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PP y PSOE igual política económica |
Muy poco les han tenido que gustar a los dos sindicatos mayoritarios las recetas económicas con las que el PP se presenta a su congreso de junio, sobre todo porque en la mayoría de ellas no sólo no les tienen en cuenta, sino que ni siquiera les toman como referentes para poderlas aplicar.
En las conclusiones con las que el PP corona la ponencia económica que debatirá en su congreso de junio no hay una sola referencia al diálogo social. En el desarrollo anterior de sus propuestas sólo se menciona la importancia del consenso con empresarios y sindicatos al abordar la necesaria reforma del Pacto de Toledo para asegurar el futuro de las pensiones y al plantear las nuevas políticas de empleo y protección social.
En cambio, el PSOE hace descansar la mayoría de las recetas que incorpora a su ponencia en el sometimiento de las mismas al diálogo con sindicatos y empresarios. Los autores de la ponencia recuerdan que en la pasada legislatura se consiguieron una veintena de acuerdos sociales, a partir de la hoja de ruta marcada por el Gobierno en 2004. 'Cada uno de esos acuerdos comenzó con un documento para la discusión propuesto por el Gobierno. Ni impusimos nuestras posiciones, ni asistimos como moderadores o simples espectadores al debate. Pero asumimos la responsabilidad de presentar iniciativas y contribuir, de ese modo, al indudable éxito de estos debates', se lee en la ponencia socialista, donde se hace todo un canto a la concertación con los agentes sociales.
El alcance que debe tener el diálogo con sindicatos y empresarios es, quizás, el mayor elemento distintivo de las estrategias económicas que los dos grandes partidos debatirán en los congresos previstos para el verano. De hecho, en la del PP se contienen la mayoría de los objetivos que el PSOE defiende para superar la desaceleración, pero sin vincularlos al acuerdo previo con la patronal CEOE y con las centrales. El principal partido de la oposición aboga por aplicar los principios de libertad, solidaridad e igualdad de oportunidades; defiende una política medioambiental que impregne todas las políticas sectoriales, un sistema educativo de calidad, así como el fomento de la sociedad del conocimiento y la implantación de las tecnologías de la información. Nada que, en teoría, no pueda reconocer como proyecto propio el PSOE.
Más productividad
Las recetas que proponen las dos grandes formaciones políticas también se asemejan bastante. El aumento de la productividad, la liberalización del sector servicios, el establecimiento de una mayor competencia en los mercados, la generación de incentivos a la inversión nacional y extranjera, así como la reducción de la dependencia energética, figuran entre las propuestas destacadas del PSOE y el PP.
Ambas formaciones eluden también hablar abiertamente de abaratamiento del despido. Reivindican el concepto de flexiguridad, con el que pretenden encontrar una combinación creativa de nuevas políticas laborales.
Esta es también la expresión con que la Estrategia Europea de Empleo asume la experiencia de los países nórdicos en las últimas décadas. Este modelo nórdico, recuerda la ponencia socialista, se basa en dos elementos: menos restricciones legales para la contratación y la rotación de trabajadores y unos programas más generosos de desempleo condicionados a potentes mecanismos e incentivos al cambio y la formación para reintegrarse en el mercado de trabajo.
Diagnósticos comunes sobre los males de la economía española
Pérdida de competitividad. Ninguno de los dos grandes partidos discute que se debe, en parte, a la fuerte dependencia energética, el diferencial de inflación con la media de la zona euro y el todavía bajo crecimiento de la productividad.
Déficit por cuenta corriente. Es uno de los flancos débiles porque se sitúa entre los más altos de los países desarrollados y hace a España especialmente vulnerable debido a la necesidad de financiación externa.
Pérdida de empleo. Los dos partidos coinciden en que la evolución de la Encuesta de Población Activa es preocupante.
Apuesta por el modelo nórdico de desarrollo
El PSOE importa también en su ponencia económica el modelo nórdico para enfocar el desarrollo del Estado del bienestar y defiende que hay aspectos relacionados con la educación, el seguro sanitario, la protección frente al desempleo y las pensiones en los que el sistema de provisión pública es claramente más eficiente que los sistemas privados. La ecuación casi perfecta, argumentan los socialistas, consistiría en dar con un modelo que combine la liberalización de los mercados, la inversión social permanente y las políticas activas de bienestar.
'Si desarrollamos las políticas adecuadas', se lee en la ponencia del PSOE, 'antes de lo que imaginamos viviremos en un país donde los ciudadanos producirán energía desde sus casas, reciclarán sus basuras, aprovecharán el sol y el viento que pasa por sus tejados y recargarán las baterías de sus coches tras kilómetros de rozamiento. Esa energía se almacenará en pequeñas pilas y depósitos domésticos, para ser consumida más tarde o intercambiarla a través de una red interconectada, como la que hoy nos permite enviar y recibir información a través de Internet, sin movernos de nuestro sillón'.
En opinión de los autores de la ponencia socialista, este modelo será sostenible y más productivo, mucho más igualitario y generará más empleo. El trabajo que será sometido a debate en el XXXVII Congreso defiende también que la competitividad de los mercados y la renta per cápita no son las únicas magnitudes válidas para reflejar el nivel de bienestar de los ciudadanos europeos y españoles. En este contexto, apunta a indicadores alternativos como, por ejemplo, la esperanza de vida más larga, una distribución de la renta más equitativa y un medio ambiente más protegido.
Federico Castaño
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El más evidente es que la bandera española, al igual que la unidad del Estado, no se encuentran desprotegidas sino celosamente blindadas por el sistema político. En primer lugar, por lo que el británico Michael Billing ha llamado el “nacionalismo banal”. Este tipo de nacionalismo pocas veces es admitido por quienes lo ejercen. No obstante, opera a través de mecanismos cotidianos como la presencia de los símbolos del Estado en edificios oficiales, monedas, competiciones deportivas o sencillamente en el vocabulario asumido acríticamente por medios de comunicación, políticos y personajes públicos, entre otros. En segundo lugar, por el propio aparato coactivo estatal. Según la ley de banderas de 1981, la insignia española es signo de “unidad e integridad de la patria”. La preservación de estos valores es la finalidad que la Constitución española encomienda al ejército en su artículo 8, un precepto sin parangón en el ámbito europeo que reproduce casi sin modificaciones el artículo 38 de la Ley Orgánica del Estado franquista. También son éstos los bienes jurídicos que protege el delito de ultraje a la bandera. No por casualidad, este tipo penal se encuentra sintomáticamente situado junto al de “ofensas a España”, y sus orígenes pueden rastrearse en la Ley de seguridad del Estado franquista, de 1941. Esta normativa fue profusamente utilizada para perseguir los llamados actos de traición espiritual a la Nación española, como las proclamas de “vivas” o “mueras”; las primeras, generalmente, referidas a Euskadi, Cataluña o Galicia, y las segundas, a España.
En teoría, también las banderas autonómicas gozan, en la actualidad, de protección jurídica. En la práctica, no obstante, los únicos agravios perseguidos, presentados como desórdenes públicos y sancionados de manera ejemplar, son los relacionadas con la bandera bicolor. Toda la jurisprudencia del delito hace referencia a ultrajes a la nación española o al sentimiento de su unidad indivisible. En cambio, los grupos de extrema derecha que ultrajan símbolos catalanes o vascos, a menudo de forma disruptiva, rara vez suelen tener problemas con la justicia.
La asimetría es evidente y la propia ley da pie a que se produzca. En 2002, el Partido Popular impulsó un pacto con el PSOE que asegurara la presencia en la Plaza Colón de Madrid de una bandera española de casi trescientos metros cuadrados en un mástil de cincuenta metros de altura. El objetivo era que el ejército la izara, entre otros actos, durante el onomástico de Juan Carlos I y el día de la Hispanidad, hasta hace poco conocido como Día de la Raza. De esa manera, se intentaba reflejar el “lugar preferente y de honor” que la ley de 1981 reserva a la bandera española en relación con cualquier otra autonómica, que nunca “podrán tener mayor tamaño” (artículo 6).
Los intentos de minimización de los símbolos autonómicos se extienden igualmente a otros con importante carga histórica, como los republicanos. El republicanismo, como el independentismo, son idearios políticos considerados legítimos por el propio sistema constitucional español. A pesar de ello, el Ministerio Fiscal solicitó recientemente una severa pena de prisión para el activista madrileño Jaume d’Urgell, quien, en un acto simbólico de “restitución democrática”, sustituyó en un edificio público la bandera rojigualda por una tricolor. Hace poco, también, la Guardia Civil irrumpió en un local de Izquierda Unida en Medina Sidonia, Cádiz, para incautar una bandera republicana por su supuesta “inconstitucionalidad”. Todo esto mientras la bandera franquista –la que lleva el escudo con el águila de San Juan incluida- ondea sin mayores molestias en manifestaciones de la Iglesia o de la derecha política, así como en la fachada de locales regentados por nostálgicos de la dictadura.
En un contexto así, presentar la críticas a lo que la bandera española representa como gratuitas manifestaciones radicales que incitan a la violencia resulta un reduccionismo pueril. Más bien, dichas críticas son la reacción al uso prepotente y no pocas veces violento de un símbolo que, aunque remozado, sigue representando para muchos una herencia del régimen franquista. La utilización de la bandera como arma arrojadiza por parte de la derecha más recalcitrante no hace sino confirmar esta percepción. Basta con la esperpéntica exhibición del peñón de Perejil o recordar las arengas patrioteras de Mariano Rajoy cuando pedía “sin aspavientos, pero con orgullo” sacar a las calles las banderas rojigualdas para “celebrar” el 12 de octubre.
En 1989, el Tribunal Supremo de los Estados Unidos consideró, en el caso Johnson v. Texas, que la quema de la bandera por razones políticas debía entenderse como un ejercicio simbólico de libertad de expresión y no como un acto de incitación a la violencia. Hasta el muy conservador juez Antoni Scalia suscribió el fallo, que el juez William Brennan motivó con un argumento decisivo: las críticas a la bandera, incluida su quema, debían admitirse precisamente porque la bandera de los Estados Unidos pretende, ante todo, ser un símbolo de libertad. Desde entonces, los sectores conservadores han intentado de manera infructuosa impulsar una reforma constitucional de la Primera Enmienda que desactivara este precedente. Cuando se coteja esta realidad con la española, los interrogantes son inevitables: ¿qué simboliza una bandera que necesita dotarse de una coraza institucional y penal tan desmesurada? ¿Qué torna tan grave, como cantaba George Brassens, el pecado de no “seguir al abanderado”?
Gerardo Pisarello es profesor de Derecho Constitucional de la Universidad de Barcelona.
Jaume Asens es miembro de la Comisión de Defensa del Colegio de Abogados de Barcelona
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