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¡Cagüen…¡ (blasfemando que es gerundio)

Sé que soy un pecador intransigente, pertinaz y tozudo. Desde que era niño me he saltado a la torera casi todos los mandamientos, menos el cuarto, el quinto, el séptimo, el octavo y el décimo que hoy pisotean cum laude delincuentes como todos los Borbones, Javier Solana, George W. Bush, Aznar, Álvaro Uribe, o Silvio Berlusconi.

Una de las transgresiones que mayor satisfacción me producía, era conculcar con singular frecuencia los tres primeros, asunto en el que los nacidos en este sector de vieja Europa somos más que expertos. Recuerdo con particular agrado una noche en un refugio llamado Elígeme (gracias por aquellos años y aquellas noches de música y charla, queridos Pedro y Víctor), en el que se organizó un certamen de blasfemias, al que acudieron la flor y nata de los deslenguados de medio país, incluidos algunos ciudadanos vascos y catalanes, que naturalmente hubieran sido más aplaudidos en sus maldiciones que lo que lo fueron al utilizar su lengua vernácula, por lo que no valieron ni las adaptaciones al castellano, que perdían el lógico sabor de la eufonía y el ritmo originales al ser traducidos sus denuestos. Animo al president de la Generalitat, Montilla, y al lehendakari vasco, Ibarretxe, a que promuevan ese tipo de concurso en sus países respectivos.

Uno de los finalistas de aquella primera competición fue un amigo de entonces (que hoy duerme el sueño de los justos, no por una maldición divina, sino porque arrastraba ya un cáncer de caballo), al que se le ocurrió la siguiente frase. “Me cagûen los calostros de las tetas de la Virgen”, que arrancó algunos bravos, excepto entre algunas de las féminas asistentes, que no esperaban una frase tan sexista, sino un taco que incluyera el nombre del supuesto creador de este universo. La discusión sobre la conveniencia y oportunidad de mentar a la madre del Dios de los cristianos (a la que muchos de ellos no consideran ni tan virginal ni tan santa), y la obligatoriedad de citar de alguna forma al Ser Supremo, se desató de inmediato entre los miembros del jurado, aunque quien en verdad tenia la ultima palabra era el público, al que se cronometraba el tiempo de palmadas dedicadas a los aspirantes al Oscar a la Blasfemia más inteligente y/o divertida.

Aquellas mujeres, aquellos hombres que formaban el Sanedrín del Elígeme, llegaron pronto a la conclusión de que “Dado que no existía una regla excluyente hacia el recuerdo para los familiares de Dios, Cristo o sus apóstoles”, se admitía el juramento, aunque se incluyó el voto contrario a las alusiones y citas despectivas hacia partes del cuerpo femenino. El autor pidió disculpas, asegurando que en ningún momento quiso burlarse de una mujer que cumple el hermoso deber de amamantar a un bebé, declarando más tarde que había dejado en casa otra blasfemia en la que aseguraba que la Virgen había sido concebida por el Espíritu Santo, dado que a esa figura se la representa erróneamente como una paloma, cuando en realidad ese símbolo debería ser no la pafícica colomba, sino un pichón (aumentativo de la masculina picha, pija, pinga o chorra), más adecuado a la hora de cometer un acto como el que embarazó a la señora de José el Carpintero.

El ganador absoluto fue un muchacho de 23 años, extremeño, que sorprendió a toda la audiencia con la siguiente blasfemia. “Me cagüen las zurraspas de la Sábana Santa”, que en principio comprendieron pocos de los asistentes, ya que muchos de ellos ignoraban el significado de la palabra zurraspa, término que se aplica a los restos de heces que, casi solidificadas, se quedan pegadas al sieso o ano tras haber defecado. Imaginar a los científicos de medio mundo, analizando con Carbono 14 la textura del sacro lienzo, en el que pudieran haber encontrado tales residuos, resulta cuando menos de una imaginación apabullante. Una ovación de gala acompañó al ganador, que se vio obligado a saludar en varias ocasiones, sobre todo cuando se entendió en su totalidad tamaña imprecación, mientras era maldecido en escena por un actor ataviado de Torquemada y bendecido por otro cómico vestido de Pilatos.

El premio era una botella de whisky y una visita gratuita al Valle de los Caídos, donde el/la ganador/a prometía defecar a los pies del altar mayor, con discreción y mesura, para evitar ser detenido por las fuerzas del desorden público. Ni que decir tiene que, bajo el manto protector de cinco compañeros de fatigas, el ganador dejó una muestra fehaciente de su monumental cagada a los pies del altar, cerca de la tumba de dictador Franco, mientras los dos vigilantes del repelente mausoleo eran convenientemente distraídos por otra pareja amiga, disfrazada de ultras del Real Madrid, colectivo donde se refugian los fascistas que pululan por la capital de España en absoluta libertad, maltratando o asesinando a jóvenes de izquierda (honramos tu memoria, Carlos), sin que sean molestados por los agentes de Rubalcaba.

Llevo las blasfemias conmigo, como tesoro literario popular, como joyas del pueblo sencillo al que Dios abandonó hace milenios, en recuerdo de cuando Adán y Eva fueron expulsados del Paraíso, sòlos al lado del Caín y Abel; y ya que el primero de los hijos mató por celos al segundo, y sin que tengamos noticia alguna de la existencia de otras mujeres, habremos de deducir que la humanidad creció, demográficamente hablando, gracias a los buenos oficios de ambos machos, Adán y Caín, cruzándose hasta el delirio hasta la ancianidad de Eva, pero dejando la incógnita de quienes fueron sus descendientes. Ese hecho merece una buena blasfemia, porque estoy casi seguro de que los ángeles que expulsaron del Edén a la primera pareja de hecho de la historia, también retozaban en plan hermafrodita para legar a la posteridad algunos seres alados, de esos que cobran el salario como guardianes de millonarios, que no de pobres y abandonados, aunque se despisten como en el caso de Kennedy.

Un mes en este purgatorio llamado primer mundo, en esta España de estupidez y violencia colectiva, que se desayuna cada día con asesinatos, violaciones, o aplaudiendo a un actor patético que hace un papel histriónico en un festival cutre, ha sido mi condena en este año 2008 por mi debilidad hacia la blasfemia.

Sin embargo, el presidente Zapatero ha superado con creces a aquel ganador de las zurraspas de la sábana santa. Entre frases dignas de una antología de la chiquilicuatrería más casposa, y la sonrisa fuera de lugar, como cuando recibía en La Moncloa a un padre al que un pederasta acaba de asesinar a su hija de 4 años, Zetapé dijo a los cuatro vientos: “España debe exportar ideas”. Y en eso, como si el mismo Dios le hubiese escuchado, apareció en una televisión el representante eurovisivo más lamentable de los últimos años. El PSOE sigue en buena línea.

Carlos Tena

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