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Humanidad, verdugo, víctima y esperanza

Si de verdad queremos asegurar la supervivencia de la especie debemos entender que lo antropológico y psicológico son ya asunto político de primer orden, pues aunque en nuestra humanidad (sobre todo la de los trabajadores) está la solución al problema de “las estructuras” el tipo de relaciones sociales, el capitalismo, nuestra naturaleza y psique son también parte del problema.

La división entre “nosotros” y “ellos”, eje de los conflictos, la violencia, las matanzas y genocidios, surge de la misma existencia del ego, que es fruto de la ignorancia de nuestra naturaleza potencialmente más elevada y, básicamente, la creencia en un “yo” separado del prójimo y a lo sumo, aliado con los que se cree más semejantes para poder distinguirse y enfrentarse a otros. El fin es reforzarse como tal identidad separada que para validarse necesita compararse, competir con los demás e intentar sobreponerse a ellos. El tribalismo, etnocentrismo, clasismo, nacionalismo etc, sólo son posibles como manifestación del egocentrismo.

La situación social personal (clase social, etc) condiciona las características del sentido de pertenencia del ego o “yo” (a qué pertenece y qué le pertenece). El individuo se identifica, valida y busca seguridad existencial con lo más a mano conforme a su posición en la sociedad. El ego “se viste” con las particularidades, perspectiva de la vida y de la sociedad, y los intereses propios de esa posición social. Las “reglas del juego” de una sociedad (relaciones económico-sociales, políticas...) son resultado de la expresión del ego dentro de las posibilidades históricas según el grado de desarrollo alcanzado por las capacidades económicas de la sociedad. Esas “reglas del juego” a su vez refuerzan y amplifican las diversas dinámicas del ego al fomentar el egocentrismo, por medio de la competencia, la sumisión, etc. La causa de nuestros problemas está en la interdependencia entre la dinámica del ego y los condicionantes económico-sociales .

Las “reglas del juego” de una sociedad pueden precisar de la guerra para su buena marcha o para superar sus crisis o como “huida hacia delante”. Ello es posible al someterse el ser humano a las necesidades de la lógica de las reglas del juego y aceptar los sacrificios que reclama sobre sus bienes y vidas. Y esto puede ocurrir porque los seres humanos tenemos estos potenciales:

a) Identificación con las fuerzas económicas por la codicia, pero también por el marco nacional, estatal, en las que se desenvuelven primeramente y que contribuye a darlas una entidad que las asocia con la identidad etnocultural. Esto es el nacionalismo, el patriotismo. Se apoya básicamente en el mismo sentimiento de la “tribu” a la que se pertenece, cuyo destino se comparte y cuyos intereses se protegen. Entiende que está defendiendo el “modo de vida” y los intereses económicos, políticos, etnoculturales de su comunidad. Es el “nosotros” contra “ellos”, expansión del “yo” ante “los otros” propio del ego y su doble sentido de “pertenencia” (“a qué pertenezco” y “qué me pertenece”).

b) Agresividad asesina que se apoya en la identidad etnocultural, patriótica, que a su vez es una proyección inflada del ego, que aspira a protegerse, expandirse, sobreponerse a los demás y busca chivos expiatorios para su resentimiento, deseo de venganza e impulso para continuar la cadena generacional de agresión y violencia (más en Alice Miller “Por tu propio bien” Tusquets).

c) Obediencia inmoral a una autoridad, código, irracional o asesino, como resultado del condicionamiento en la infancia, aprovechando la necesidad del niño de confiar en la guía del adulto, prolongado a la edad en que debería pensar por sí mismo críticamente.

Los sectores sociales (clases) económicamente dominantes, sus representantes políticos, el personal superior de sus cuerpos armados (policía, ejército, servicios secretos, etc) y de la administración permanente (altos burócratas, servicio diplomático, etc), auxiliados por grupos religiosos, medios de comunicación, se encargan de que el Estado -con su estructura jerárquica y de hecho escapando al auténtico control democrático de la población- garantice las reglas del juego de esa sociedad. Son partícipes de los tres potenciales mencionados. Pero dada su posición privilegiada en información, control de las riendas de la sociedad, encontrarse en la parte elevada de la pirámide social y su jerarquía, su responsabilidad por la situación es mayor que la de cualquier otro sector social. Entre sus tareas están las de controlar y desviar hacia “otros” (inmigrantes, minorías, extranjeros...) la hostilidad social que su posición dominante y la gestión de su poder provocan en los dominados. También directamente planifican medidas de agresión contra “otros”.Lo dicho vale igualmente para quienes en una posición subordinada o desplazada del poder ambicionan convertirse en los “amos” recurriendo a métodos de manipulación, terrorismo, etc.

Hoy las reglas del juego de la sociedad de la “globalización” de la “economía de mercado” (capitalismo) tienen unas exigencias que acabarían con el sacrificio de la Humanidad si se respetasen consecuentemente a fin de garantizar el funcionamiento del sistema. Pero son los humanos quienes tienen la última palabra, no las fuerzas impersonales de la economía. El capitalismo no obliga a nada, aunque lo requiera para funcionar normalmente. Son los humanos quienes aceptan o no las consecuencias que para ellos tiene respetar o no sus requerimientos. En un momento pueden aceptarlos y en otro rechazarlos. El sistema social, aunque empuja, no obliga a la violencia y no podría hacerlo a una especie que no tuviese esa capacidad; es la violencia del humano la que sirve para mantenerlo en marcha. El humano decide poner o no al servicio del capitalismo su potencial de identificación, agresividad y obediencia; acabar o no con esa sociedad y reconocer las implicaciones de su ego, para superarlo. Las “reglas sociales” no son leyes naturales inviolables.

Si bien es cierto que el capitalismo tiene una lógica con sus propios requerimientos para funcionar, inalterables en lo fundamental, no es correcto decir que el capitalismo se sirve de los humanos y de su potencial de violencia, pues esto oculta el hecho fundamental de que el capitalismo es unas relaciones sociales creadas por los humanos, no algo con existencia propia que se nos imponga. Los humanos creamos ese “juego” y nos sometemos voluntariamente a sus reglas; no es el “juego” el que surge por sí mismo, se desarrolla plenamente y nos somete al margen de nuestra voluntad. Ocurre lo mismo que con el dinero y las mercancías, que parecen tener existencia propia, independiente, pero no son más que el resultado o formas de relación social, como que la capacidad de trabajo se convierta en una mercancía vendida a cambio de un salario. Esto es así si bien es cierto que sólo en determinadas condiciones de desarrollo es posible crear ese “juego”, que surja casi involuntaria e inconscientemente de las relaciones sociales y que la propia dinámica social favorezca que se adopte. Son los humanos quienes vistos los resultados de unas nuevas relaciones sociales admiten o no practicarlas, desarrollarlas, sopesando sus ventajas e inconveniencias, que no son las mismas para todos. Por eso la explicación última de la existencia del capitalismo a pesar de los enormes problemas que ocasiona -desde sus comienzos criticados- y de las guerras que lo mantienen en marcha, es que complace los requerimientos del ego, es decir, de la identidad personal egocéntrica, marcadamente tendente al egoísmo, la codicia, el orgullo, la envida, la violencia. De lo contrario, los humanos, vistos sus efectos, ya se habrían esforzado desde el comienzo en ponerle fin y sustituirlo por otro sistema social. Pero no lo ha hecho por el ego y porque las reglas del juego del capitalismo permiten repartir sus ventajas e inconvenientes de un modo muy desigual y así el sector social que lleva las riendas de su funcionamiento es también el más favorecido. Las mismas masas trabajadoras han visto cómo, en algunos períodos más o menos largos, ha mejorado su situación -aun corriendo grandes riegos de acabar perdiéndolo todo (guerras...) o parte (crisis, ofensiva de la burguesía, neoliberalismo)-, lo que las ha desmotivado para el cambio necesario, añadiéndose a la desmoralización por las derrotas o la desunión provocada por la subordinación en las relaciones sociales (empresa...) separación de lo político y por las tácticas empresariales (despidos, precarización del empleo, contratos temporales, subcontratas, deslocalización...).

Los humanos tenemos desde nuestros orígenes un innegable potencial para el asesinato y el genocidio, que nos asemeja más al chimpancé (genéticamente nuestro pariente más próximo) que al bonobo (chimpancé pigmeo), al gorila y al orangután, y lo venimos ejercitando en mayor o menor medida, dependiendo del nivel de desarrollo técnico y de las características de la sociedad de clases, desde el Paleolítico. Si en los humanos no existiese ese potencial, los condicionamientos, las leyes y dinámicas sociales, no podrían empujarles a ello, como nos resultaría imposible volar moviendo las orejas por mucho que pudiese ser una gran ventaja económica. Es la propia naturaleza humana la que hace eso posible y además con mucho entusiasmo y empeño, dedicándole grandes recursos económicos, psicológicos y enorme disposición al sacrificio por la causa del momento. Si no hubiese esa aptitud no sería viable un sistema social que la precise. Si es cierto que las relaciones sociales activan o no ese potencial, también es verdad que existiendo éste puede crear las condiciones o explotar la menor oportunidad para expresarse.

La organización social humana ha aumentado muchísimo en dimensiones y complejidad. Pero nuestro cerebro se encuentra en el mismo nivel evolutivo que en el Paleolítico o Neolítico. El límite de humanos con los que somos capaces de tener una relación personal es de 150 (revista “Mente y Cerebro” -asociada a “Investigación y Ciencia”- nº 20 de septiembre/octubre 2006, artículo “Neurología de la relación social”). Una organización social ideal no debiera exceder ese tamaño, pero ya no es posible. Cuando se supera debemos adquirir nuevos recursos. Si la mente está orientada por el ego hacia el “tener” (no al “ser”; leed a Fromm) la organización que creará, dentro de las posibilidades materiales existentes, tendrá ese sello, seguirá una evolución en la que se desaprovechará los potenciales de cooperación fraternal. A falta de un fuerte lazo espontáneo en la compasión y ayuda mutua, con la mente ordinaria se recurre mucho más a las muletas abstractas e impersonales de la ideología, religión, jerarquía, las cadenas de la dependencia o del mercado, instituciones, leyes. Pero la situación se complica, puede superarnos, hacerse incontrolable.

Vista la Historia de la Humanidad podemos decir que de modo discontinuo y desigual en todo el planeta, se observa una tendencia al progreso moral. En todas las épocas ha habido personas y sectores sociales con unos valores morales superiores a los imperantes, pero su influencia tenía muchas fuerzas materiales y mentales en su contra, empezando por el ego generalizado. La tendencia al progreso ético tiene su mayor aliado en unas relaciones sociales cada vez más extensas que necesitan de la colaboración (aunque bajo explotación) de masas de seres humanos cada vez mayores, sean de la raza, religión, etc que sean, superando el marco tribal y local, propiciando cada vez más las condiciones que ayudarán al desenmascaramiento (nunca automático ni social) del ego como ilusión (separado, centro, diferente...). Las nuevas relaciones sociales condicionadas por el nivel técnico, convierten en anticuadas formas anteriores y con ellas sus valores, como el esclavismo o feudalismo frente al capitalismo, el dominio y dependencia personal frente al impersonal de las relaciones económicas, un tipo de pertenencia por otras, unos criterios sobre lo bueno y lo malo por otros. La lucha de clases y diferentes sectores sociales contra condiciones de opresión, explotación, discriminación, son un motor para su desarrollo. Así hoy nos parecen inadmisibles comportamientos del pasado entonces aceptados, al menos por quienes se beneficiaban de ellos, como la esclavitud. Pero con el progreso técnico y científico, la mayor complejidad de la organización y jerarquías sociales, las fuerzas del egocentrismo, indiferencia, odio y violencia, alimentadas por unas “reglas del juego” conforme al ego, también se han hecho más poderosas. Sus justificaciones no han logrado avanzar y sofisticarse tanto como la ética que ha clarificado mucho sus criterios y valores, capaces de abrazar a toda la Humanidad en condiciones de igualdad y propiciar la compasión a gran escala. Pero estos valores superiores son logros sobre todo de la mente, del pensamiento, pues su aplicación consecuente deja mucho que desear. El ego lo sabotea, reforzado por los condicionantes sociales que amplifican las tendencias egoístas, destructivas, contrarias a la aplicación del progreso ético. En esas condiciones el ego puede preferir las ideas y prácticas más irracionales y criminales a las más sensatas y humanitarias. Por eso en el siglo XX tenemos a la vez la proclamación de los valores más elevados y los antivalores y prácticas más malvadas de la Historia de la Humanidad. La maldad pierde terreno en el campo de la justificación ética, pero avanza como gato con botas de siete leguas en cuanto a sus medios de ejecución. Ahora podemos alcanzar los principios morales más hermosos, universales, cósmicos, pero si se mantienen las actuales condiciones sociales y hay un puñado de personas (con algunos psicópatas entre ellas) con capacidad para destruir el planeta pulsando unos botones, desencadenando un conflicto nuclear o de otro tipo aniquilador (guerra química, biológica) con una escalada de ataques-represalias imparables, la maldad tiene unas enormes probabilidades de vencer a la bondad y ¡para siempre!.

No estaremos seguros mientras las relaciones de opresión de un tipo u otro y por tanto, la dinámica de promocionar a quienes mejor pueden hacer el “trabajo sucio” (psicópatas) continúen. Y continuarán mientras no haya una verdadera transformación, no sólo del pensamiento, las ideas, sino de la psique en la superación del ego. Si la ilusión del ego sigue dominando la mente, nuestros actos acabarán desmintiendo las mejores declaraciones éticas. El pensamiento ético no vencerá si no hay un corazón espontáneamente compasivo que soporte hasta las condiciones más duras que invitan a poner por delante la faceta más egoísta y criminal del ser humano. (artículo interesante el de Augusto Klappenbach “¿Existe un progreso moral en la Historia?” en Claves de Razón Práctica nº 96 de octubre 1999).

En la sociedad primitiva, los lazos de parentesco (más allá de los seres humanos) facilitaban la integración entre su miembros y con una Naturaleza llena de fuerzas espirituales manifestadas en los fenómenos naturales. En sociedades más avanzadas como la del Egipto faraónico, esos lazos se combinaban con la subordinación a la autoridad suprema divinizada de la que todos dependían para sobrevivir por sus tareas en la producción (regulación del riego). En la sociedad feudal eran las relaciones de dominio-protección cuya cúspide era Dios.

La estrategia de identificaciones que sostenían el “yo” hasta ahora, bien han sido superadas, son inviables, han entrado en crisis, son inseguras o suponen un grave peligro para la Humanidad y el individuo mismo. Es esta una cuestión de gran calado para el individuo y la sociedad, a la que a los especialistas en conocimientos parcelados, como psicólogos, sociólogos, antropólogos sociales y políticos deben prestar más atención.

En la actual sociedad mundial de masas la integración del individuo en la comunidad no puede hacerse sólo en base a las relaciones directas. Si no quiere vivir como la pieza de un engranaje o, al contrario, fragmentado entre múltiples identificaciones en conflicto, o identificaciones que vienen y van como las modas sometidas a la tiranía del consumo y los cambios políticos, en un mundo en el que rápidamente se pueden dar grandes cambios en el modo de vida (países del Este, Yugoslavia...), el individuo necesita como mínimo una concepción de la propia identidad en la cual su dimensión planetaria juegue el papel de centro de gravedad para darle la suficiente permanencia y estabilidad. Ésta no puede partir del individuo para extenderse a los demás pues su radio natural de expansión es muy limitado como para cubrir el conjunto de relaciones sociales que hoy intervienen y deben ser comprendidas en su visión; también porque según amplia su radio, los “círculos” que alcanza pueden cambiar enormemente por las inestabilidades económicas, políticas... generando confusión, incertidumbre y no llegando hasta el “círculo” planetario. Por lo tanto deberá partir de la visión de la Humanidad y de ahí descender hasta el individuo que la integra, como -salvando las distancias- hace el nacionalismo con los nacionales. Esto -acompañado de otros factores- dificultará que surja el sentimiento de aislamiento, insignificancia e impotencia, que da lugar a compensaciones en la orientación al “tener”, relaciones de dominio y subordinación a fuerzas más poderosas que acaban por ser destructivas. La identificación con la Humanidad, la confianza en su potencial de creatividad y compasión, a diferencia de otras identificaciones (nacional, estatal, líder...) no conduce a la servidumbre, renuncia de la libertad, sino precisamente, a lo contrario, reivindicarla y asumir la responsabilidad, no como individuo aislado o de un fracción, sino como miembro consciente de la Humanidad. El riesgo de sumisión es inexistente pues ni siquiera hay una autoridad política mundial. Tampoco fomenta la identificación autoritaria, dogmática e intolerante pues si algo caracteriza a la Humanidad es su variedad racial, cultural. El humanismo de raíces burguesas desplazó a Dios y puso al individuo en el centro. Así lo fortaleció, pero lo hizo dependiente de su validación social (lograr el éxito...) y al dejarlo desamparado ante las relaciones sociales impersonales, lo hizo también sentirse aislado e impotente sobre todo cuando la civilización se degrada con la entrada del siglo XX. Ahora necesitamos un humanismo que ponga en el centro, de verdad, a la Humanidad y unas relaciones sociales que permitan la integración personal por el modo que es posible en la sociedad de masas moderna: la participación democrática en todas las instancias decidiendo sobre las cuestiones fundamentales con conocimiento de causa (no sólo votando cada x años). Para ser viable esta concepción debe beneficiarse de las relaciones sociales favorables (socialismo-comunismo democrático) y el capitalismo no las reúne.

En cuanto a la violencia existen unos relativos inhibidores naturales relacionados con el contacto estrecho entre los sujetos del conflicto, el conocimiento personal, la empatía. Las dimensiones y complejidad de la sociedad pueden contribuir sobremanera a anular esos inhibidores, tanto más si se ha construido con la orientación del ego al “tener” (Stanley Milgram “Obediencia a la autoridad: un punto de vista experimental”, Descleé de Brouwer, Bilbao, 1998). Con la mente ordinaria nuevamente necesitamos recursos adicionales. Pero lo que sirve para estructurar la sociedad puede no servir para inhibir la violencia sino al contrario, para alentarla. La organización, con su reparto de las tareas, pérdida de la visión de conjunto, fragmentación de la responsabilidad, relativo anonimato, la jerarquía apoyándose en el condicionamiento a la obediencia de la infancia, puede ser el medio perfecto para que un ser humano incapaz de matar a un conocido mate a millones sólo con pulsar un botón desde la distancia, justificándose por la ideología, el respeto a la ley, etc. El ser humano, con ese potencial de violencia, auxiliado por la organización social y con las enormes posibilidades destructivas de la tecnología actual, inutiliza los inhibidores naturales de la violencia y multiplica por miles los efectos que tendría su agresividad con las manos desnudas. Así se ha convertido como nunca en una amenaza para la supervivencia de la propia especie y la habitabilidad del planeta.

No podemos limitarnos a enfocar este problema desde el punto de vista económico, social, político. La destructividad humana es de tal dimensión que debe ser abordada específicamente desde el punto de vista antropológico y psicológico. El problema no es sólo “las estructuras y relaciones sociales”, sino la misma psique humana. No desactivaremos esa bomba sólo con medidas de ingeniería social. No lo lograremos si a la vez que se abordan las tareas más estrictamente políticas y sociales no se trabaja expresamente en la transformación de la psique humana. No basta con los cambios psíquicos resultado del proceso de transformación social y de la influencia del medio ya modificado. No basta con la experiencia. Los millones de muertos de la Iª Guerra Mundial no sirvieron para evitar lo que previsiblemente sería peor con una IIª. Todas las monstruosidades cometidas sólo en el siglo XX no han servido para escarmentar del todo pues seguimos guerreando y dando culto al espectáculo de la violencia. Nada es capaz de detenernos. Nos dicen que las armas termonucleares, las bombas de hidrógeno, el armamento químico y biológico son tan terribles que nos disuadirán de usarlas si no por consideración al otro sí al menos por el riesgo de mutua aniquilación. Pero el hecho de que sigan fabricándose, almacenándose, preparando programas para su utilización, quiere decir que aunque creyésemos todos (hay muchas excepciones) que son demasiado terribles para usarlas, no creemos que son lo demasiado terribles como para no usarlas, o sea, como para renunciar totalmente a la posibilidad de hacerlo eliminando su existencia. Que no nos entusiasmen no significa que nos disgusten lo bastante. Quien juega con fuego, acabará quemándose. Somos capaces de convivir con eso mientras nos ponemos como un basilisco por cualquier contrariedad personal y nos volcamos en nimiedades. Lanzamos campañas contra el consumo de tabaco o lo que sea pero no nos movilizamos contra lo que amenaza a la Humanidad. No es sólo que posponemos abordar un problema hasta que se nos viene encima, que no escarmentamos en cabeza ajena, sino que volvemos a tropezar en la misma piedra varias veces, qué digo, nos colocamos debajo de donde están cayendo.

A la psique ordinaria le viene grande la sociedad que supera los 150 individuos, la ciencia y tecnología actual, volviéndose tan peligrosa en sus manos como una pistola en las de un niño. La creciente presencia de violencia gratuita ejercida por (no ya sólo contra) menores de edad, niños incluso, es un síntoma alarmante de una civilización y tipo humano en crisis. Abordar el cambio de civilización en términos civilizados nos exige una clarificación mucho mayor de todos estos problemas, en particular el de la violencia.

Una especie más inteligente pero sobre todo más compasiva, enfrentada a los mismos problemas de supervivencia y desarrollo que la nuestra, sin duda habría dado respuestas diferentes, desechando dinámicas de explotación, violencia, rechazando determinadas “reglas del juego” sociales, esforzándose por establecer, con el criterio de la fraternidad, solidaridad, las mejores dentro de lo posible en las circunstancias dadas. Si nosotros en una determinada situación podemos dar respuestas muy diferentes sobre todo viniendo de tal o cual sector social, una especie más consciente y compasiva sin duda podría hacerlo mucho más fácilmente llegando a compromisos entre intereses contradictorios favoreciendo a la parte más débil, lo que a nosotros, por egoísmo, nos cuesta mucho alcanzar. Las condiciones materiales de existencia no condicionan por igual la mente como si ésta fuese algo pasivo y no dependiese del ser que la ostenta, del conjunto de sus características neurológicas, emocionales, intelectivas, éticas...

Sin necesidad de imaginar una especie “angelical” “sabia” pensemos que la evolución hubiese favorecido a una rama que se pareciese más a los bonobos (chimpancés pigmeos) que a los chimpancés en el modo de afrontar los conflictos de intereses, las tensiones en la especie. Los bonobos tienen una estructura social en la que predominan las hembras colectivamente, y recurren a diferentes modalidades de contacto sexual con prácticamente cualquier miembro de su especie de modo que se alivian las tensiones y se evita que lleguen a los extremos de agresividad y asesinato que conocemos entre los chimpancés. Aunque tal vez acaben por darnos también una sorpresa desagradable. En la sociedad chimpancé, al contrario que la bonobo, el predominio es de los machos, que están emparentados, viniendo las hembras de fuera del grupo, que constituye así una banda con lazos tan fuertes como para desarrollar la mentalidad de grupo de combate. Una especie que tuviese un ascendiente directo como el bonobo, podría disponer de grandes recursos emocionales, de comportamiento, para lograr una evolución de su sociedad que evitase lo que nosotros venimos prodigando. Es probable que más de una vez haya surgido algún homínido prometedor en ese sentido pero sin descendientes (muerte en la infancia por enfermedad, ataque depredador o de otro miembro de la especie) o que su linaje, tempranamente, de pocos miembros, poco afortunado, se haya extinguido. No es verdad que los supervivientes sean necesariamente los mejores. En las luchas sociales y políticas, en las guerras, tienen más probabilidades de morir precisamente lo más conscientes, valientes; los “emboscados” en la retaguardia -en el sentido literal o metafórico- tienen más opciones para sobrevivir y disfrutar de lo que otros han hecho posible con su sacrificio.

Debido a nuestra posición erecta, bípeda, se reduce el tamaño de la pelvis y se estrecha el canal del parto. No es posible que pase por él un cráneo mayor, por lo que el bebé no puede permanecer más de nueve meses en gestación. El resultado es que nacemos “prematuros”, demasiado inmaduros y por tanto extremadamente frágiles en todos los aspectos y en particular en lo que afecta a la mente. También estaría en ventaja una especie que a diferencia de la nuestra no naciese tan temprano, cuando la criatura es todavía demasiado dependiente, vulnerable, frágil, manteniéndose así durante meses y años, de modo que una relación, intervención descuidada, puede causarle graves daños en su maduración, en concreto, desviar su potencial de plenitud hacia la orientación al “tener” por negar la aceptación incondicional, el estrechísimo lazo físico y afectivo que debe haber entre la madre y la criatura.

Pero si bien nuestra especie tiene ciertas desventajas y fragilidades que la hacen proclive a la serie de males que conocemos de sobra, no está condenada a permanecer en esa dinámica. La razón no es que se pueda alcanzar un nivel de desarrollo económico tal que permita que desaparezca el egocentrismo pues podríamos nadar todos en la abundancia. Ella misma es difícil de delimitar pues depende de las posibilidades del momento y de lo que se considere deseable en términos de alimentación, vestido, techo, salud, longevidad, tiempo de no-trabajo, conocimientos, relaciones sociales, equilibrio mental. Como el “tener” no puede saciar nuestra necesidad de validación incondicional e integración en la existencia, la codicia no tiene límites y el ego (separado) seguirá insatisfecho. Por mucho que pudiera repartirse la abundancia, los egos se encargarán de que no sea así si ello conviene a su necesidad de validarse pues precisan tener más que otros para ganar en la comparación. La creación de una situación así puede ser condición conveniente, supongamos que hasta necesaria, pero en todo caso, será insuficiente. Si no se supera la dinámica del ego, a la larga, no hay nada que hacer pues el ego se encargará de sabotear hasta la mejor situación si con ello se complace en su necesidad comparativa, en su falta de reconocimiento del valor y sentido de la vida, en su resentimiento y destructividad.

Los trabajadores de los países ricos aceptarían sacrificarse por los de los pobres si estuviese cerrada la posibilidad de que otros se aprovechasen para enriquecerse, como habitualmente ocurre. Comprobar cómo incluso con pequeños esfuerzos los resultados son notables, mejorando ostensiblemente la situación de los beneficiados, estimulará a continuar con la colaboración. La eliminación del gigantesco despilfarro planetario en armamento ahorrará y liberará enormes recursos para un mejor destino. Pero cuanto más se ensanchen las desigualdades entre los países más dificultades habrá para salvarlas y más remisas pueden ser las poblaciones de los países ricos a renunciar a ventajas y comodidades a las que han tomado gran apego. De ahí la necesidad de que cambie la actitud a partir de otro sentido de la propia importancia (no el estatus social) y de la vida. La motivación para el esfuerzo y la superación profesional ya no podrá ser sólo el beneficio personal, sino el de la Humanidad. ¿Reducirá esto la creatividad y productividad general?. No lo creo. Pienso que muchísimas personas se sienten hoy defraudadas porque sus esfuerzos, su vocación profesional, no les rinden personalmente y tampoco ven un resultado social gratificante, no se enmarca en algo que les de pleno sentido pues se ve deformado por las metas mezquinas del capitalismo. Muchos otros se sienten desmotivados para dar todo de sí pues significa hacerlo para unas relaciones sociales explotadoras y una civilización sin alicientes por su perversidad y destructividad. Comparativamente ¡más realizado puede sentirse un buey trabajando en el campo!. Por eso, personas que la clase dominante puede considerar socialmente “mediocres” o “fracasados” en realidad no lo son; es sólo que las metas individualistas apenas les motivan y sin embargo durante años son capaces de desplegar una gran actividad y esfuerzo por objetivos generales, sociales. ¿Son unos fracasados, por ejemplo, los médicos que renuncian a una “exitosa” carrera en la medicina privada para dedicarse a salvar a los abandonados por el sistema social en cualquier parte del mundo?. El sentimiento patriótico puede sacar de nosotros una capacidad de entrega y sacrificio extraordinarios como demuestra la guerra, aunque esté al servicio del ego. Si se supera buena parte de la ilusión del “yo” identificándonos con toda la Humanidad y se penaliza claramente a los elementos egocéntricos antisociales (se dejaría de trabajar para la colectividad si el esfuerzo de uno fuese parasitado por otros) lo que implica un verdadero ejercicio popular del poder (un tupido tejido que no permita parásitos ni decisiones que escapen al control de la gente) no sabemos todo lo que podrá salir de las personas. Hasta ahora no se ha intentado pero todo apunta a lo mejor pues las personas se sentirán integradas y protegidas sabiendo que se les garantizará la supervivencia y que dando lo hará por los suyos, su propia especie y la vida en su planeta. Son muy esperanzadores los conocimientos de la psicología social sobre el altruismo, el apoyo mutuo, desmintiendo muchas de las “verdades” incuestionables de la motivación humana que sostienen y justifican el capitalismo. Explorar y aprovechar todo este saber será una tarea básica de la nueva civilización.

Con la teoría de la necesidad de la abundancia para la desaparición del egocentrismo y las luchas sociales, se está diciendo que la fraternidad no sería sobre todo el resultado de un mayor desarrollo moral de cada individuo, sino de la satisfacción de las apetencias que, frustradas, conducen en la mayoría al egoísmo. Es decir, “a buenas”, saciados, todos seríamos “buenos”, generosos -aunque no habría necesidad de ello con la abundancia asegurada para todos-, saldría lo mejor de cada uno, nuestro lado más amable y seríamos más avanzados moralmente. Como con los niños pequeños, evitaríamos la envidia y las riñas, no mediante recursos morales, sino dando a todos el objeto del conflicto, con lo que del berrinche se pasaría a la risa. Así que bajo esa capa de fraternidad, el ser humano sería el mismo. A nada que se produjese un retroceso serio en la civilización a causa de algún desastre medioambiental o agotamiento de algún recurso de materias primas, energía, en seguida volveríamos a lo de siempre, pues no resultaría establecer a la larga unas relaciones cooperativas y bastante igualitarias voluntaristas.

Entonces deberíamos preguntarnos por qué algunas personas consiguen un mayor nivel moral que otras partiendo de las mismas o peores condiciones sociales; por qué pueden alcanzar un grado de fraternidad muy alto en la escasez y otros sólo podrían en la mayor abundancia; y si el “secreto” de los altruistas no puede hacerse extensivo a los egoístas.

En realidad, en la dirección de la fraternidad, más que la abundancia relativa alcanzada, pesarán condiciones como: 1) las debidas relaciones de crianza de la descendencia consideradas como una tarea social de primer orden no algo secundario con respecto a las relaciones económicas.2) las relaciones cooperativas (no explotadoras, participativas) tanto en las relaciones de producción (quiénes son los productores, ¿son dueños de su capacidad de trabajo?, quiénes son los propietarios de los medios de producción y distribución, ¿los mismos, distintos, en este caso, cómo se establece la relación?), como orientando las fuerzas productivas (división del trabajo, tecnología, formación profesional...) en esa dirección en vez de favorecer la fragmentación y el poder de una minoría sobre el resto.3) reducir las diferencias de retribución individual al mínimo necesario para estimular que cada uno entregue de sí a la comunidad según sus capacidades, asegurando socialmente las necesidades básicas y dejando para lo accesorio la satisfacción de deseos más personalizados a satisfacer por una contribución extra, especial o de mayor responsabilidad (con su preocupación y entrega) a la comunidad.4) dar mayor peso como gratificación al reconocimiento social (premios, medallas, etc) que a las recompensas económicas.5) facilitar la expresión de la individualidad en campos que no alteren las condiciones sociales básicas, como el arte, el deporte...6) un interés volcado no en el éxito social y el enriquecimiento, sino en la maduración como ser humano, en darse una finalidad (metas) a la vida que se corresponda con su sentido (razón de ser) más profundo (consciencia inteligente y compasiva), la contribución a la comunidad y la especie.

No será el incentivo de la abundancia el que desmantele la identidad del ego, sino el reconocimiento auténtico de cada persona, demostrando que cuenta para la comunidad en condiciones de igualdad, mediante reglas del juego que impulsen la cooperación, el apoyo mutuo, la participación democrática, la justicia. Por tanto, si la abundancia es un factor facilitador, es insuficiente sin las relaciones de producción adecuadas. Ante la imposibilidad de una sociedad de consumo hedonista, tendríamos una sociedad con un consumo suficiente, racional y sostenible, con unas fuerzas productivas que faciliten unas relaciones de producción cooperativas, democráticas, igualitarias y justas, que disuadan a los tramposos e individualistas egoístas con penalizaciones y propicien la superación del ego, junto la disciplina mental, filosofía y éticas correspondientes.

Conscientemente deberá hacerse una revolución en la escala de valores para el desarrollo de la personalidad y la moral, la consciencia inteligente y compasiva, la correcta identidad del yo y el sentido de la vida, desplazando a la preocupación por el consumo y el estatus social. La razón ya no será la salvación del alma, sino el logro de una sociedad humanizada que dé más opciones a la felicidad de todos y el futuro de la especie. El panorama diario ya experimentará una transformación reduciendo al mínimo la información objetiva sobre productos de consumo (distinta de la publicidad), eliminando la violencia como juego y espectáculo, lanzando orientaciones, etc, que contribuyan al perfeccionamiento moral y social, no a engrosar la Máquina del enriquecimiento, la explotación, la marginación y la guerra, manipulando la necesidad de validación del ego.

Si no se produce este cambio de mentalidad bien asentado en un cambio psíquico referente a la identidad del “yo” y el sentido de la vida, habrá que recurrir a demasiadas medidas coercitivas, cayendo en un régimen autoritario con el consiguiente riesgo, primero de corrupción, luego de establecimiento de privilegios para una capa social y por último, desigualdades clasistas y vuelta a lo de siempre.

Nuestra esperanza estriba en la posibilidad de transformarnos en “otra” especie, no mediante la ingeniería genética, etc, sino aprovechando nuestro potencial de consciencia, inteligencia, compasión e interviniendo preventivamente en la fase en la que somos más frágiles, es decir, la relación madre-bebés. Así podríamos abordar de un modo diferente las condiciones materiales de nuestra existencia, evitando que nos condicionen como lo hacen ahora cuando estamos dispuestos a doblegarnos a las “reglas del juego” de lo que hemos creado aunque eso suponga nuestra eliminación mientras complazca a nuestro ego. Esta transformación como seres humanos es la que pretende la vía del Despertar recuperando el potencial de desarrollo de la consciencia, inteligencia y compasión que hay en nosotros y que se ha visto inhibido dando lugar al ego como estrategia de supervivencia psicológica.

En los adultos, un antídoto para esta falsa creencia de separación y centro del ego es una integración transversal, que nos una en cuanto que humanos (puede ser indeseable en lo político) a quienes aparentemente son muy distintos y están muy distantes de uno, en el plano social, racial, nacional, etc (ved nota 6). Se puede concebir una entidad psíquica personal que supere la identidad engañosa del ego y que se exprese como la consciencia inteligente y fraternal. Un tipo humano incapaz de participar en matanzas y genocidios por criterios raciales, religiosos, políticos, nacionales, clasistas, pero que tampoco se dejará matar por ellos, no renuncia a los medios legítimos de defensa proporcionados a cada situación. Resistencia para sobrevivir y frenar el avance de la destructividad y psicopatía.

La psicología social conoce cada vez mejor las condiciones favorables a las relaciones altruistas. Estos conocimientos y más que se adquieran deben ser muy bien aprovechados en lugar de como ahora se hace para provocar ansiedad en las masas a fin de someterlas a la autoridad y empujarlas al consumo compulsivo. El esfuerzo que hoy se dedica a la industria de armamento se destinará, en parte, al conocimiento de las relaciones sociales y de la mente humana a fin de hacernos más conscientes de los procesos inconscientes y aprovechar las dinámicas para un funcionamiento armonioso de la sociedad. (Más en la revista “Mente y Cerebro” -asociada a “Investigación y Ciencia”- nº 20 de septiembre/octubre 2006, artículo “Las claves del altruismo” de Nicolas Guéguen)

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