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La farsa de la democracia

El pensamiento liberal es normalmente de un simplismo asombroso. Tal vez por eso, y sin duda debido también a la triste cultura política de esta sociedad, sean tantas las personas que encuentran en esta ideología un refugio perfecto. Y es el concepto de democracia, que se usa como excusa y escudo para acometer innumerables atropellos, el posiblemente más prostituido de todos.

Teóricamente, el deseo de los ciudadanos se canaliza a través de los partidos políticos, y se materializa por un gobierno que ha sido escogido a través de un determinado sistema electoral. Hoy en día, la política funciona en gran parte dominada por la racionalidad económica; por la lógica de la oferta y la demanda. Es decir, los partidos políticos adaptan su mensaje para la venta (dentro de ciertos límites que se establecen por su "ideología", cada vez más difusa), y los ciudadanos-consumidores compran lo que les parece más apropiado.

Los partidos políticos han perdido sus bases sociales, bien hubieran sido las élites económicas o las clases trabajadoras, y amplian su "cuota de mercado" a toda la sociedad. Salen del conflicto y entran en la vía de un supuesto consenso. Mediante trabajadas y, sobre todo, costosas campañas de marketing, intentan conseguir un respaldo electoral suficiente que les permita el acceso al poder. Bajo este punto de vista, los ciudadanos son libres para decidir su futuro porque acceden a la información y votan en consecuencia.

Cómo no, esto es, simple y llanamente, mentira en la práctica. En primer lugar, se obvia el funcionamiento de los sistemas electorales (que siempre que no respeten la máxima de "una persona, un voto" serán injustos); en segundo lugar, no se tiene en cuenta que el acceso a la información no es el mismo para todas las clases sociales; en tercer lugar, se ignora que los medios de comunicación son entes que buscan salvaguardar unos intereses concretos que desvirtúan la pretendida objetividad; en cuarto lugar, se entiende erróneamente que la voluntad de los ciudadanos es inalienable; en quinto lugar, se da por hecho que la democracia representativa es un canal adecuado para la transmisión de voluntades y deseos; en sexto lugar, la estrategia del consenso es engañosa, ya que cuando objetivamente existe un conflicto, como es el de clase, negarlo supone automáticamente beneficiar a los poderosos; y así podríamos seguir hasta recalcar cada uno de los muchísimos errores fundamentales del pensamiento simplista que domina actualmente y que se extiende por toda la sociedad como verdad absoluta.

Pero lo más importante es, seguramente, señalar que los problemas del sistema de mercado también aparecen, como es lógico, aquí. Cuanto más se parece la política a la economía o, mejor dicho, cuanto más depende la política de un sistema económico de libre mercado, mayor es también el engaño que se produce en torno al concepto de democracia. Por ello mismo, no todos los sistemas políticos son iguales y no todas las democracias están, en realidad, igual de incompletas.

En un sistema de mercado quien ostenta el poder es siempre, en última instancia, quien más dinero tiene. Y esto es tanto más cierto cuanto más liberalizado esté el mercado. Así, los mecanismos políticos dejan de ser la clave para el acceso al poder, ya que aquellos se pliegan ante las exigencias y necesidades del capital. De este modo, la voluntad de los ciudadanos es sólo tenida en cuenta en tanto el ciudadano tenga capacidad económica suficiente para hacerlo. Ser un ser humano ya no es suficiente para participar efectivamente en el proceso político, sino que es necesario ser también poseedor de suficiente capital.

Analicemos, por ejemplo, el caso de la sanidad en Estados Unidos. Una parte considerable de la población (en torno al 16%) se vería beneficiada en caso de que el gobierno acometiera reformas progresistas y radicales en el sistema de sanidad, que es un mercado con muy poca intervención estatal y donde las entidades privadas hacen un gran negocio. Un gran negocio criminal, porque lo que está en juego no son bienes y servicios destinados al ocio, sino la propia salud.

El caso es que precisamente existe un conflicto de clase, en el que se ven inmersas estas empresas privadas, con mucho capital de respaldo y con sus inmensos beneficios en juego, y una población desprotegida y desorganizada, con su vida misma como medio para el beneficio de aquellas. Ningún gobierno ha podido realizar esas reformas, pese a conocer la extraordinaria necesidad de las mismas. Los obstáculos han sido muchos, pero el principal es el poder de presión de una de las partes: la del capital.

Y es que debido a su capacidad económica, los grupos de presión pueden acceder a los medios de comunicación, manipulando y tergiversando la realidad con el fin de "convencer" a la opinión pública de lo innecesario de las reformas; financiar a los partidos políticos, para comprar así sus votos; aprovechar el sistema político individualista y privatizado para introducir sus propios discursos... Y frente a ello, se encuentra un estado con una fortaleza insuficiente para capacitar a la gran masa de desposeídos que buscan presionar políticamente en el sentido que tanto necesitan, pero cuya desorganización y descordinación es tal que resulta del todo imposible.

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