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En el mundo interior del capital |
Drogas duras hay muchas: la heroína, el marmol de Carrara, los mojitos de El Bandido doblemente armado... Pero pocas tan duras, tan drogas, tan destructivas como: la inteligencia.
Sloterdijk es la inteligencia. 100% alemana. 100% me-toca-los-cojones-si-no-entiendes-nada-porque-no-tienes-mis-mismas-lecturas. 100% doy-por-hecho-que-hablo-con-adultos. 100% exigencia, esa cualidad que tan nerviosos pone a algunos y que, a veces, es la única manera de ensanchar el cráneo.
Es gracioso: las estanterías de filosofía. Buscas Schopenhauer, buscas Nietzsche, buscas Aristóteles, y sólo encuentras Fernando Savater, Jose Antonio Marina, un tipo que escribe sobre la tele. Es como buscar tu nombre en google y darte de bruces con un montón de subnormales que se llaman como tú, y que van todos en el autobús de twitter, con la gorrita de béisbol sin doblar.
Todo esto lo digo con el mayor de los respetos por los jugadores de béisbol, sobre todo si le llevaron las flores a Marylin.
En el mundo interior del capital, que es la piedra dura de este post, es un ensayo de verdad; es un pensar de verdad; es un decir valiente. Aunque cualquiera, hojeándolo, puede hacer burla del libro sacando extractos incomprensibles (llenos de todo ese ser-ahí, fenomenológico, meta-ética... que tanto gusta a los nomencleitor germanos), la lectura distanciada del texto, la lectura modesta de hecho de todo este sistémico modo de decir, acaba siendo premiada por la evidencia de que las grandes verdades acaban siendo dichas con palabras sencillas.
Sloterdijk mola.
Su ensayo, editado bellamente por Siruela, se subtitula "Para una teoría filosófica de la globalización", y contiene apuntes, ideas, batallas como las que me molesto en transcribir o indicar a continuación.
Empezamos con Colón. La globalidad, nos dice Peter, viene siendo desde el siglo XVI, cuando unos cuantos países que no tenían nada mejor que hacer que pisotear a los demás se dedicaron a colonizar el globo y convertirlo en un mapa para que nadie pudiera esconderse.
Me encanta la idea, que también sale en Esferas, de que hay por ahí un tipo que afirma que uno puede joder a otro país "si conoce a los nativos mejor de lo que ellos se conocen a sí mismos". O sea sé: si impera la superioridad cultural e intelecual.
Esto no lo dice Peter, lo digo yo. La idea del menda que no nombro es, tal cual, una defensa del abuso sexual de menores. Del mismo modo que un Pío Moa, un Jiménez Losantos, un Jean-François Revel (este afirma en El conocimiento inútil: "La cultura dominante es la cultura occidental y todas las demás culturas giran alrededor de la cultura occidental") puede entrever que siendo superiores a los moros o los tamagotchis tenemos derecho a imponerles un Mcdonald en cada puta esquina, puede afirmarse que siendo uno superior a una niña de 4 años, podemos imponerle toda aberración física.
Sigue Sloterdijk.
La expansión colonialista sólo tuvo un motivo: el dinero.
Cito:
La empresa es la poesía del dinero. Así como la miseria vuelve inventivo, el crédito vuelve empresario.
Sloterdijk diagnostica que: el capitalismo es un juego de deudas por saldar, que exigen más beneficios, y a su vez más gastos, y así más deudas que saldar; y más expansión.
La disposición al riesgo de los nuevos actores globales es propulsada ultima ratione por el imperativo de conseguir ganancias para saldar deudas de créditos de inversión.
Paralelamente a la expansión del capital, se produjo la infección espiritual. Motivo: ningún barco podía partir sin cura a bordo, no sea que la gente se muriera (como de hecho se morían por decenas) y fuera a ver a Dios sin extreme unción show previo.
Invadieron e infectaron; se hicieron con el mapamundi para pintarlo y empezar con los retoques. Mataron, asesinaron y, sobre todo, como dicen en LA Confidential, "se salieron con la suya". El malo es, sí, el que se sale con la suya, por mucho que siglos después Sloterdijk diga claramente lo siguiente:
¿Quién podría aún mantener la defensa de los soldados americanos que con intención criminal contra un pueblo enviaron al campamento de sus enemigos indios mantas de lana infectadas de viruela? ¿Quién podría defender a los comerciantes de seres humanos, a quienes se les echaba a perder a veces un tercio de la mercancía en transportes transatlánticos de reses humanas? ¿Quién asumiría la defensa de Leopoldo II de Bélgica, que había convertido su colonia privada, el Congo, en el "peor campo de trabajos forzados de la Edad Moderna" (según una expresión de Peter Scholl-Latour), con diez millones de masacrados? (...) Entretanto, la tribunalización del pasado ha alcanzado a la época heroica de la globalización terrestre en su totalidad. El dossier de la Edad Moderna se nos presenta como una gigantesca acta de acusación frente a incorrecciones imperiales, abusos y crímenes, y el único consuelo que transmite su estudio es la idea de que esos hechos y malechos se han vuelto irrepetibles. Quizá sea la globalización terrestre, como la historia universal en general, el delito que sólo se puede cometer una vez.
Olé tus cojones.
Segunda parte de En el mundo interior del capital
Se sabe ahora, de una vez por todas, que nadie entra ya en ningún lugar del mundo como el primero; también ya que tener en cuenta explícitamente que nadie puede manifestarse con independencia discursiva sobre ningún tema del mundo.
Habla Peter del ahora, tú y yo y toda la mierda que nos rodea. Lo que me gusta es que el Morfeo teutón no tiembla, no se enerva: tiene la sangre más fría del mundo para decir lo atroz.
Esto:
Del capitalismo, por el contrario, puede decirse ahora que desde siempre significó más que una mera relación de producción; su fuerza de troquelaje llegó siempre mucho más allá de lo que consigue designar la figura teórica "mercado mundial". El capitalismo implica el proyecto de trasladar la vida entera de trabajo, deseo y expresión de los seres humanos, captados por él, a la inmanencia del poder adquisitivo.
(La cita ut supra me pone los pelos de punta. La verdad. Casi tanto como Killing in the name of, de RATM.)
Terrorismo. El terror sólo existe por un motivo: que sale en la tele. Lo dice Peter, pero lo sabe cualquier tipo que lleve un par de décadas asistiendo a album-periodístico de los atentados de ETA.
El miedo:
El clima de miedo, mantenido cuidadosamente, en el espacio mediático garantiza que la gran mayoría de mimados consumidores occidentales de seguridad se junte en la comedia de lo inevitable. Los viajeros que tras el 11 de septiembre sacrifican en los aeropuertos sus tijeras de uñas en el equipaje de mano para la aminoración del riesgo de la navegación aérea tienen una prueba ya de a dónde lleva eso.
La gente es feliz, con sus cosas compradas un sábado. Y Sloterdijk no tiene rubor en citar a Mussolini: El fascismo es el horror ante la vida cómoda.
USA:
Mientras que el ejército americano en Irak -apoyado marginalmente por británicos, polacos, italianos y otros aspirantes a propinas que toquen a los camareros de la mesa de la historia, puesta de nuevo-anuló en pocos días a las tropas desmoralizadas de Sadam Husein, el enorme resto de los no-amigos de hechos bélicos en todo el mundo se alineó con nueva autoconciencia, como si sólo hubiera comprendido del todo por el espectáculo ofrecido cuáles son los valores propios.
Más USA:
El fraude psicopolítico de balance, que soporta enteramente el sistema, pretende, en primer lugar, hacer invisible la cifra gigantesca de los perdedores que hubieron de quedar rezagados en el salón de juego de la pursuit of happyness. No obstante, los datos están tan a la vista que incluso para los admiradores del sistema americano no es fácil ignorarlos. Hay en Estados Unidos más pobres sin esperanza que habitantes tiene Irak, hay más consumidores crónicos de psicofármacos que en ningún otro país de la Tierra, hay más seres humanos con sobrepeso grave que en todo el resto de los países del mundo, hay políticamente más grupos no representados y más gente que no vota que en cualquier Estado democrático, hay proporcionalmente diez veces más presos en Estados Unidos que en Europa y entre seis y ocho veces más que en la mayoría del resto de naciones del mundo.
La última frase del libro de Sloterdijk, que es libro más vibrante que he leído en este puto año, es:
Quizá ha llegado el momento de tomar al pie de la letra las grandes frases.
Amén.
Lector mal-herido
Etiquetas: conocimiento, inteligencia, monopolios, multitud, politica, sabiduria.
En aquella época, la ciencia y la tecnología parecían desarrollarse con tal rapidez y seguridad, solucionando tantos problemas y haciendo la vida más fácil para millones de personas, que era fácil pensar –en la Gran Bretaña del siglo XIX, por ejemplo– que la humanidad marchaba camino al éxito, hacia horizontes cada vez más brillantes.
La noción de "desarrollo" caracterizó la versión del progreso del siglo XX. Al menos hasta la aparición –a mediados de la década de 1990– de los informes sobre desarrollo humano de Naciones Unidas, los "promotores oficiales del desarrollo", como el Banco Mundial, confundían el crecimiento económico con el bienestar de las personas y, al impulsar grandes programas como la "revolución verde", contaban con la ciencia y la tecnología para erradicar la pobreza y la desigualdad. China aún sigue un camino similar, propio del siglo XIX, con una fe sin igual en el progreso tecnológico y mostrando escaso interés por la libertad de los seres humanos o por los límites que impone la ecología.
Las dos guerras mundiales, la Shoá, los horrores del colonialismo que fuimos conociendo poco a poco, la carrera armamentística nuclear y los desastres nucleares contribuyeron a erosionar la fe en el progreso en el siglo XX. El cambio climático, las múltiples crisis financieras, la crisis del petróleo y las amenazas de las hambrunas y del terrorismo cumplen la misma función en el siglo XXI. Parece que por fin empieza a entrarnos en la cabeza que la civilización podría ir hacia atrás y que, en estos momentos, seguramente la estamos empujando en esa dirección.
Históricamente hablando, sólo la izquierda, sólo las fuerzas progresistas, han generado progreso en forma de emancipación de los seres humanos. Así, la pregunta que TEMAS hace a sus autores –“¿cuál sería la nueva idea de progreso para la izquierda en el siglo XXI?”– se revela urgente.
Intentaré contestarla señalando primero la distinción necesaria entre los avances científicos y tecnológicos y el progreso humano. En el pasado iban de la mano; hoy, sin embargo, el debate, la discusión, radica en saber si los desarrollos científicos verdaderamente constituyen progreso o no. Ahora, con frecuencia, la izquierda debe detener aquello a lo que la derecha llama “progreso”, una idea inconcebible para los progresistas de hace cien años. En la actualidad, cuando el supuesto “progreso” está controlado por las corporaciones transnacionales centradas exclusivamente en el beneficio y en la apertura de nuevos mercados, ello se convierte en un deber para los progresistas.
El ejemplo de los organismos modificados genéticamente (OMG) ilustra esta idea. Aunque hasta ahora nadie ha probado de manera concluyente que los OMG son peligrosos para la salud de las personas, es evidente que generan un impacto medioambiental negativo y que pueden extender o acabar con la libertad de los agricultores para cultivar de forma orgánica o tradicional. Conscientes de que las corporaciones transnacionales controlan los OMG –en especial Monsanto y su enorme legado de productos nocivos– los progresistas hacen bien en impedir el cultivo de OMG si no es en condiciones estrictamente establecidas.
No necesitamos más energía nuclear sino más bien, como en España, mucha más inversión en energía eólica y demás energías alternativas. Tampoco necesitamos nuevos aviones de combate, por mucho que interese al complejo militar industrial, sino más bien investigación y desarrollo de materiales ligeros para construir aviones comerciales que consigan reducir drásticamente las cantidades de gasolina que consumen. Como ha señalado el filósofo Paul Virilio, toda tecnología contiene su propio accidente: el avión que se estrella, el ordenador que se bloquea con catastróficas pérdidas de información, la fusión de un reactor nuclear, las plagas originadas por la involuntaria liberación en la naturaleza de organismos manufacturados, los vertidos de petróleo, las explosiones químicas… la lista es larga. El deber de los progresistas es aplicar de manera rigurosa el principio preventivo de intentar controlar las corporaciones que tratan de controlarnos. Esto exige perseverancia y que las organizaciones políticas transnacionales equiparen sus estrategias con las de las propias corporaciones.
La cuestión del progreso en el sentido de la emancipación de los seres humanos es distinta. Aquí, evidentemente, la izquierda no está llamada a impedir, sino a buscar y a encontrar nuevas vías, de la misma manera que todos los progresistas habidos y por haber lo han intentado. Todos ellos tuvieron que luchar con múltiples formas de opresión en las difíciles condiciones de su tiempo, y la mayoría de ellos, admitámoslo, fracasaron. Espartaco no consiguió acabar con la esclavitud en la antigua Roma, y hasta el siglo XIX ésta no se pudo erradicar. Cientos de filósofos, protocientíficos, pensadores y personas inocentes acabaron quemados en la hoguera cuando el poder de la Iglesia no podía ser detenido. Durante siglos, Europa llevó a cabo guerras sangrientas que provocaron un número incontable de muertes innecesarias hasta que una Europa unida terminó con ellas. Las mujeres no fueron completamente reconocidas como seres humanos hasta hace menos de cien años y todavía intentan alcanzar la igualdad total, incluso en las sociedades “avanzadas”. Los derechos humanos siguen siendo ignorados en muchos sitios, también en Occidente, de forma que aún nos quedan muchas metas y muchas áreas en construcción en el siglo XXI.
Desafíos
El desafío sin precedentes que se plantea hoy a los progresistas es ser activos en todos los frentes geográficos. Hasta hace poco bastaba con intentar resolver los problemas del propio país –sueldos decentes, condiciones de trabajo óptimas, asistencia sanitaria adecuada, educación universal, separación de Iglesia y Estado, etc–. No cabe duda de que las cuestiones nacionales siguen siendo importantes. Pero también lo son las cuestiones locales. Cada vez más, sin embargo, vemos que las fronteras de nuestras vidas van mucho más allá de nuestras fronteras nacionales. Los europeos tienen que saber que actualmente el 85% de la legislación que gobierna sus vidas no proviene de su Parlamento nacional, sino de Bruselas, y que la Unión Europea tiene el control del modelo económico neoliberal, guiado por intereses comerciales hasta el punto de excluir cualquier consideración de progreso social.
Recientemente, el Tribunal de Justicia de la Unión Europea ha anunciado tres decisiones que obligan a Suecia, a Finlandia y a Alemania a aceptar mano de obra de Europa oriental con salarios un 50% inferiores a los de sus trabajadores nacionales. Estas decisiones, que tienen su base en la “libre prestación de servicios”, sitúan a los trabajadores europeos en competición directa y lanzan una “carrera hacia mínimos” en lo que respecta a salarios y condiciones de trabajo. En el Tratado de Lisboa, la palabra “mercado” aparece 63 veces, “competencia” 25 veces, “progreso social” consigue tres menciones y “desempleo” ninguna. La Comisión insiste en que no se apliquen restricciones a la libre circulación de bienes, servicios, personas y capitales. ¿Podemos albergar esperanzas de gravar las transacciones de capitales internacionales –como Attac propone desde hace años– si no es posible aplicar “restricciones” y es la Comisión (con sus miembros no electos), o el Tribunal Europeo, quien decide? Siglos de progreso europeo pueden quedar anulados y borrados si los progresistas no consiguen controlar esta Europa neoliberal; tarea que debemos llevar a cabo mediante una organización transfronteriza similar a la de las élites europeas que disfrutan hoy de unas condiciones extremadamente beneficiosas para sus intereses.
La tarea de introducir asuntos de vital importancia en la agenda internacional constituye un proceso terriblemente lento, no digamos si queremos que se tomen medidas. Hicieron falta más de veinte años para convencer a las autoridades nacionales e internacionales de la realidad y del peligro del cambio climático, lo que nos da una idea de hasta qué punto se contentaban con escuchar a las corporaciones, en especial a las empresas petroleras. Ahora que todos somos concientes de las amenazas, los líderes aparecen, una vez más, paralizados. Sabemos que los refugiados por el cambio climático llamarán a nuestras puertas en cuestión de años y, sin embargo, no nos estamos preparando para ello. Sabemos que, una vez más, las hambrunas acechan al mundo, que decenas de millones de personas que han sobrevivido a una vida de hambre permanente caen de nuevo en esa pesadilla y, aun así, seguimos produciendo biocarburantes en lugar de cultivos alimentarios, y no hacemos esfuerzos por contener a las fuerzas del mercado que conducen a las hambrunas masivas.
Los progresistas tienen que desembarazarse de una vez por todas del Banco Mundial, del Fondo Monetario Internacional y de la Organización Mundial del Comercio, y sustituirlos por las organizaciones internacionales que de verdad respondan a las necesidades de las (desatendidas) tres cuartas partes de la humanidad. Para cuando falleció, en 1946, John Maynard Keynes ya había elaborado el proyecto que serviría a estas organizaciones. No sería mala idea desenterrarlo y mejorarlo para adaptarlo a las necesidades actuales.
En todas partes vemos a las elites ansiosas por acabar con el progreso democrático de los siglos pasados y por conseguir que dirigentes no electos (la Comisión Europea, por ejemplo) o tecnócratas (el FMI, la OMC) sean fieles a sus propios intereses. La lucha constante de los progresistas por preservar la democracia les enfrenta a quienes tratan de socavarla: el déficit democrático debe ser el nexo de toda nuestra acción futura.
Quizá porque es consciente de todo esto, Barack Obama ha surgido del casi anonimato político para ocupar un lugar preeminente en el imaginario colectivo y, esperemos, pronto también en el despacho del presidente de los Estados Unidos. Utilizando un magnífico lenguaje, es capaz de hacernos comprender el significado de nuestras tradiciones y de nuestros logros. Cada vez que hemos oído que no estábamos preparados, que no merecía la pena intentarlo, que nunca conseguiríamos nada, respondimos "yes we can" (sí, podemos). Los autores de la Declaración de Independencia de los Estados Unidos, los esclavos y los abolicionistas, los pioneros y los inmigrantes, los trabajadores y las mujeres, los impulsores del New Deal y los astronautas, todos ellos respondieron "yes we can".
La Historia de la humanidad –y por ende la lucha por la emancipación de los seres humanos– no ha terminado, y no debemos ofender a las generaciones futuras. Ojalá los progresistas de todo el mundo, sobre todo los europeos, se unan alrededor de estas palabras: yes we can.
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