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Zapatero llega a la cima de la mediocridad |
Los lideres de la ultraderecha (PP) y del centro-derecha que gobierna España (PSOE), se han distinguido desde siempre por un innegable amor por la mediocridad más exquisita, que es como los desean, desde las burbujas donde residen, todos los empresarios que dictan en España la política informativa que deben seguir la prensa, radio y televisión; mientras tanto, la capacidad para hacer política de verdad queda en pelotas, ante la avalancha de medidas destinadas únicamente a satisfacer las demandas de los poderosos, en detrimento de las justas reclamaciones de quienes se las ven y desean para llegar a fin de mes.
Zapatero ha llegado, en este segundo mandato como primer ministro borbónico, a la cima de la mediocridad, al Everest de la inutilidad política, la cumbre de la inanidad en todas sus ramas; y es bien sabido que un personaje de esas características resulta mucho más dañino que un Aznar enfurecido. Sin duda, el simplón José Luís (al que el crápula de la Zarzuela elogia en vano) es el reflejo del español medio, ése que cree ya ocupar un lugar en el sol, el que se da con un canto en los dientes porque su democracia soñada la encarnan Buenafuente, El País, Sabina, Iñaki Gabilondo e Informe Semanal. Así les luce el pelo.
El fracaso rotundo de esta España del XXI, la debacle moral de esta “caricatura de Europa” (Valle Inclán), son el resultado de las toneladas de mediocridad que acompañan a los políticos españoles, desde que murió en la cama el terrorista más repugnante que ha producido el ejército español en los últimos cien años. El rotundo y cerril convencimiento de que somos una nación donde sólo existen españoles-por-cojones, la voluntad irrebasable de los gendarmes y su rey por castrar la posibilidad de una reforma constitucional, que respete el derecho de autodeterminación de vascos, catalanes y gallegos, o la negativa a conceder una amnistía general, que pudiera significar un paso serio hacia el diálogo total, son la muestra más clara de la crítica situación que atraviesa todavía esa transición, que comenzó hace ya más de 30 años; aunque Zapatero, tan infantilmente cazurro, durante la actual campaña electoral en Euskadi, salga por bulerías gritando a sus fans de Barakaldo que “..la senda por caminos peligrosos, el camino falso soberanista, jamás será aceptado, porque las reglas son las reglas que todos nos hemos marcado”.
Ahora resulta que eso que llaman la Carta Magna, no es otra cosa que los Principios Fundamentales del Movimiento. Lo bueno es jurar ambos documentos ante el mismo Cristo crucificado, que es lo que hizo el Borbón sin que se le cayera ni la cara, ni una medalla al suelo. Y no ocurrió porque, obviamente, él sabía muy bien que entre ambos textos no había diferencia de fondo, sino de forma. Lo que reza en esas páginas, y en las de la asignatura llamada Derecho Constitucional, es tan falso como un euro con el rostro de Bush.
Los mediocres insisten, de la manera más irresponsable, en bloquear conversaciones, dictar nuevas normas para aniquilar a los que no aceptamos ese “juego democrático”, en el que ellos llevan ases escondidos en la manga, impidiendo que existan colectivos de ciudadanos, millones de votantes, que no se sienten representados por ninguna de las señorías del Parlamento, de esos diputados que se suben el sueldo, porque no llegan a fin de mes para pagar la hipoteca del chalet de 3 millones de euros que adquirieron a su amigo el constructor, del automóvil ultimo modelo que compraron en la concesionaria de su primo, o para abonar sus merecidas vacaciones en la Costa Azul, cuando no en Miami, que es donde son felices los mediocres, narcotraficantes y terroristas de medio mundo.
El objetivo perseguido por Zapatero y sus borboncitos es golpear al disidente, acorralarlo y destruirlo. Al mismo tiempo, impedir que los candidatos de la rebeldía puedan ser electos. Una actitud descabellada que confirma la naturaleza y las intenciones de la mal denominada democracia española. Con ademanes de hermano marista o salesiano, Zetapé es como un puzzle ideológico de tópicos insoportables, del que las aparentes buenas maneras y eso que llaman “firmeza en el discurso”, son la punta de un iceberg a la deriva, de una patera que se hunde en el mar de la duda constante. Tal actitud esconde una intolerancia de consecuencias insospechables, que lacera las esperanzas por una nación donde los ciudadanos se sientan como tales, y no como monigotes a los que cada cuatro años les piden que brinquen para que el rey se divierta.
Este régimen de Zapatero y del Borbón no solamente ignora, deliberada e irrespetuosamente, su derrota moral, bloqueando todo atisbo de consenso y diálogo con las verdaderas fuerzas de oposición, sino que de la manera más descarada, recurriendo al tan casposo españolismo, continúa en su alocada carrera de multas, cárcel y sanciones, intentando convertirse en el azote de las autonomías que aspiran a ser naciones reconocidas en los foros internacionales, países que puedan disfrutar un día de sus errores y de sus aciertos, su ejército, su república o monarquía, sus equipos de fútbol y su moneda propia. Lo que ellos decidan, a mí no debe importarme, pero defenderé siempre su inalienable derecho a la luchar por la independencia. Y eso que, personalmente, me encanta la España de Pepe Rubianes, no la de Juan Carlos de Borbón.
José Luís no es de los míos. Cuando va al cine a ver una película de suspense, acude convencido de que el asesino es el mayordomo. Es su máxima demostración de perspicacia. y olfato político. Y lo peor, no es este titán de la mediocridad, sino una frase mil veces repetida: “Pues antes que uno del PP, prefiero mil veces a Zapatero”. Oiga, no se trata de eso. Por preferir, perdone, me quedo con Fidel Castro y su hermano Raúl.
Carlos Tena

Etiquetas: inteligencia, memoria, mentiras, politica, sabiduria.
La legislatura pasada acabó con la institución en la picota, con algunos episodios –quema de retratos del monarca; episodios de falta de respeto (o pérdida de miedo) a la Corona como el de la revista El Jueves, etcétera- que llevaron la preocupación al entorno de Su Majestad.
El caso es que en los jardines de Zarzuela volvieron a germinar algunas viejas semillas que se creían abandonadas desde los tiempos de Mario Conde, ¿se recuerdan?, aquel intento de “Gobierno de Concentración” nacional –auspiciado por el Monarca y presidido por el banquero- de la última etapa del felipismo, cuando los escándalos de corrupción colocaron a nuestra partitocrática clase política al borde del abismo.
Con las encuestas apuntando un resultado cercano al empate o una victoria por la mínima de cualquiera de los dos grandes partidos nacionales (si es que al PSOE se le puede seguir calificando de tal), la imposibilidad de formar un Gobierno más o menos estable, en ausencia de mayorías claras, fue interpretado en Palacio como un riesgo claro para la estabilidad de las instituciones, con la propia Corona al frente.
Llovía sobre mojado.
La negociación con ETA y los intentos de arrinconar al Partido Popular, entre otras cuestiones de menor enjundia, habían dado como fruto perverso una de las legislaturas más tensas que se recuerdan, equiparable a la última de González: la crispación, ese clima político de guerra fría que tan buenos réditos electorales ha terminado reportando al zapaterismo. Y en Palacio dijeron “basta”.
Era necesario evitar otra nueva legislatura como la pasada.
Las fuentes sostienen que el Monarca “leyó la cartilla” por igual a PSOE y a PP, es decir, a Rodríguez Zapatero y a Mariano Rajoy, en fechas previas al 9-M.
Si las urnas terminaban arrojando un resultado electoral tan apretado como el que pronosticaban las encuestas, los dos grandes partidos debían abandonar la confrontación para embarcarse en algo parecido a un Gobierno de coalición. Un deber patriótico, o algo así.
No estaba claro si el jefe de tal Gobierno hubiera sido el candidato del partido más votado.
Hay quien sugiere incluso que podía haber sido un tercero en discordia, a quien se hubieran comprometido a apoyar ambas formaciones.
La promesa formulada por Rajoy durante la campaña, según la cual en caso de ganar las elecciones ofrecería al día siguiente al PSOE un amplio pacto para la reforma constitucional, es interpretada por quienes endosan esta tesis como parte de ese acuerdo verbal suscrito con el Monarca.
La relativamente holgada victoria de Zapatero el 9-M, gracias al voto del nacionalismo radical y de IU, alejó algunos de los peores fantasmas de Zarzuela. “El Rey ha impuesto una versión light del plan original”.
En esa línea, ambos líderes se han comprometido a enterrar el hacha de guerra y rebajar los decibelios de su enfrentamiento.
Un diseño cuyo primer y casi único pagano es Rajoy –como demuestra la brutal crisis que vive el PP desde el momento en que el gallego ha hecho amago de virar hacia el centro-, inducido a abandonar la política de la confrontación a cara de perro por otra de colaboración, siquiera relativa, con Zapatero.
Tal es el resultado de los movimientos reales por las zahúrdas de la política española.
Y es que el Monarca tiene mucho más protagonismo político del que la gente del común cree, y desde luego mucho más del que le concede la Constitución.
Lo publicó, tal cual, el ABC del 11 de mayo pasado: “Urkullu dice que se vio con el Rey y Zapatero para hablar de la situación en el País Vasco”.
¿Qué es lo que hablaron? ¿Qué acuerdos adoptaron, si alguno? ¿Qué pinta el Rey en esos encuentros? ¿Dónde queda el papel del Parlamento?
Preguntas de imposible respuesta en un régimen de monarquía parlamentaria, donde el papel de Rey está perfectamente tasado por la Constitución.
En este orden de cosas, las recientes declaraciones del Monarca elogiando sin recato alguno al presidente Zapatero, no son sino un episodio más de la intromisión real en la vida política española –tal vez producto de la edad y de esa sensación de impunidad que, 33 años después de la muerte de Franco, produce intervenir sin coste alguno en la política por la puerta de atrás de las Cortes-, hasta el punto de que un PP menos miedoso, menos respetuoso con sus viejos fantasmas, tendría que haber formulado una enérgica nota de protesta contra esas declaraciones, como expresión pública de rechazo al alineamiento del Jefe del Estado con una opción política concreta.
Curiosa la posición de una derecha llamada por causa divina a apoyar la Monarquía, pero dispuesta al mismo tiempo a recibir las bofetadas de una Monarquía que se siente más cómoda con la izquierda republicana en el poder que con ella.
Naturalmente que son muchos los que piensan que el Rey juega con fuego, y no hace falta estar muy versado en asuntos históricos para acordarse de lo acontecido a su abuelo, el Rey Alfonso XIII, obligado a exiliarse al perder el apoyo de los sectores sociológica, política y emocionalmente llamados a sostenerle.
El 14 de abril de 1931, el Monarca salió de Palacio cuando terminó de enajenarse la simpatía de las clases políticas que apoyaron la Restauración.
¿Está el Rey Juan Carlos I ganándose a pulso la desafección de la derecha política y sociológica española?
Porque la pregunta del millón sigue siendo tan simple como demoledora: ¿está el Rey comprometido con la defensa del modelo de Estado que consagra la Constitución del 78 (“La Constitución se fundamenta en la indisoluble unidad de la Nación española, patria común e indivisible de todos los españoles”), o ha abdicado de la defensa de ese modelo, para abrazar el diseño federal o confederal que más o menos concientemente propugna Zapatero? Parece obvio que si el Rey no defiende punto tan esencial como la unidad de la nación española, su principal obligación constitucional, no pocos españoles podrían sentirse tentados a pensar que en tal caso sobra el Rey y sobra la Monarquía.
Muchos ciudadanos piensan que el Rey está emocionalmente -¿también activamente?- implicado en el diseño de esa España plural que abandera el presidente del Gobierno por la vía de los hechos consumados.
El Monarca ha puesto en manos de Zapatero la estabilidad institucional.
Pero, o mucho me equivoco, o confundir al de León con un nuevo Disraeli (curioso, el líder tory saltó a la fama al publicar un manifiesto en Defensa de la Constitución inglesa en forma de carta a un noble Lord) puede ser un error de graves consecuencias para la sucesión a la Corona. Porque difícilmente el PP va a transigir con los eventuales compromisos asumidos por Rajoy ante el Monarca, tendentes a dejar suelto a Zapatero y propiciar una legislatura light, y porque el propio diseño del Estado de las Autonomías ha sentado ya las bases jurídicas y fiscales –ahí está el Estatuto de Cataluña, que el Tribunal Constitucional se dispone a refrendar- para esa versión confederal de España de imposible encaje en la Constitución del 78.
El intento real de embridar una situación de deterioro cuyas bases sentaron los padres de la Constitución, se antoja tardío en exceso.
Si me apuran, el gran error del Monarca reside en echarse en brazos de un partido, el PSOE, que no tiene capacidad para gobernar como tal, puesto que depende cada día más de sus diversas franquicias regionales, muchas de ellas poco o nada dispuestas a defender la vieja idea de la unidad de España.
El Gobierno de la nación pinta cada día menos, tiene cada vez menos poder y menos recursos para imponer una determinada política a nivel del Estado.
El Gobierno, en realidad, pinta tan poco, que Zapatero podría nombrar ministros/as a los/as jardineros/as de Moncloa sin que se notase la diferencia.
En estas circunstancias, aparentar normalidad desde Palacio, como si aquí no pasase nada, mientras el Parlamento mantiene mis prebendas, es artificio tan vano como inútil en el tiempo. Y todo ello, ante la crisis económica más seria que ha conocido nuestro país en mucho tiempo. Cuando ya no se trata de gravar la riqueza, sino de repartir la pobreza.
Aunque los procesos históricos son lentos, no son pocos los que consideran que el baile de máscaras toca a su fin.
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