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DE LA DESOBEDIENCIA A LA REBELIÓN
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El sujeto explotado comprende que la desobediencia va haciéndose necesaria en la medida en que profundiza en la visión crítica y en la medida en que, cada vez más, ve que su futuro depende de que siga ampliando su movilización. La conciencia de la necesidad de la desobediencia va surgiendo a la vez que se avanza en la emancipación práctica y en la medida en que ese logro choca cada vez más con los crecientes obstáculos represivos que le enfrenta el poder enemigo. La experiencia muestra que si bien la obediencia produce placer, los logros y derechos que se conquistan con la desobediencia producen un placer superior en lo cualitativo y en lo cuantitativo. La fuerza del terrorismo religioso con su amenaza del eterno padecimiento en el infierno radica en que infunde un miedo pánico inconmensurable si se le compara con los “efímeros” logros terrenales que se obtienen con la desobediencia, que además es “pecado”. La pregunta clásica “¿de qué me sirven todos los tesoros si pierdo mi alma?”, refleja perfectamente la terrible efectividad contrarrevolucionaria del terror cristiano si consideramos que la libertad, la justicia, la calidad de vida, etc., son los verdaderos “tesoros” por los que luchan las personas oprimidas: “¿de qué me sirve la libertad si acabo en el infierno eterno?”.
Aunque en el capitalismo el terror cristiano está en relativo retroceso a pesar de los esfuerzos desesperados de las Iglesias y de muchas burguesías, no es menos cierto que el terror consumista ha ocupado su lugar: “¿de qué me sirve la libertad si no puedo consumir lo que “quiero”?”. El miedo a la libertad existe también por estas razones, pero la experiencia muestra que una vez desencadena la lucha, la revolución es vivida como una fiesta y la creatividad de las masas se dispara hasta niveles inconcebibles con anterioridad y desde la lógica burguesa. No es casualidad que todas las revoluciones van acompañadas por sus correspondientes explosiones de creatividad cultural en todos los sentidos, creatividad que se inicia con las primeras luchas y desobediencias, que avanza con ellas, dentro de su autonomía, y que llega a la nuevos desarrollos de su potencial gracias a los recursos generados por la revolución o a los viejos recursos culturales recuperados y puestos al servicio de la cultura nueva.
Pues bien, la base sobre la que descansa la explosión creativa radica en el inicio de las desobediencias anticapitalistas vividas como pura necesidad de existencia, de pensamiento y de deseo. Cuando la gente se da cuenta en su práctica que la desobediencia concreta puede mejorar su vida en aspectos cualitativos o incluso cuantitativos, y cuando toma conciencia que gracias a su lucha el poder explotador le trata con más respeto, le teme y no le impone a la fuerza o con amenazas sus decisiones, sino que busca un acuerdo previo, una especie de negociación por tramposa que sea, entonces la desobediencia aprende que ha llegado a ser un contrapoder en su lucha concreta.
¿Qué es un contrapoder? Como su nombre indica, se trata de la aparición de una fuerza social colectiva o individual consciente de sí capaz de frenar y condicionar de algún modo los proyectos y la fuerza del poder explotador. En cualquier reivindicación activa que aumente en fuerza, termina presentándose un momento en el que ella es capaz de condicionar, detener y hasta derrotar parcial o totalmente al poder opresor al que se enfrenta. Los y las oprimidas aprenden en su acción que tienen un contra-poder suficiente como para no seguir padeciendo la misma opresión que sufrían antes. El contrapoder es esta capacidad de resistencia y hasta de avance.
Desde la resistencia de una mujer maltratada que logra frenar al agresor y que avanza luego en su emancipación, hasta la retirada de una ley estatal por la lucha tenaz de pueblo, pasando por una infinidad de otras prácticas que no salen en la prensa oficial pero que sí son conocidas por el pueblo gracias a su prensa propia, en la realidad social existe una enorme gama de contrapoderes más o menos pequeños, aislados, que nacen y desaparecen tras sus logros particulares, o simplemente porque negocian una salida intermedia o porque son derrotados. Pero en estos últimos casos, la experiencia de la lucha no se pierde del todo, siempre queda un resto en los recuerdos de los y las afectadas, y de las personas circundantes. En este sentido se puede decir que en toda desobediencia práctica está presente un germen de contrapoder, que arraigará y crecerá dependiendo de la lucha. La sociología no ha tenido más remedio que reconocer esta realidad mediante sus diversas teorías funcionalistas, del conflicto y de la integración, etc., reconociendo así con la boca pequeña la corrección de la teoría marxista al respecto, pero buscando siempre desvirtuarla para reforzar el orden establecido.
Pero el grueso de los contrapoderes, de las desobediencias prácticas, son desintegradas en sus inicios por la efectividad de los medios de que dispone el poder dominante, entre los que hay que destacar el desprecio de las izquierdas por lo irracional e inconsciente, por la mal llamada “vida privada”, por el campo de batalla política que es el “mundo subjetivo”, el “individuo” tomado en su aislamiento burgués. Una permanente y auténtica guerra invisible entre la obediencia y la desobediencia se libra en estos espacios menospreciados por las izquierdas pero muy vigilados y controlados por la burguesía, sabedora de su contradictorio potencial revolucionario o reaccionario ya que, según el dicho popular, “del amor al odio hay un paso”. Manipular esta unidad de contrarios dirigiéndola hacia el triunfo de lo autoritario, masoquista y obediente, es un objetivo esencial de la burguesía que busca la máxima “precisión psicológica”, como hemos visto, para lograr que el inicial contrapoder perseguido no logre asentarse como grupo colectivo, o movimiento social y popular, o sindicato sociopolítico u organización revolucionaria, etc. Son estas fuerzas sociales las que en determinados momentos pueden bloquear la vida política oficial de un Estado, conquistar derechos denegados, impedir nuevos ataques y abrir períodos de esperanza.
De la “precisión psicológica” a la “precisión represiva” hay una distancia que el Estado se esfuerza en acortarla en lo posible, logrando incluso que dentro de lo psicológico actúe la represión, que lo psicológico sea represivo en sí mismo, como lo ha logrado efectivamente. En la medida en que la desobediencia organizada ya en contrapoder práctico sigue expandiéndose y coordinándose con otras luchas, en esa medida la “precisión psicológica” es reforzada por la “precisión mediática” y por la represiva, llegando el momento en el que la última ocupa el lugar de las anteriores, sustituyéndolas sin contemplaciones: la zanahoria ha dejado lugar al palo. Semejante cambio de la tolerancia a la represión, con todos sus matices que van de la tolerancia represiva a la represión tolerante, se va realizando al unísono del avance del contrapoder al doble-poder.
¿Qué es el doble-poder? Es la situación transitoria, muy lábil y fugaz, en la que coexisten dos poderes -el popular y el Estatal- en el seno de la sociedad, de modo que ninguno de ellos se puede imponer al otro definitivamente aunque sí puede impedir que el otro actúe con total libertad. Históricamente, las situaciones de doble-poder han sido cortas y tensas, cada día más tensas porque llega a ser notorio que cada bloque de clases enfrentado prepara lo que piensa que debe ser el golpe decisivo: la insurrección popular o el aplastamiento del pueblo. Los momentos de doble-poder se viven también en los conflictos cotidianos e individuales, también en las pequeñas luchas sociales, cuando el contrapoder ha llegado a disponer de la fuerza suficiente para anular las reacciones del poder explotador, del empresario, del marido, del ayuntamiento, etc., pero todavía no dispone de las fuerzas suficientes para obligarle a aceptar los derechos por los que se lucha.
Una de las diferencias entre el contrapoder y el doble-poder radica en que el segundo dispone de un proyecto de futuro mucho más preciso y elaborado que el primero porque aquél, por lo general, se plantea ya la destrucción del poder enemigo y la construcción del poder propio, mientras que el contrapoder sólo se plantea, por lo común, resistir en un principio y avanza en la lucha después. La finalidad del doble-poder es la victoria, y cuanto más claro tenga este objetivo más posibilidades tendrá de vencer. Semejante especie de “ley” extraída de la experiencia de todos los conflictos se aplica por tanto a cualquier lucha, y parte del hecho demostrado de que una situación de doble-poder es insostenible más allá de un plazo corto. Por definición, dos poderes irreconciliables enfrentados a muerte no pueden llegar a un empate en la relación de fuerzas, porque éstas nunca son estáticas, siempre se mueven, bajan o suben, pero nunca se estabilizan prolongadamente. Incluso si se alcanza una tregua, una especie de combate nulo como en el boxeo, de inmediato las contradicciones estructurales se pondrán a minar desde dentro ese pacto.
Peor aún, el pacto de tregua será aprovechado por la clase explotadora para recuperar fuerzas, lograr alianzas, dividir a las clases explotadas y, luego, exterminar a sus organizaciones revolucionarias, movimientos populares y sociales, sindicatos, colectivos y a decenas de miles de luchadores, encarcelando a muchos más y obligando a otros tantos a refugiarse en el exilio o a perderse en los escondites más insospechados. Otro tanto sucede, salvando las distancias, en los conflictos individuales y colectivos que no llegan a la importancia histórica de las crisis prerrevolucionarias y revolucionarias, cuando se juega el destino de decenas o centenas de millones de seres humanos oprimidos. En los conflictos “pequeños” cuando el bando opresor van perdiendo poder y fuerza debido al empuje del bando oprimido, frecuentemente intentar prolongar esa situación con excusas de todo tipo, desde retrasos judiciales hasta propuestas de negociación y acuerdo, pasando por intentos de soborno y desunión en el bando oprimido. Sabedor de que aún tiene una pequeña ventaja y de que la ley y el sistema en su conjunto, desde el patriarcado hasta el ejército pasando por la judicatura, las tradiciones y costumbres, las iglesias y la alienación social, etc., están de su lado, el opresor intenta prolongar en su beneficio ese “empate” mientras prepara su respuesta.
¿Cuántos obreros y obreras en huelga han visto de pronto cerrada la fábrica, o vaciada de máquinas, mientras creían que el empresario respetaba los plazos acordados entre las partes? ¿Cuántas mujeres que estaban al punto de denunciar a sus maridos por maltratadores han renunciado a hacerlo por las promesas de éstos y luego han vuelto a ser violentadas? ¿Cuántos movimientos vecinales, sociales, populares, organizaciones de todo tipo, se han creído las promesas de los poderosos a los que se enfrentaban y a los que tenían ya casi acorralados dándoles tiempo para contraatacar? En error de estos y otros muchos casos idénticos ha radicado en que no tenían claro el objetivo de constituirse en poder independiente, en “tomar el poder” dicho en términos clásicos, verídicos e incuestionables. “Tomar el poder” en estos casos quiere decir, por ejemplo, el divorcio, vencer al empresario o a los planes urbanísticos, o lograr instalaciones sociales y asistenciales, o mejoras sustanciales de cualquier tipo, etc. Desde luego que no es el “poder político” en su sentido esencial y definitorio, pero ya hemos advertido que había que poner cada conjunto de casos en su esfera de importancia histórica y social correspondiente.
La desobediencia como necesidad es sólo el primer paso consciente en el ascenso a la emancipación, paso seguido por otros si es que el proceso no es derrotado en el camino. Si sigue para adelante, tarde o temprano se enfrentará a la disyuntiva de tener que endurecer sus respuestas defensivas ante la creciente violencia ofensiva y atacante del poder opresor. Las lecciones aprendidas durante la fase del contrapoder sirven para dar el paso al doble-poder, y para poder debatir cómo y cuando se ejerce el derecho a la rebelión, que es la única garantía existente para impedir -y no siempre- que el opresor reaccione con espeluznante brutalidad. Surge aquí una cuestión que está resuelta en la dialéctica marxista: la de saber calibrar el momento en el que el derecho a la rebelión, la libertad moral y ética que tiene la gente oprimida para sublevarse, se transforma en necesidad de la insurgencia. O en otras palabras, el problema político y ético de saber hasta qué punto, en una situación crítica, el derecho y la libertad de autodefensa se transforma en necesidad de insurreccionarse.
Humanamente hablando existe lo que se define como “deber de auxilio” o “deber de socorro”, que está recogido penalmente como delito de “denegación de auxilio” u “omisión de auxilio” por parte de terceros hacia personas que están al borde de la muerte por accidente, catástrofe, agresión, etc. Las terceras personas que se encuentran cercanas, por lo que fuere, a una situación crítica así tienen el deber moral y ético, y la obligación penal de ayudar al agredido, al accidentado, al náufrago al borde de la muerte, etc. Se trata de la misma lógica que rige el principio del derecho a la rebelión defendido en el Preámbulo de la Declaración de los Derechos Humanos de la ONU de 1948, pero reducida sólo a los casos individuales y “menores”.
Si las terceras personas que se encuentran cerca de un agredido por asaltantes, de una mujer atacada para ser violada, por ejemplo, tienen que prestarle auxilio, la pregunta es: ¿qué hay que hacer cuando no es sólo una persona la atacada sino un grupo amplio, una clase trabajadora, una nación oprimida? ¿Hay que permanecer al margen o con una simple “ayuda humanitaria neutral”? El imperialismo ha resuelto este dilema con la teoría de la “guerra humanitaria” para restablecer el capitalismo explotador, o para quitar a una fracción de la burguesía y poner a otra, la propia, con sus monopolios transnacionales, etc. ¿Y la izquierda revolucionaria, qué debe hacer? Recordemos la experiencia de las Brigadas Internacionales en apoyo a la II República en el Estado español cuando la sublevación contrarrevolucionaria franquista apoyada por el nazifascismo y por el grueso de la burguesía mundial. Pero la cuestión decisiva es: ¿qué tenemos que hacer cuando es nuestro propio pueblo el machacado, nuestras familias y amistades, la clase trabajadora? ¿Tenemos que llevar hasta su lógica última el principio de “deber de auxilio” y de derecho a la rebelión, o tenemos que aceptar la tesis burguesa de que sólo el imperialismo capitalista tiene derecho a sus “guerras humanitarias?
La superioridad de la respuesta marxista radica en que explica mejor que nadie cómo y por qué el derecho y la libertad opcionales a la rebelión se transforma en su contrario dialéctico, no antagónico, en necesidad de sublevarse en determinados contextos especialmente críticos. Es la dialéctica de la lucha del oprimido contra el opresor la que explica en qué circunstancias el derecho a la autodefensa del primero se transforma en necesidad de autodefensa frente a los crecientes golpes asesinos del opresor. Necesidad por cuanto, llegados a ese punto crítico de de bifurcación o punto de no retorno, no dar ese paso o dudar durante un tiempo excesivo, es tanto como firmar la sentencia de muerte a manos del opresor. Desgraciadamente, existen demasiadas experiencias históricas que confirman la ensangrentada veracidad de esta tesis. Y allí donde surge históricamente una necesidad de supervivencia, su resolución se convierte en un deber moral de acción éticamente argumentado. Vemos así cómo partiendo de la dialéctica obediencia/desobediencia que está dentro de la desobediencia como necesidad, se llega a la dialéctica del derecho/libertad de rebelión que está dentro de la necesidad y del deber de luchar contra la explotación, la opresión y la dominación en cualquiera de sus manifestaciones.
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