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La postura favorable de Keynes al control de los movimientos especulativos de capital |
Ante el actual desorden financiero, económico, político y social, que ha puesto al mundo patas arriba en los últimos años, son muchas las voces que desde hace tiempo vienen denunciando los riesgos asociados a un fenómeno típico del neoliberalismo: la liberalización a ultranza de los movimientos especulativos de capital, tanto en el ámbito nacional como internacional.
Cada vez son mayores las facilidades para que el dinero fluya atendiendo a su función tradicional de medio de pago de bienes y servicios, así como de financiación de inversiones productivas que ofrecen una renta periódica a largo plazo (rentabilidad).
Pero también, y aquí está el riesgo, cada vez más por motivos estrictamente especulativos, buscando maximizar las ganancias de capital a corto plazo asociadas a la reventa de activos financieros que tras de sí no tienen el respaldo de actividad productiva alguna, sino tan solo más demanda especulativa que contribuye a hinchar la burbuja de su precio, aunque ello implique operaciones que atenten incluso contra la garantía de los más elementales derechos humanos.
Hilando con esto último, en demasiadas ocasiones, las inversiones tanto productivas como especulativas en activos financieros o reales, respaldados por materias primas, fuentes de energía, alimentos, viviendas y servicios sanitarios, educativos y de pensiones contribuyen a reforzar un sistema económico tremendamente injusto, donde la opulencia de una minoría de la población crece a costa de la insatisfacción de derechos humanos básicos de la mayoría, bajo el principio capitalista que prioriza la “maximización de la remuneración monetaria obtenida por los factores de producción” (en este caso el capital).
Ante esta crisis del capitalismo neoliberal, mundial y sistémica, novedosa tanto en sus causas como en sus durísimas consecuencias, es frecuente poner en primer plano economistas del pasado, tanto para reivindicar la vigencia de sus análisis teóricos como de sus propuestas de política económica.
Así, los nombres y la obra de John Maynard Keynes y Karl Marx vuelven a estar en el candelero debido fundamentalmente a sus postulados favorables a una mayor intervención del sector público en el ámbito económico, tanto con carácter anticíclico en el marco de la economía de mercado (caso de Keynes) como con en el horizonte de la revolución social (caso de Marx).
A continuación se repasa brevemente la postura de Keynes respecto a la conveniencia o no de establecer controles públicos a los movimientos especulativos de capital.
Por cuestión de espacio, no será un recorrido exhaustivo por su obra, sino simplemente unas notas sobre algunas referencias concretas que puedan sernos de utilidad a la hora de analizar el presente.
En 1919 Keynes escribió The Economic Consequences of the Peace (Las consecuencias económicas de la paz) para llamar la atención sobre las excesivas indemnizaciones que en la Conferencia de Paris se impusieron a Alemania tras la I Guerra Mundial en concepto de reparaciones a los países vencedores, y que finalmente contribuyeron a la crisis económica de la República de Weimar en los años 20, como preludio del auge del nazismo tras la crisis de 1929.
Salvando las distancias, en esta primera década del siglo XXI también tenemos ejemplos similares de ello en el expolio del petróleo iraquí por las empresas multinacionales afines a las potencias que desencadenaron la guerra contra Irak en 2003, con el “pequeño matiz” de que ya no indemniza quien inició el conflicto por los daños causados (EE.UU y sus aliados) sino que paga en especie el país que sufre los bombardeos y la invasión (Irak) por el coste de movilizar y utilizar la maquinaria bélica necesaria para infligirle dichos daños.
Del mismo modo, el problema generado por la deuda externa en los países empobrecidos desde los años 70 a esta parte podría entenderse desde un punto de vista similar, enlazando especulación y alto riesgo, algo muy parecido a lo acontecido en la crisis actual.
Por una lado dinero caliente acumulado por los países exportadores de petróleo, que es reciclado por los bancos occidentales y colocado en forma de préstamos a países empobrecidos, sin importarles demasiado la representatividad democrática de los gobiernos, el destino final de los fondos, ni las verdaderas posibilidades de hacer frente a su devolución en posibles escenarios adversos que pudieran producirse (subida de los tipos de interés, bajada de precios de determinadas materias primas básicas de exportación).
Resultado final: durísimos planes de ajuste avalados por el FMI, aumento de las desigualdades sociales y auge de regímenes dictatoriales de corte fascista.
En el libro mencionado anteriormente, Keynes (1919, 328) señala una circunstancia de absoluta vigencia en el momento presente, por lo que se refiere a la necesaria ruptura con el paradigma neoliberal hegemónico durante los últimos 30 años, dice así:
“las fuerzas del siglo XIX han cumplido su destino y están agotadas. Los ideales de aquella generación ya no nos satisfacen: hemos de encontrar nuevos caminos y habremos de sufrir el malestar”.
Absolutamente conciso y esclarecedor, sin concesión a la tibieza que emplean la mayor parte de los líderes políticos en el presente.
De ahí que cuando en los momentos actuales, para salir de la crisis se sigue haciendo referencia a la necesidad de recuperar el consumo y la inversión en su acepción económica tradicional, sea preciso denunciar su inviabilidad ecológica y social, y en su lugar apostar por nuevos desarrollos de estilos de vida ligados al concepto del “decrecimiento económico” y a la “satisfacción austera de las necesidades humanas básicas”.
Años más tarde Keynes vuelve sobre este tema, y en el Prefacio de su Teoría General (1936, 11) señala, para referirse al necesario cambio de paradigma, que “La dificultad reside no en las ideas nuevas, sino en rehuir las viejas que entran rondando hasta el último pliegue del entendimiento de quienes se han educado en ellas”, a lo que podría añadirse, y también de quienes se han beneficiado y siguen beneficiándose de ellas.
En 1936 Keynes publica The General Theory of Employment, Interest and Money (Teoría general de la ocupación, el interés y el dinero).
Se trata de un alegato a favor de la intervención del Estado con el fin de alcanzar el pleno empleo mediante el gasto, la inversión y la regulación pública, como mecanismos fundamentales para la cohesión social en el seno del mercado.
En el capítulo 12 toma clara postura en contra de los movimientos especulativos de capital, proponiendo el establecimiento de tributos sobre las transacciones bursátiles y lanzando duros ataques contra esta práctica. Afirma que:
“Los especuladores pueden no hacer daño cuando sólo son burbujas en una corriente firme de espíritu de empresa; pero la situación es seria cuando la empresa se convierte en burbuja dentro de una vorágine de especulación. Cuando el desarrollo del capital en un país se convierte en subproducto de las actividades propias de un casino, es probable que aquél se realice mal (…) Generalmente se admite que, en interés público, los casinos deben ser inaccesibles y costosos, y tal vez esto mismo sea cierto en el caso de las bolsas de valores. El hecho de que los pecados de la bolsa de valores de Londres sean menores que los de Wall Street, quizás no se deba tanto a las diferencias en el carácter nacional, como a la circunstancia de que, para el inglés de tipo medio, Throgmorton Street es inaccesible y muy costosa comparada con Wall Street para el mismo tipo de norteamericano. La comisión del corredor de bolsa, los fuertes cargos de los comisionistas y el pesado impuesto sobre operaciones o traslado de títulos que se paga a la Tesorería, gastos todos estos que acompañan a las operaciones en la bolsa de valores de Londres, reducen la liquidez del mercado lo bastante para eliminar gran parte de las operaciones características de Wall Street. La implantación de un impuesto fuerte sobre todas las operaciones de compraventa podría ser la mejor reforma disponible con el objeto de mitigar en Estados Unidos el predominio de la especulación sobre la empresa. El espectáculo de los mercados de inversión modernos me ha llevado algunas veces a concluir que la compra de una inversión debe ser permanente e indisoluble, como el matrimonio, excepto por motivo de muerte o de otra causa grave”. (Keynes, 1936, 145-146)
Toda una contundente toma de postura a favor de las inversiones productivas a largo plazo, y por lo tanto, una crítica implícita a las inversiones especulativas a corto plazo que anteponen las ganancias de capital privadas del inversor a la rentabilidad social asociada a la actividad de esa empresa por su capacidad para satisfacer necesidades sociales (bienes, servicios, empleo).
Además, señala muy a las claras una de las características básicas de los mercados financieros actuales (incipiente entonces) y que no es otra que su común acceso a la mayor parte de la población en los países enriquecidos, mediante fórmulas como los planes de pensiones, los fondos de inversión y los préstamos hipotecarios que han resultado fundamentales para difundir los riesgos financieros a lo largo y ancho del mundo, terminando por invadir y socavar los cimientos de la economía real.
Igualmente, su propuesta de establecer tributos sobre transacciones bursátiles especulativas es un antecedente de lo que más tarde propondría James Tobin en 1972: gravar los movimientos de capitales especulativos con un impuesto, con el fin de "arrojar unos granos de arena en los ejes de las ruedas de la especulación", como le gustaba decir metafóricamente.
El establecimiento de la Tasa Tobin, el control democrático de los mercados financieros y la supresión de los paraísos fiscales son temas que están de absoluta actualidad en la opinión pública, siendo las reivindicaciones principales del movimiento ciudadano internacional ATTAC desde hace 10 años.
(mas...)
Gregorio López San
Hacía décadas que a nivel mundial no había una gran discusión sobre política económica.
El orbe se había dividido así: los países dependientes debían obedecer los principios de Economía neoclásica o neoliberal, y las potencias -en su condición de tales- podían ejercer la autonomía que históricamente habían ejercitado.
Hagamos un más que breve repaso de la historia de las economías políticas más influyentes en los últimos tiempos.
Situémonos e partir del Siglo XIX, donde se consolidan las ideas llamadas clásicas, con los postulados de Adam Smith a la cabeza.
Los axiomas básicos de esta corriente son la definición del mercado como el mejor asignador de recursos, el que cuanto más competitivo sea más cercano a la perfección estará; como consecuencia, la no intervención del Estado en la economía y el librecambismo.
Esto a nivel académico.
Luego, la historia nos demostrará que esto nunca pasó, sino que los distintos estados intervinieron a favor de los intereses internos dominantes.
Que existían las metrópolis y las colonias, estas últimas sometidas a las primeras, por lo cual debe descartarse una sana competencia entre iguales.
Las potencias europeas -básicamente Gran Bretaña y Francia- conformaron grandes imperios los cuales estaban cerrados a las demás naciones.
Pero sí debemos afirmar que presencia estatal en la economía diaria era muy lábil.
Como ejemplo, los bancos centrales -es decir, una institución estatal que maneje la política monetaria y regule a los bancos- es una invención de la década de 1930.
Las inversiones estatales eran bajas, el gasto público muy escaso, no existía lo que luego se conoció como bienestar social o estado de bienestar, y las potencias sólo se interesaban en algunas inversiones en infraestructura necesaria para el desarrollo económico básico y el incremento de sus flotas de guerra.
Es importante aclarar que durante todo este período, Estados Unidos llevó adelante una política proteccionista de impulsada por el Partido Republicano.
Podríamos resumir que la situación desde 1880 hasta 1930 fue de una escasa intervención estatal.
La crisis del 30
Este mundo de imperios coloniales y escasa intromisión de los Estados se terminó definitivamente en la década de 1930. Y se terminó por la contundencia de los hechos.
Cuando se produjo el crack de la bolsa neoyorkina en 1929, los académicos defensores de la economía clásica reiteraron sus antiguos postulados.
Al producirse una caída en la demanda -sostenían- las empresas se quedarían con grandes stocks de mercancías sin vender, por lo que deberían bajar sus precios, y de esta forma los consumidores podrían aumentar la demanda y reestablecer el equilibrio inicial.
Esto nunca pasó y el mundo se hundió en una depresión económica que sólo fue superada en forma definitiva con el enorme gasto público que la Segunda Guerra Mundial (1939-1945) requirió.
En los años treinta surgieron las primeras grandes políticas de intervención.
Se crearon los bancos centrales, los sistemas de seguridad social se multiplicaron y la inversión estatal en infraestructura despegó en casi todas las naciones desarrolladas.
Cuando los cañones callaron en 1945, y las potencias negociaban cómo se repartirían el mundo posterior, se crearon las instituciones internacionales.
La más importante de ellas, la Organización de Naciones Unidas (ONU), y a nivel económico, el Fondo Monetario Internacional (FMI), el Banco Mundial (BM) y el GATT (Acuerdo general sobre comercio y aranceles) que se convertiría en 1995 en la Organización Mundial de Comercio (OMC).
Este período estuvo dominado por políticas económicas keynesianas, en honor a su promotor, el inglés John Keynes (1883-1946).
Si Smith es considerado el creador de la microeconomía, al británico le cabe el equivalente de la macroeconomía.
Keynes postulaba que el mercado no cumplía realmente con las premisas de la Economía clásica, sino que la producción registraba ciclos, y que era obligación del Estado intervenir para evitar los períodos negativos a través de la inversión.
Tanto es así que este economista no se preocupaba demasiado en qué debía invertirse ni cómo debía financiarse la misma, sino que lo central era evitar la depresión económica y sus consecuencias sociales.
Época de oro del capitalismo
Desde finales de la Segunda Guerra Mundial y hasta mediados de la década de 1970, la mayor cantidad de naciones del mundo llevó adelante políticas económicas de corte keynesianas, bautizándose a este período como el cuarto de siglo de oro del capitalismo.
Este período se basó en una mejora constante de las clases medias de las naciones desarrolladas y algunas de la periferia del mundo. Las diferencias entre los segmentos más ricos y pobres de cada sociedad desarrollada se achicaron, y la prosperidad se extendía a regiones que antes nunca habían sido alcanzadas.
Pero como a cada acción le sucede una reacción, comenzaron a surgir mentes e ideas que denunciaban este estado de cosas.
La contrapartida de esta prosperidad era un estancamiento en las ganancias de las empresas, una tasa de crecimiento que se estancaba y el surgimiento de un fenómeno que desafiaba la teoría económica: el estancamiento económico con inflación en aumento, bautizado “estanflación”.
En este contexto es donde vuelven a surgir voces que piden regresar a “los buenos viejos tiempos”.
De la mano del economista estadounidense Milton Friedman (1912-2006), de la Escuela de Economía de Chicago, surge la corriente bautizada neoclásica, que insiste con que los mercados se autorregulan y por lo tanto se debe evitar la intromisión estatal.
Cada intervención significa una distorsión para los neoclásicos.
Estas políticas neoliberales comienzan a instrumentarse en los 70 en Chile, Argentina y Gran Bretaña, y en los ochentas en Estados Unidos.
En 1989, en Washington se “consensúa” que estas políticas son las apropiadas para dar un nuevo impulso a la economía mundial: disciplina fiscal, desregulaciones estatales, apertura económica y privatizaciones.
Esta doctrina fue la dominante durante la década de los 90 en todo el mundo, impulsada, sugerida e impuesta por el FMI.
¿Nuevo debate?
El mundo neoclásico era bastante distinto del período 1880-1930. Por eso se le pone el prefijo “neo”.
La presencia estatal es cierto que disminuyó, pero se encuentra a años luz de lo que ocurría en esos 50 años a caballo del Siglo XIX y XX.
Hagamos un repaso de las diferencias entre el modelo clásico y el neoclásico:
Economía Clásica: Estados pequeños, burocracia escasa, gasta público centrado en la infraestructura básica y en las Fuerzas Armadas. Menos naciones independientes que en la actualidad. Conformación de imperios coloniales cerrados hacia fuera y dependientes de la metrópoli. Comercio “libre” dentro de los imperios y con naciones adherentes. Inexistencia de organismos internacionales y mayor unilateralidad de las medidas y sanciones de las naciones con capacidad bélica.
Economía neoclásica: Estados gigantes, con intereses económicos, pesadas burocracias, gasto público altísimo centrado en el estado de bienestar, la inversión pública y la defensa. Extinción de los imperios coloniales y surgimiento de muchas más naciones soberanas. Organismo internacionales omnipresentes, obedientes a las principales potencias con Washington a la cabeza. Comercio internacional plagado de subsidios y trabas pararancelarias.
Por lo tanto, le cabe bien al paradigma económico el prefijo de “neo”.
La otra parte del debate surge cuando estalla la actual crisis económica global.
La misma tiene su origen en el estallido de la burbuja inmobiliaria en setiembre de 2007, pero su fecha álgida es el 15 de setiembre de 2008 cuando quiebra la compañía financiera Lehman Brothers de Estados Unidos, preanuncio de que otras entidades del gremio también podrían seguir su derrotero. (Ver APM “Comfortably cracked (Confortablemente quebrado)”)
De inmediato, y sin debate de ningún tipo, la administración del presidente George Bush hijo (2001-2009) instrumentó un millonario rescate para el sector bancario por 700.000 millones de dólares, previa aprobación del Congreso.
Esta política es radicalmente opuesta a la llevada a cabo por la Casa Blanca en los últimos ocho años, cuya administración se define sin temor a equivocarnos como neoliberal o neoclásica.
Luego, tras la asunción de Barak Obama, el tinte más intervencionista se instaló en Washington junto a la investidura del demócrata afroamericano.
¿Es correcto hablar de un nuevo keynesianismo o neokeynesianismo?
Las medidas adoptadas a la fecha poco tienen de tal porque están centradas en la salvación de las entidades financieras.
Claro, la justificación es que si caen los bancos se va a afectar la “economía real” productora de bienes y servicios.
Keynes defendió la intervención de los gobiernos o estados en la economía en momentos donde el Estado estaba muy ausente… hoy la situación es abismalmente opuesta.
El gasto en Defensa de Estados Unidos es de casi 700.000 millones de dólares, el doble del Producto Bruto Interno de Argentina.
Japón gasta una cifra similar en inversión pública en infraestructura cada doce meses, y la Unión Europea (UE) prodiga unos 360.000 millones de dólares al año en subsidios a la agricultura.
La deuda pública estadounidense superó los 10 billones de dólares (10.000.000.000.000), que crecen gracias a un déficit fiscal anual de 500.000 millones de la verde moneda.
Casi sin temor a equivocarnos, podemos afirmar que el mundo ha llevado adelante una política en ciertos sentidos keynesiana (gasto público altísimo) a la vez que se ha pregonado la fobia del gasto público.
Cuesta entender cómo se implementarían los principios fundamentales propuestos por Keynes en su libro “Teoría General del Empleo, el Interés y el Dinero” de 1936, porque al Tesoro de Estados Unidos le queda poco margen para aumentar el gasto público y endeudarse.
En síntesis, podríamos afirmar que el mundo y las potencias han sido keynesianas en esencia y van a continuar siéndolo en defensa de sus intereses internos y sus ansias de expansión internacional.
Los estados gastan, los estados gastan mucho, los estados invierten, los estados interfieren en el libre comercio y los estados defienden los intereses de sus corporaciones.
Todo esto sin perjuicio de que se pregone la inutilidad de destinar fondos a la salud pública, la educación, la lucha contra la pobreza y defensa del ambiente. (Ver: “La no intervención es para el Tercer Mundo”. APM 01/12/2008)
En Washington, las semanas pasadas hubo una suerte de debate en el propio Capitolio.
La bancada oficialista debía aprobar el paquete de gasto presentado por el presidente Obama, y se encontró con la oposición de los republicanos.
Se logró extender a cuatro millones más de nichos la cobertura de salud, pero quedaron aún afuera tres millones de infantes.
También se logró aprobar un paquete por 850.000 millones de dólares destinado a la inversión en la “economía real”.
En ambos casos, los republicanos, quienes en forma continuada en los últimos ochos años de la gestión Bush aprobaron el incesante incremento de los gastos de los contribuyentes en defensa y seguridad, se opusieron por considerar que esta decisión es “ineficiente”.
No creemos que estemos en presencia de un debate económico de fondo, sino más bien, de qué receta utilizar para que el sistema económico mundial se recupera rápido y vuelva a generar las ingentes ganancias que forjaba hace apenas unos meses atrás.
¿Quién era Milton Friedman?
El artículo ensalzaba a Keynes como ese Lutero que había llegado a romper con la hegemonía hasta la Gran Depresión del libre mercado, a la vez que criticaba al padre de los monetaristas, Friedman, al que identificaba como el San Ignacio de Loyola que propugnaba la vuelta a la errada ortodoxia tradicional, doctrina que con el paso del tiempo volvería a imponerse.
Siguiendo con el símil religioso, el colaborador de NYT concluía su extenso comentario afirmando que “cuando Friedman inició su trayectoria como intelectual público, había llegado la hora de llevar a cabo una contrarreforma contra el keynesianismo, y todo lo que eso conllevaba. Pero lo que el mundo necesita ahora, diría yo, es una contra-contrarreforma”.
En definitiva, como neokeynesiano de pro, Krugman defendía, en un entorno como el actual, y ante la ineficacia de la política monetaria, la intervención estatal a gran escala en la economía.
El cadáver de Lehman Brothers aún reposaba caliente sobre la estupefacta conciencia de la mayoría de los analistas a nivel mundial. Lo que no podía ocurrir, mejor dicho: lo que no debía ocurrir, había sucedido.
Fue entonces cuando el consenso del mercado tomó una doble decisión.
Uno, olvidar el pasado.
Nadie se paró a pensar hasta qué punto las decisiones políticas habían conducido a un descalabro como el que se acababa de materializar.
El caso de la intervención encubierta, -seis meses antes, que se dice pronto-, de Bear Stearns a través de JP Morgan, se convertirá, con el paso del tiempo, en símbolo de las prisas por atajar cuestiones individuales antes que la problemática de fondo que afectaba a todo el sistema.
Dos, poner el futuro en manos de esas mismas autoridades cuya escasa diligencia anterior clamaba al cielo: había quedado demostrado que la libertad de actuación de las fuerzas del mercado era perversa y se podía llevar por delante el conjunto de la economía financiera.
Era momento de actuar desde la atalaya pública.
¿Qué hubiera ocurrido si todos hubiéramos tenido un poquito más de perspectiva globalizada?
Desgraciadamente, ya nunca lo sabremos.
El abrazo de las Tesis de Keynes propugnada por Krugman pareció entonces inevitable.
Se requería del recurso al Estado para sacar las castañas del fuego, cadencia que erróneamente se estructuró en dos estadios: primero, las finanzas; después la economía.
Pocos recordaron en aquel momento la evidente interrelación entre ambas.
Sólo cuando la brutal caída de la producción y la destrucción masiva de empleo han irrumpido con una fuerza inusitada, muchos han recordado que la convergencia de la realidad financiera a la causa que la justifica, que es la actividad productiva, lleva irremediablemente aparejada, como así ha sido, una ralentización salvaje de la segunda en ausencia de la primera.
Las desesperadas llamadas al crédito de instituciones de todo pelaje no hacen sino reafirmar tal opinión.
Siguen en Babia.
El caso es que Keynes entraba por nuestra puerta y se convertía en un compañero necesario para el duro viaje que nos tocaba acometer.
No importaban los déficits fiscales: el fin justificaba los medios.
Como el teatrero Obama se ha encargado de representar, siguiendo el legado catastrofista (¿o habría que decir realista?) de Bush: o esto o el desastre.
Claro que había un pero que los apóstoles del keynesianismo no tomaban en consideración. La experiencia ha demostrado que las propuestas del británico requieren para su final feliz de la convergencia de dos factores: por una parte, la temporalidad.
La intervención del Estado en un sistema capitalista ha de ser excepcional y limitada en el tiempo.
El comienzo de este impagable análisis de Willem Buiter, de principios de año, es muy revelador sobre la cuestión.
Según las estimaciones de los analistas, los sucesivos planes de incentivo económico en Estados Unidos van a suponer un agujero presupuestario equivalente al 13,5% de su PIB.
El margen de maniobra que tal importe permite, ante posibles errores en el tiro de la acción pública, es muy limitado: se requiere de iniciativas que generen actividad futura y no que consoliden el gasto presente para que tales desequilibrios puedan corregirse el día de mañana.
Pero es que, además, los costes de financiación que la masiva emisión de deuda soberana lleva aparejados pueden alcanzar, según Moody´s, un 10% de los ingresos fiscales de aquél país.
A más, a más que dirían los catalanes.
Cuidado.
Junto a esta primera consideración, que no es baladí, se encuentra la segunda y más importante.
El keynesianismo sirve de estímulo a la demanda para un entorno de oferta adecuada.
Es lo que permite incentivar la creación de empleo y reactivar el consumo.
Sin embargo, lo que ha ocurrido en los últimos años en el propio Estados Unidos, en un proceso similar al de España, es una inflación salvaje en el precio de los activos que ha conducido a un consumo desaforado que se ha financiado desde el interior y el exterior.
La consecuencia ha sido un exceso de capacidad, inmobiliaria y productiva, que ahora tiene que purgar sus excesos y que se encuentra como contrapartida con unos compradores ahogados por las deudas.
Mientras que el valor ilusorio de sus bienes se ha colapsado, la realidad de las obligaciones de los consumidores respecto a terceros sigue plenamente vigente.
Necesitan ahorrar, repagar deudas y vender activos.
La crisis simultánea de oferta y demanda es un escenario ignoto que ha provocado que los propios keynesianos arrojen la toalla.
El propio Krugman habla en su post de ayer de una década pérdida. Y no se refiere precisamente a la pasada.
Todos sabemos que, más allá de disquisiciones intelectuales, lo que convierte una recesión en depresión es la permanencia de aquella en el tiempo.
Tal y como recuerda el Nobel, no es posible la convivencia entre un masivo endeudamiento privado, como el actual, y un ingente apalancamiento público como el que se nos viene encima.
En ese entorno, el estímulo no funciona por ninguno de los elementos de la ecuación.
e ahí que esté tan de moda el desapalancamiento.
Algo que, desde el principio, era tan evidente ha tardado ni más ni menos que cerca de dos años en constatarse fehacientemente.
Sólo para concluir que, a lo peor, con tanto plan público nos estamos precipitando.
Japón aparece a la vuelta de la esquina.
Dios nos coja confesados.
S. McCoy
(continue)
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