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El capitalismo: esa mala película

Como en los peores filmes, el "happy end" del descalabro financiero deja en la sombra y excluye a la mayoría sumergida del planeta. El poder didáctico de este acontecimiento puede contribuir a organizar una política de naturaleza distinta.

Tal como nos la presentan, la crisis planetaria de las finanzas parece una de esas malas películas pergeñadas por la usina de éxitos prefabricados que hoy se da en llamar "cine". No falta nada, ni siquiera las repercusiones aterradoras: imposible parar el viernes negro, todo se desmorona, todo se desmoronará...

Pero la esperanza persiste. En primer plano, todos despavoridos y concentrados como en un filme-catástrofe, el pequeño escuadrón de los poderosos, los bomberos del fuego monetario, los Sarkozy, Paulson, Merkel y Brown arrojan al agujero central miles de miles de millones. "¡Salvemos a los bancos!" Ese noble grito humanista y democrático brota de todos los pechos políticos y mediáticos. Para los actores de la película, o sea los ricos, para sus siervos, sus parásitos, para quienes los envidian y quienes los alaban, un happy end, creo, lo percibo, es inevitable, teniendo en cuenta lo que son hoy tanto el mundo como los políticos que en él se despliegan.

Volvámonos más bien hacia los espectadores de ese show, la multitud aturdida que oye como un estruendo lejano el grito victorioso de los bancos arruinados, adivina los fines de semana agotadores de la gloriosa pequeña tropa de jefes de gobierno, ve pasar cifras tan gigantescas como oscuras y compara con ellas maquinalmente sus propios recursos, o incluso, para una parte muy considerable de la humanidad, el liso y llano no recurso que constituye el telón de fondo amargo y a la vez valiente de su vida. Yo digo que ahí está lo real, y que accederemos a él solamente desviándonos de la pantalla del espectáculo para considerar la masa invisible de aquellos para los cuales el filme-catástrofe, con desenlace color de rosa incluido (Sarkozy besa a Merkel y todos lloran de alegría), no fue en ningún momento otra cosa que un teatro de sombras.

Se ha hablado estas últimas semanas de la "economía real" (la producción de bienes). Se le opuso la economía irreal (la especulación) de la que derivaba todo el mal en razón de que sus agentes se habían vuelto "irresponsables", "irracionales" y "predadores". Esta distinción es evidentemente absurda. El capitalismo financiero es desde hace cinco siglos una pieza mayor del capitalismo en general. En cuanto a los dueños y animadores del sistema, son, por definición, "responsables" sólo de las ganancias, su "racionalidad" se mide respecto de las ganancias, y predadores no sólo lo son sino que tienen el deber de serlo.

Por lo tanto, nada más "real" en la bodega de la producción capitalista que su piso mercantilista o su compartimento especulativo. El retorno a lo real no es el movimiento que lleva de la mala especulación "irracional" a la producción sana. Es el retorno a la vida, inmediata y reflexionada, de todos los que habitan este mundo. Desde allí podemos observar el capitalismo, incluido el filme-catástrofe que nos imponen. Lo real no es la película, sino la sala.

Reconozcámosle al cine-crisis, reseñado de esta manera, su fuerza didáctica. ¿Es posible que alguien se atreva todavía, frente a la vida de los que están mirando, a cantar loas a un sistema que remite la organización de la vida colectiva a las pulsiones más bajas, la codicia, la rivalidad, el egoísmo?

Lo único que podemos desear es que ese poder didáctico reaparezca en las lecciones aprendidas por los pueblos, y no por los banqueros, ni los gobiernos que los sirven o los diarios que sirven a los gobiernos, de toda esta oscura escena. Yo veo dos niveles articulados de este retorno de lo real.

El primero es claramente político. Como lo mostró la película, el fetiche "democrático" no es más que servicio solícito a los bancos. Su verdadero nombre, su nombre técnico, yo llevo tiempo proponiéndolo, es: capital-parlamentarismo. Conviene, por lo tanto, como ya empezaron a hacerlo múltiples experiencias en los últimos veinte años, organizar una política de naturaleza diferente. Dicha política está y estará durante mucho tiempo muy alejada del poder estatal, pero no importa.

El segundo nivel es ideológico. Es necesario derribar el viejo veredicto de que hemos llegado al "fin de las ideologías". Vemos muy claramente hoy que ese presunto fin no tiene otra realidad que la consigna "salvemos a los bancos".

No hay nada más importante que volver a encontrar la pasión por las ideas, y oponer al mundo tal como es una hipótesis general, la certeza anticipada de otro curso de las cosas totalmente distinto.

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