««   »»
  

¿Es real la amenaza de la hiperinflación?

Uno de los debates más interesantes que se dan entre los economistas de uno u otro signo se centra en la evolución futura de los precios. No existe término medio: los hay o hiperinflacionistas, que anticipan una situación similar a la vivida por la Alemania anterior a la Segunda Guerra Mundial, o deflacionarios estructurales, que basan su pronóstico en lo que ha ocurrido en Japón en los últimos veinte años.

Un debate extremo cuyas antagónicas posturas admiten argumentos válidos en uno u otro sentido. El problema es que se basan en experiencias históricas que no sé si son trasladables a la coyuntura actual, que creo que no. En cualquier caso, cuestión apasionante la que hoy pongo encima de la mesa y sobre la que, tras la oportuna exposición de motivos lo más simplificada posible, me pronunciaré sólo al final. Sean pacientes.

Los que defienden que veremos una situación de precios disparados en un periodo razonablemente corto de tiempo lo hacen sobre la base del brutal incremento de la oferta monetaria que se ha producido en los últimos meses, por una parte, y de los ambiciosos programas de inversión pública acometidos alrededor del globo que requieren de financiación. Los efectos de ambos fenómenos simultáneos serían: un aumento de las disponibilidades líquidas que incentivaría la demanda de bienes y servicios (inflación real), una pérdida de la confianza en la capacidad de repago de los países lo que incidiría sobre el valor real del dinero fiduciario (deflación monetaria) y una enorme tentación por parte de los gobiernos de impulsar procesos inflacionistas que permitan reducir el valor real de sus deudas a medio plazo como alternativa a las subidas de impuestos para financiar el déficit, en aquellas naciones en las que éste exista.

Por el contrario, los que se asoman al balcón de los precios estables, o incluso negativos, lo hacen bajo el paraguas de una doble premisa: por una parte, la inyección de dinero en la economía no tiene un efecto per se en la misma sino que depende, por una parte, de que la correa de transmisión funcione, estamos hablando del sistema bancario, y, por otra, de que exista una oferta ajustada a la demanda que permita el repunte de los precios cuando ésta se incentive como consecuencia de la actuación administrativa. Con la capacidad de utilización productiva en Estados Unidos a niveles próximos al 70%, la débil situación de las entidades financieras y el exceso de apalancamiento existente en la mercado, para esta corriente de pensamiento la posibilidad de inflación, aún a niveles razonables, es poco factible. Más bien al contrario, el proceso de contracción de demanda ahondaría aún más en los fenómenos de ajuste de la oferta lo que atraparía a la economía en una espiral de precios negativos de difícil ruptura. Llega la deflación dispuesta a quedarse.

Sin embargo, ni la Alemania de Weimar ni el colapso Japón de los 90 resultan referencias de aplicación en la actualidad. No nos encontramos con una situación de postguerra en la que Estados Unidos se vea obligado a hacer frente a sus pagos de forma perentoria, toda vez que su potencial debilidad financiera tendría un efecto arrastre sobre gran parte de sus socios comerciales, incluida China. Tampoco carece Obamaland de los ingresos fiscales necesarios como para, en caso de reactivación económica, no poder hacer frente a sus deudas actuales. Disfruta además la economía norteamericana de un activo del que carecían entonces los alemanes: la condición del dólar como moneda refugio a nivel mundial lo que ayuda a mantener bajos sus costes de financiación. Una posición que se refuerza en la medida en que todas las demás divisas se devalúan contra él.

Tampoco resulta válido el ejemplo nipón. En aquél país el déficit de las distintas administraciones se suple con el superávit del sector privado lo que permite que la posición neta de los japoneses en el mercado global sea acreedora. En Estados Unidos, por el contrario, el endeudamiento afecta a ambos elementos sustanciales de la economía -público y privado- lo que determina la necesidad de un proceso de ajuste que sólo se puede lograr, dada la expansión del gasto público comprometido, bien a través de rentabilidades más atractivas, bien a través de devaluaciones monetarias que mejoren la posición competitiva, factores ambos que darían la razón a los inflacionistas, bien a través de un ajuste de la demanda interna que es, precisamente, lo que se pretende evitar. Si el punto de partida es distinto, el efecto también lo será.

¿Entonces?

Lo más probable es que no se materialice ninguno de los fenómenos extremos aquí recogidos y que nos encontremos con una inflación -concepto discutido aún a día de hoy entre los que censuran su lejanía frente la cesta de la compra real de los ciudadanos y los que observan como lhándicap insuperable la ausencia en su cómputo de elementos tan evidentes de creación/destrucción de riqueza como el coste de los inmuebles- contenida en los próximos años, en tanto dure el proceso de desapalancamiento y el masivo output gap o exceso de producción de la economía que son los que limitarán la posibilidad de incrementos desmesurados de los precios en el futuro inmediato. Sin embargo, y salvo procesos de innovación tecnológica que reduzcan sustancialmente la dependencia, cabe aventurar que los recursos físicos finitos terminarán sufriendo, más pronto que tarde, de limitaciones de oferta que incidirán sobre sus precios de mercado, impulsándolos al alza. De ser así nos encontraremos con un crecimiento económico por debajo de potencial pero sin la bomba deflacionaria pesando sobre nuestras cabezas. Pero, como siempre, se trata sólo de una opinión más que persigue, primera y principalmente, generar debate.

En sus manos queda.

S. McCoy

Publicado por Pause Editar entrada contiene 0 comentarios.
Etiquetas: , , , , , .

Publicar un comentario

Wonder News

Nota: solo los miembros de este blog pueden publicar comentarios.

«« Inicio »»