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El complejo del tirano |
Ser demócrata está de moda.
Hablar de la democracia también.
Decir que vivimos en regímenes democráticos se ha convertido en una constante. Lo mismo ocurre cuando se trata de luchar contra la violación de los derechos humanos. En esta dimensión se cae en un catálogo que va de lo individual a lo colectivo. De lo personal a lo social y de lo público a lo privado.
Son demasiadas las opciones barajadas.
Gobiernos, movimientos políticos, sociales y conductas son tipificadas y objeto de persecución. Hay quienes se vanaglorian de ser baluartes en su defensa, sobre todo si se trata de atacar a los movimientos antisistémicos. En otras palabras, se puede ser más o menos laxo defendiendo los derechos humanos. Así se hace la vista gorda y se pasan por alto acciones comprometidas cuando responden al sistema de valores del orden dominante y hegemónico. Es decir, cuando se cruza la raya de lo permitido. En ese instante se pierde la compostura y los derechos humanos se van al traste. Ya no existe violación de los derechos humanos, por el contrario, el argumento se transforma en el ejercicio de protección de la seguridad ciudadana, bajo la fórmula de la razón de Estado y las leyes antiterroristas. Es la vuelta de la tortilla. Se mata en nombre de los derechos humanos. Las guerras preventivas igualmente se asimilan como parte de una lucha contra la intolerancia y un futuro ordenado frente al integrismo (guerra de civilizaciones). Las bombas inteligentes se utilizan para evitar la muerte de inocentes y salvaguardar los derechos humanos. Si hay heridos no deseados, se tipifica como efectos colaterales. El uso de la tortura se avala como un método terapéutico. Sólo se tortura a terroristas y peligrosos asesinos antisociales. Dicha práctica protege al inocente. Guantánamo es un buen ejemplo y las cárceles de Irak otro tanto. Mantener a los inmigrantes en los aeropuertos de Europa occidental, sea en Madrid, Barcelona, Londres o París durante horas y horas sin derecho alguno y luego repatriarlo, es decir, limitando el habeas corpus, no constituye una violación de los derechos humanos, es evitar la invasión de incultos a países nobles. Levantar el muro de la indecencia en Israel y separar barrios en Palestina es una protección frente al terrorismo. Construir barreras electrificadas en Melilla para que no crucen la frontera los inmigrantes africanos es otra protección de los derechos humanos ante la violencia de los indocumentados y los sin papeles. Así, podemos llenar páginas de estas anomalías o mejor dicho tropelías consideradas defensa de los derechos humanos. Ninguna de ellas, dirá el poder, constituyen su violación. Tampoco lo son la muerte de un connacional por la policía mexicana en las fronteras de Guatemala confundiéndolo con un emigrante, si lo hubiese sido estaba justificado. Un lamentable error. Ni se explica ni se aclara, no hay derecho humano que valga. Tampoco se violan bombardeando aldeas en Ecuador por parte del ejercito colombiano y matando a ciudadanos mexicanos y ecuatorianos, amén de miembros de las FARC. En fin, el mundo al revés.
Las causas y los motivos de violación de los derechos humanos se convierten en explicaciones razonables para justificar lo injustificable. En todos los casos anteriores el poder se protegía frente al ciudadano y aseguraba la razón de Estado. En otras palabras, no le temblaba la mano cuando ejercía el poder de forma dictatorial. El complejo del tirano se esfuma. Sólo hay que revertir el discurso. Transformar en demócratas a los asesinos y en defensores de los derechos humanos a los torturadores. Eso no cuesta tanto. Chile lo consigue con facilidad. Muchos torturadores gozan de inmunidad y un sueldo vitalicio. En Colombia su presidente es un criminal de guerra cuyo aval son las fuerzas paramilitares y sin embargo se autodefine demócrata. En fin, nada es lo que parece. La explicación es clara, la mejor manera de defender los derechos humanos es negándolos hasta hacerlos añicos. Cuanto más se violen mejor. No sea que su respeto y su ejercicio democrático lleve a pensar en una debilidad del Estado y de los gobernantes. Nunca el “ciudadano” puede albergar un ánimo participativo, es contraproducente, le llevaría a pensar en una opción horizontal de la democracia. Un peligro cuya inmediata consecuencia se traduce en la deflación de autoridad y la inflación democrática. Un riesgo para una sociedad totalitaria de capitalismo salvaje.
En la actualidad, los únicos derechos protegidos son aquellos que están regulados en el capitalismo; se derivan de la propiedad privada y pertenecen a los terratenientes, a los empresarios, a los dueños de los grandes bancos y las trasnacionales. Ellos sí disfrutan de derechos humanos. Poseen guardias privadas y grupos paramilitares que les protegen. Asesinan y hostigan como lo hacen en la actualidad en Chiapas a las comunidades campesinas y al EZLN, en Chile aplicando la ley antiterrorista contra los mapuches, corrompen el poder político y forman parte de una elite plutocrática que está por encima del bien y del mal. Para ellos la justicia debe funcionar haciendo la vista gorda. Pasan por encima de jueces o fiscales. El Poder Judicial se postra a sus pies, salvo honrosas excepciones. Pero declaman el respeto a sus derechos humanos: el estupro, el dolo, la corrupción, el asesinato, el secuestro, el tráfico de influencia, los loobbys de presión, la trata de esclavas, la explotación de niños. Todo por el afán del dinero, la codicia y el poder. Bajo estas premisas deben ser protegidos y sobre todo venerados. Como llevar a los tribunales a gentes de progreso, empresarios creadores de riqueza, que trabajan las 24 del día, mientras que los obreros lo hacen sólo ocho. Por favor, un poco de compasión católica. No los atosiguen. Ellos sufren el asedio de los envidiosos y los frustrados. Bajo estas circunstancias se ven obligados a utilizar la fuerza, pero siempre en defensa propia. Si utilizan medios ilícitos hay que comprenderlos. Como señala Niklas Luhmann, el poder político en el siglo XXI no puede estar sometido a reglas democráticas, supondría valoraciones éticas imposibles de sostener dentro del sistema capitalista de dominio y explotación. Mas vale dedicarse a reprimir y evitar el riesgo de una revolución democrática. Hay que sacudirse el complejo del dictador y aplicarlo.
Eso deben hacer los buenos gobernantes.
Más de uno sigue sus pasos.

Esta constatación confirma que el ser humano no busca disfrutar con discutir o, dicho más noblemente, con disputar -del verbo putare, de ahí lo de putativo, reputación e imputación-; es decir, con aclarar las distintas interpretaciones que se tienen, o te tienen, acerca de las tonterías más importantes de la vida, ya se sabe, el tiempo y la dudosa calidad de ese crack fallando penaltis. Lo que se busca en la discusión es acallar al otro, graparle los labios y escuche lo que yo diga, más interesante y más profundo.
Por supuesto.
En una tertulia cualquiera siempre existen sujetos que, manipulando unas falsas muletillas argumentativas, se dedican a inutilizar las intervenciones ajenas, independientemente de lo que digan y cómo lo digan. Esta gente destripa tertulias no tiene fama de pelmazos, pero lo son con denominación de origen. Esta gente no sólo no dice algo significativo, sino que impide que los demás lo hagan.
Quien utiliza estas argucias evidencia varias cosas: primera, siempre discrepa de lo que diga el otro y cómo lo diga; segunda, considera que recurriendo a ciertas muletillas muestra equilibrio, objetividad y racionalidad a raudales cuando no posee ninguna de estas cualidades; tercera, aparenta ser más sabio que nadie cuando en realidad suele ser de lo más ignorante, pues de los temas de los que se habla, él, con seguridad, es la primera vez que oye hablar de ellos.
Dicho lo cual, hablaré de cinco tipos de argucias argumentativas, observables en cualquier conversación, protagonizada por intelectuales de raza -tipo Miguel Sanz-, como por analfabetos funcionales -rhesus prototipo José Blanco-.
«Eso son generalizaciones». Cuando se hace una afirmación con carácter general, que son las afirmaciones usadas para que se entienda lo que la gente no entiende, existe el fino de turno que advertirá que tal o cual afirmación roza los goznes de la generalización, y, por tanto, no sirve para nada. Pero conviene no engañarse: quien replica de este modo no acepta ni la generalización ni el matiz que pueda redimir a ésta. El caso es poner nervioso al oponente acusándole de ser un Matías Gali ambulante. Se olvida que muchas generalizaciones llevan implícitas atisbos de verdad. Es cierto que no todas las generalizaciones sorprenden. Lo consiguen las que contradicen nuestra particular colección de generalizaciones. Nadie se rebela contra una generalización que apoye sus ideas.
«Eso es simplificar demasiado». Me cuesta entender esta réplica, porque simplificar es de las tareas intelectuales más complicadas. Por ejemplo, ¿alguien ha visto alguna vez a los políticos entregarse a tareas de héroe simplificador? En mi opinión, a quienes fueran expertos contrastados en simplificar debería erigírseles un menhir. ¡Qué daríamos por ver simplificados los problemas que nos aturden en la vida! Simplificar significa hacer sencillo lo que no lo es. De ahí que no se entienda bien la marginación política practicada con quienes simplifican. ¿Quizás porque se confunda simplificar con engañar? Es posible, pero es bueno asegurar que no simplifica quien quiere, sino quien puede y sabe. Una maravillosa simplificación que oí hace unos días aseguraba que la conciencia no existía, que era un camelo. Lo afirmaba una científica, aunque ya es sabido que muchísimo antes, Lawrence Sterne, ya había sostenido que el sinónimo de conciencia era el estómago.
«Eso es muy superficial». Esta argucia revela que quien nos aturde con ella debe de saber exactamente qué es lo profundo y qué es lo superficial. En realidad, no tiene ni idea de tales diferencias. A fin de cuentas, ¿quién sabe en qué consiste la profundidad de las cosas? El filósofo Trías seguro que se tiene como un tipo profundo cuando en realidad es un auténtico coñazo, que envuelve en frases ininteligibles lo que es más simple que una idea de Zapatero.
Por lo común, se califica de profundo aquello que no entendemos y de superficial lo que entendemos a la primera. Pero no hay tal correspondencia simétrica. Y, bueno, profundos son los libros que defienden nuestra ideología; no lo son quienes la niegan. Así que cuando alguien te dice «estoy leyendo un libro muy profundo», se le puede preguntar: «¿Lo dices porque piensa como tú?».
«La cosa es más compleja». Siempre encontraremos al gracioso de turno que en medio de una conversación, aunque se hable de la cantidad de patas que tiene un ciempiés, replique: «Me temo que la cosa sea más compleja». Y si alguien, conmovido por esta declaración de impotencia intelectual, le pide al gran conocedor de complejidades que intente desvelarlas, ya sabremos cuál será su respuesta anticipada: «Es muy complicado. Déjalo; ya hablaremos otro día». Así que uno acaba por suspirar preguntando: ¿En qué consiste la complejidad de las cosas? ¿De la cosa en sí o del para sí de la estructura óseo mental de quien pregunta por lo complejo?
«Ésa es tu opinión». Y lo reprocha quien más que nadie está abonado al relativismo más absoluto de las opiniones, como un vulgar Rouco Varela. Pues si algo hacen las personas que tienen miedo a discutir es refugiarse en la muletilla de asegurar que «esta es mi opinión, esta es mi fe, ¿vale?». Sin embargo, cuando es el otro quien opina de forma personal, que es la única manera posible de hacerlo, entonces se trata de una actitud rechazable.
Algunos, quizás, consideren que estas falsas muletillas argumentativas desaparecerían, si nos expresáramos con más exactitud. Yo lo dudo. Somos tan sensibles al gusto de dominar al otro que por conseguirlo no reparamos en utilizar lo que haga falta: falacias, demagogias, falsas imputaciones y toda clase de razonamientos. En la dialéctica política, lo constatamos todos los días. ¿Sorprendente? Para nada. La aniquilación del otro empieza por el uso caníbal del lenguaje.
Pues cada cual, sintiéndose un monarca de las palabras, las emplea para dominar y, si preciso fuera, para comerse crudo al otro. De esta lacra, no se libran ni catedráticos, ni ingenieros ni toreros, ni jueces. Sobre todo, jueces, quienes, cada día que pasa, más parecen especialistas en «lingüística delictiva» que en el arte de las penas y de los delitos, por recordar el memorable libro de Cesare Beccaria. Desde luego, si las leyes representan la legítima voluntad de la ciudadanía hace ya mucho tiempo que ciertos jueces lo han olvidado.
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