Es el momento en el que el modelo de democracia representativa alcanza la legitimación fundamental: gracias a que hay elecciones «libres» podemos decir que nuestro sistema de gobierno es legítimo, no sólo legal. Se ejerce entonces la soberanía popular, la única depositaria real del poder, si bien ese ejercicio de soberanía es al mismo tiempo un ejercicio de delegación, esto es de renuncia a la soberanía. La crítica anarquista ha sido siempre contundente:
Delegar es una manera de perpetuar la opresión.
Es más, es una manera de legitimarla. Por eso conviene recordar que esta no es nuestra guerra y este no es el modelo de democracia que nos interesa.
Los gobernantes actuales nos mienten dentro de los patrones habituales, patrones compartidos por quienes aspiran a sucederles. Nada hay por ese lado que pueda animarnos a votar. En todo lo demás, se dan los signos más característicos de esa democracia de baja intensidad que, al revés de lo que suelen decirnos, no es cuestionada por el acto electoral, sino que es mantenida y respaldada en sus pautas de indebida apropiación de la soberanía popular. La práctica habitual en los últimos años, que continúa la de años anteriores, confirma los males de la delegación de poder que constituye el eje de la democracia realmente existente.
La clase dirigente, tanto la política como la económica, unidas por estrechos lazos, se mantiene distante de la vida real de los ciudadanos y no busca, potencia o acentúa los débiles mecanismos de participación efectiva que en estos momentos existen. Se trata más bien de apuntalar un modelo en el que el ideal es el individualismo posesivo cuya felicidad se agota en un bienestar empobrecido y en una seguridad corderil, que demanda nuestra aceptación sumisa. El miedo al terrorismo o al cambio climático servirán de coartada para garantizar que los ciudadanos acepten la delegación creciente de poder en manos de quienes nunca velarán realmente por otros intereses que los de su propio grupo de pertenencia.
Me permito recordar la cantidad de cargos municipales que fueron reelegidos en las últimas elecciones aunque existían sobre ellos procesos abiertos por corrupción, casi siempre relacionada con la especulación inmobiliaria. La interpretación de ese sorprendente y penoso voto puede deberse al contagio: al final los ciudadanos votan a políticos que especulan con el terreno porque aspiran a llevarse una parte del beneficio.
Garcia Moriyón
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