La media España de los miserables que perdió una guerra, y que fue fusilada, exiliada y humillada hasta el hartazgo, por su ejército, su iglesia, sus amos y los asesinos a sueldo, disfrazados de falangistas o policías, sufre el síndrome de Antígona, porque durante cuarenta años tuvo prohibido enterrar y honrar a sus muertos, y cuando fue la hora de reclamar ese derecho, durante la Transición, renunció porque el terror de esos cuarenta años aún nos impedía ser libres.
Así nos va, ahora, escarbando por caridad en esta o en aquella fosa común, y con el último timo de una infame ley, llamada de recuperación de la memoria histórica. El rey Creontes enterró viva a Antígona; en España se han muerto de viejos los padres y hermanos de quienes fueron fusilados y echados como perros en las cunetas, con la maldición de Antígona rabiando en sus entrañas.
Hijos y nietos aún han de batallar como jabatos para recuperar los huesos de sus antepasados. Asesinaron y robaron lo que quisieron y se sabían impunes. Que un criminal de guerra, confeso y victorioso, ocupase la Jefatura del Estado durante cuarenta años no se borra fácilmente, y sus secuelas son innumerables y persistentes. Mientras tanto, los jueces españoles, sin barrer la propia casa, se atreven con los criminales de guerra de allende mares y continentes, persiguiendo torturadores y genocidas, discípulos y émulos de sus maestros franquistas. Archiveros de algunas instituciones se otorgan el poder de decidir a su capricho qué puede ser consultado. Antígona fue enterrada viva por Creontes y Transición. Ya es demasiado tarde para muchos, pero los nietos siguen en pie. La ignominia continúa, el combate por conocer toda la verdad, también.
Queremos los nombres, todos los nombres: el de los de los asesinados y el de los asesinos. Queremos saber cómo, dónde, cuándo, por qué y quién se enriqueció y/o detentó el poder gracias a tanta muerte, a una represión tan feroz, a tanto dolor.
La Guerra Civil no fue una guerra fratricida, fue una guerra de clases. El franquismo represalió, claro está, a las minorías democráticas, pero sobre todo impuso el terror a una clase obrera derrotada por las armas, vencida.
No hay otro remedio al dolor, ni existe otra solución que saberlo todo, por todos los medios, con todos los archivos abiertos, sin traba alguna, con los recursos económicos que sean necesarios. Queremos saberlo todo, queremos todos los nombres, de asesinados y de asesinos, de cómplices y delatores, queremos saber el cómo, dónde, cúando y por qué de cada muerto. Y sabido todo esto, queremos justicia. De no ser así, nos están enterrando en vida, como hizo Creonte con Antígona.
Agustín Guillamón
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