discernir. Cualquier papanatas deseoso de poder y de riqueza nos podrá convencer para que le votemos” (Justicia y libertad, 2005, 426).
Rafael Cid
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