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El an-arquismo como ontología política |
El ex sacerdote dominico de origen holandés y padres alemanes, acogido por Hannah Arendt en los Estados Unidos que murió de sida en 1993, Reiner Schürmann, ha sido quien, en su libro de 1982, Le principe d’anarchie. Heidegger et la question de l’agir, nos ha legado la mejor interpretación sobre la posible ética y política que derivaría de la ontología heideggeriana. Schürmann presenta la política que se derivaría del pensamiento de Heidegger como una recusación de los principios (archai) y fundamentos para la acción, así como del sentido o finalidad (télos) de la misma.
Por tanto Schürmann nos ofrece el correlato político de la ontología heideggeriana en términos de una mística anárquica en la que comulgan dos opciones, la primera sería la vida sin por qué ni para qué, como proyecto arrojado al mundo del primer Heidegger, lo que nos llevaría a la emanación del sentido del sí mismo individual, como en el Oscar Wilde de El alma del hombre bajo el socialismo, el hombre como aquel ente que se da la ley individual y singularmente a sí mismo, y la segunda, la vida sin por qué ni para qué, pero como apertura al ser en su desfondamiento. Lo último nos lleva hasta la Gelassenheit como la actitud propia de una mística de un obrar sin obra que surge al abandonarse y dejar que sean a través nuestro las cosas, de modo que nos puedan ocurrir acontecimientos. Entre esas dos opciones habría una tercera que pudiera denominarse la del arraigo, que sería lo contrario del desarraigamiento. Pero esa opción por la tradición, la raíz, recogida y urbanizada por Gadamer, nos llevaría de vuelta a los fundamentos y sentidos con que cada comunidad envuelve a sus miembros, de forma que por eso se atendería a otras formas de vinculación como la deleuziana del rizoma. Heidegger no podría considerar del todo el arraigo de modo cultural, su contrafigura de la Heimatlösigket, del desarraigamiento, sería la copertenencia con la physis, procurando entender ésta de una forma más profunda que la que remite a la vida biológica de los entes de la naturaleza.
Vemos entonces conjugados tres respectos o alternativas a las posiciones metafísicas que se legitiman mediante su apelación a los principios y las finalidades:
1.- El hombre como el ente arrojado, como proyecto que singularmente tiene que forjarse su propia ética, crear sus propios valores, valida exclusivamente para sí mismo. Aquí hay elección y decisión individual, como la del sujeto ético kierkegaardiano, la del artista de Nietzsche y Oscar Wilde o el individuo libre de Sartre. No está en el planteamiento de Schürmann sino implícito en sus referencias al primer Heidegger, el del existencialismo de Ser y Tiempo.
2.- El hombre como el ente vinculado al ser en tanto en cuanto se despoje de todo lo que le caracteriza y se abandone a un obrar que ya no le pertenece, sino que acontece a través suyo como fuerza de la indeterminación o del abismo sin fondo que le constituye. Aquí ya no hay elección ni decisión alguna, sino mística, fusión con la Nada.
3.- El hombre como el ente en armonía con la naturaleza que deja que la physis lo atraviese y busca en ella su arraigo. Y aquí tampoco hay decisión ni elección humana alguna, tan sólo concordancia o fusión con la naturaleza entendida como Devenir, el ser como multiplicidad pluriforme fluyente.
En la fórmula de Meister Eckhardt, “la rosa es sin por qué” se mezclan el planteamiento místico y la copertenencia a la physis, de ahí que el punto dos y tres sean difíciles de deslindar dado su común vínculo con el acontecer. El segundo punto trataría de no estorbar el acontecer, de la Gelassenheit como abandonarse, dejarse, una suerte de suspensión fenomenológica más allá del nivel de la conciencia hasta llegar a la ontología; mientras que en el tercero se trataría de un dejarse atravesar. En términos musicales se podría decir que la Nada remite al silencio mientras que el Devenir remite a que los sonidos nos traspasen. Desde este punto de vista el abono, el cultivo, la educación dentro de la civilización y la cultura, no habrían sabido emular a la physis y producir una rosa. La inmediatez y la espontaneidad se opondrán a todos los procesos de mediación, como el que por medio de proposiciones, del lenguaje, de la gramática, nos fuerza a este rodeo de las explicaciones.
El lenguaje será la casa del ser en cuento pertenezca a la physis pero estará revestido de metafísica mientras tenga que expresarse por medio de proposiciones.
Las preguntas por el fundamento, la finalidad y el sentido bien pueden aplicarse a quienes abordan estudios filosóficos. Para qué, por qué y que sentido tiene semejante actividad. Antes la universidad pública se gastaba el dinero formando a un profesional (p.ej. casos ingenieros de telecomunicaciones y de industriales o de físicos y matemáticos) para que casi indefectiblemente tuviera que trabajar luego para la empresa privada en cosas como conseguir que nuestro teléfono móvil pueda bajar 25.000 canciones lo más rápido posible o que el procesador de textos se nos abra más deprisa. Los mecanismos son más refinados ahora. Pero quien estudia filosofía no lo hará, desde luego, a menos que sea muy idiota, para ganar dinero, y ni siquiera para dar clases en un instituto o incluso para darlas en la universidad.
Ya los antiguos diferenciaron entre la formación para el mejoramiento del ser humano (epi paideia) y la formación profesional para ganarse la vida (epi techne), pero una vez perdidos los fundamentos y la finalidad, la idea de progreso técnico y de mejoramiento humano, la de la civilización y la cultura, tienen ambas que caer. El maestro pasa a ser un ídolo metafísico al que sólo sostendrá la servidumbre voluntaria de los que no se atreven a hablar en su presencia por considerar que hay grados del saber y que mientras unos saben, por detentar un título, otros son ignorantes. El momento de ignorancia de heideggeriano no es en realidad un fingimiento, no es del todo una máscara, sino que hunde sus raíces en la ironía socrática y en la profesión de ignorancia del filósofo, esto es, del que busca la verdad pero no la tiene. Pero eso está lejos de un democratismo en el que todo zoquete quiera tener la palabra sin haber reflexionado lo más mínimo sobre lo que va a decir. El principio socrático de la ignorancia permanente surge, más allá del fingimiento, como la ironía de la filosofía, la ironía de la dedicación de la vida al saber sin por qué ni para qué, que excluye todo progreso individual, gnoseológico, epistemológico y colectivo. En tal sentido la semejanza en la isegoría, la isonomía y la parrhesía, vendrá dada por la pretensión de llegar a pensar, para la cual todo el conocimiento no será sino una propedéutica insuficiente pero inapelable.
Surge entonces un igualitarismo que rompe con todos los grados y con todas las jerarquías, así como con cualquier archónte, director, guía, líder, vanguardia supraconsciente o gobernante. Crece entonces una democracia radical en la cual si bien un cirujano conoce más y mejor la medicina que un enfermero y un arquitecto más y mejor la edificación de infraestructuras que un albañil, pero ninguno será más sabio que otro, pues con relación a la sabiduría se encontrarán al mismo nivel, esto es, en el de la doxa. No se diferenciarán en pensamiento y excelencia humana, sino tan sólo en los conocimientos particulares que les haya sido dado alcanzar. Tal convencimiento es el único que les puede llevar hasta el diálogo, a escucharse unos a otros, a una philía y estimación por lo que pueda decir el otro y a unas formas de escucha y consideración recíproca que son extremadamente infrecuentes en el mundo hegeliano de los grados y las jerarquías, atravesados de relaciones de poder y de distinciones que se maquillan mal tras el universalismo humanista. De ahí que la conversación en comunidad inoperante u ociosa sea preferible a la formación en la universidad y tenga que complementarse ésta segunda con la primera, buscándose con ello espacios no atravesados por el poder, grietas, huecos, lugares epicúreos en los que sin por qué ni para qué, se propicie el milagro del pensar.
Filósofo lo será por tanto, más allá del conocer, todo el que llegue a pensar alguna vez y, por consiguiente, el catedrático de filosofía, si bien puede conocer más que sus pupilos en relación a los conocimientos de historia de la filosofía -lo que le hace un historiador y no un pensador- en nada aventajará a los demás por lo que respecta a la sabiduría. Pero como desde la nada no se puede hablar vemos ya consensuado por la tradición un suelo de discusión sobre el que pronunciarse en igualdad y semejanza de esfuerzo cognoscitivo, lo que hace que se haya de tener algún texto o fuente de conocimiento metafísico sobre el que dejar ser a la conversación, de manera que el pensamiento pueda operar a través de la historia de la metafísica y la serenidad sobreponerse a través de los egos.
Los conocimientos no garantizan la mejora humana y aunque Sócrates dijese que la excelencia es conocimiento, éstos, por sí mismos, si bien se ha creído siempre desde Platón que eran una propedéutica inestimable para el mejoramiento humano –un postulado derivado de la metafísica-, y aún pudiendo serlo y no habiéndose descubierto otro modo mejor de educación, no son suficientes. Puede que los conocimientos sean en la mayoría de los casos necesarios, pero no son suficientes. Heidegger como Platón en el Menón sugerirá que sólo contando con el favor divino, en dependencia de la destinación del ser, puede mejorar el hombre. Hace falta un extra que viene de fuera, del ser, de la physis, del destino o del fondo sin fondo que nos constituye.
La postura pragmático-política de la ontología heideggeriana pudiera ser entonces igualitarista a ultranza, como se ha señalado, pero también podría ser elitista y más aristocrática aún que la derivada de la metafísica. Puede que el pensamiento heideggeriano constituya un elitismo aún mayor que el de la historia de la metafísica, lo que se explicaría pudiendo considerarse que quienes durante 10 años han estado practicando 10 horas diarias el piano serían los que tendrían los conocimientos necesarios pero no suficientes como para acceder al favor divino y pasar de ser instrumentistas técnicamente perfectos a maestros y sabios del piano. Incluso quizás sólo sea artista el compositor y nunca el ejecutante, que no es un creador de nuevas formas. Un correlato de la estética mantenida por Nietzsche y Heidegger nos llevaría en esa misma dirección si se piensa que es cuando se recupera el instinto tras pasar por todas las etapas de la cultura, del aprendizaje y la ejecución, cuando el artista vuelve a ser niño y toca el piano por naturaleza, en consonancia con la physis, es cuando es auténticamente artista. Lo que nos situaría en la ultraelitista teoría del genio romántica. En cada siglo surgirían tan sólo tres o cuatro genios que impulsarían la transformación de la realidad frente a los cuales todos los demás mortales estaríamos hundidos en la mediocridad.
Nietzsche quería que la cultura lograse producir el genio emulando a la naturaleza que producía rosas. A partir de su empeño cultural era fatal que deslizase la insinuación hasta el territorio de la ciencia biológica, que desde el doctor Mengele hasta el proyecto genoma ha seguido una consigna de progreso civilizatorio que se origina en el nazismo, deriva puesta de manifiesto provocativamente por Peter Sloterdikj en sus Normas para el parque humano. Toda la historia de la metafísica culmina en el nazismo, donde Occidente cumplió su destino. La hybris griega de la cultura fagotizada por la civilización moderna culmino en Auchwitz, Hiroshima y Nagasaki. La crítica heideggeriana de la modernidad y de la técnica no estará al final tan alejada de la crítica al capitalismo y de la sociedad de masas del neomarxismo de los últimos frankfurtianos.
Heidegger tenía una cultura filosófica vastísima, conocía muy bien a todos los pensadores que le precedieron y seguramente sus estudios vinieron vocacionalmente inspirados por una voluntad de mejora individual y colectiva. Tras subir todos los peldaños, como Alemania, de la cultura y la civilización, un buen día, tras la experiencia de 1933, se daría cuenta de que toda su formación y elevación, como la de Alemania, no le había hecho mejor y que, por tanto, era posible que no hubiese llegado nunca a pensar. La distancia entre pensar y conocer resultará entonces abismática. El conocimiento no vale ya para mejorar sino que está implicado en el mal, la sujeción y la vida administrada, lo que hoy llamamos biopolítica. La Modernidad se revela como un inmenso Totalitarismo en continuidad con el nazismo. Para la Postmodernidad queda entonces la opción terrorista o la opción pacifista, al viejo topo marxista se añaden el emboscado de Jünger o el enmascarado de Vattimo, una línea heideggeriana se inclinaría por la vía del ocultamiento y la máscara, en la dirección de lo que Vattimo denominaría pensiero débole, las Brigadas Rojas italianas inspiradas por un Toni Negri que leía a Deleuze y Marx al unísono, por lo primero. Grandes personalidades como Günther Anders oscilarían de una a otra. De ahí la vocación anti-sistema y anárquica de la postmodernidad y su relación con la doble variante del nihilismo, la de sus del nihilismo literario de los antizaristas decimonónicos y la del nihilismo filosófico de los pensadores románticos.
El pacifismo y la no-violencia del misticismo heideggeriano en interpretación schürmaniana abrirá las puertas a la búsqueda del pensamiento a través de las sabidurías orientales, los ritos de las culturas antropológicas o las drogas, sendas perdidas o grietas de la metafísica. El anarquismo de la revolución del 68 encontrara en la postmodernidad, veinte años después de su acaecimiento, su justificación filosófica a partir de Nietzsche y Heidegger, con Bataille, Foucault, Deleuze, Vattimo, Lyotard, Derrida, Sloterdijk, Negri y otros muchos. Lo que será considerado como un hippismo filosófico de ciertas élites cultas del capitalismo postfordista, una resaca de juventud de los pensadores contemporáneos, un movimiento inútil a la hora de generar transformaciones sociales. Lo que esgrimirán en su contra tanto sus detractores ilustrados como sus críticos de la izquierda clásica de tradición marxista, cuando no como un reaccionarismo conservador neonazi por lecturas tan desencaminadas como la de Habermas. En realidad será un neoanarquismo o comunismo libertario de nueva generación, filosóficamente mucho más consistente dentro de su abogamiento por la inconsistencia, que las soflamas del 68.
Heidegger después del nazismo dedicó su vida a la tarea de procurar propiciar el que alguien llegase a pensar algún día y se consagró a trabajar por ello a través de la metafísica. Tal tarea presupone la familiaridad con la metafísica y su búsqueda de fisuras y grietas que pudieran dar paso a la ontología. Pero no habrá idea –metafísica- de mejora o progreso alguno: ¿Mejora al ser humano tal tarea de deconstrucción? La respuesta heideggeriana es una tajante negativa. Mediante el pensamiento y la poesía, nos dirá al final, tan sólo se puede preparar lo que quizás sea un mundo futuro en el que la mejora humana ocupe el lugar de la técnica y la cultura o paideia el lugar de la civilización.
En tan modesta tarea se le había anticipado Nietzsche al matar a Dios y laborar por el advenimiento del superhombre, del hombre nuevo que postulaba el socialismo decimonónico como meta y el comunismo libertario para el aquí y el ahora.
Simón Royo Hernández

Etiquetas: sabiduria.
Sin embargo, nos cuesta menos hablar de creatividad en el arte que en la ciencia, pues en el arte consideramos creativos no solo a los que rompieron con lo anterior y crearon nuevas formas de expresión, nuevos paradigmas, sino también a aquellos que en su trabajo se han adscrito a uno ya existente.
Cabría preguntarse por los niveles de creatividad que se pueden atribuir a dichas obras. El problema es que los criterios de valoración de un producto son mucho más subjetivos en la ciencia que en el arte, porque, si hablamos de novedad, resulta incontestable que -exceptuando las reproducciones- toda obra de arte es original, mientras que replicar por enésima vez un experimento con una mínima variación de las condiciones experimentales, no. Pero si hablamos de valor, el segundo y definitivo criterio para diagnosticar productos creativos, en lo referente al mundo artístico, entramos en un confuso territorio donde el relativismo y hasta la ambigüedad determinan la calificación de las obras de arte.
Asumimos que la creatividad tiene una naturaleza contextual y que son criterios propios del campo los que deben aplicarse a los productos, pero hay que reconocer que tales criterios tienen mayor grado de objetividad y consenso en la ciencia que en las artes y el resultado final es que, desde fuera, puede parecer que todo vale y que cualquier cosa, exhibida en cualquier lugar, merece llamarse creativa. Y así, abría que considerar, hablando ya de locura, si algunas formas de “art brut” realmente son creativas; si el arte psiquiátrico tan reivindicado por algunos, como Bretón, realmente cumple siempre con los mínimos en un criterio de valor, o si, a la viceversa, otras formas de arte supuestamente psiquiátrico lo son en realidad; como cuando Dalí en una de sus poses mitomano-exhibicionistas -otra patología distinta a la locura- afirma provocar voluntariamente estados paranoides (Neumann, 1992).
Pero, volviendo a la ciencia y el arte. He traído aquí esta disgresión para apuntalar una idea: la creatividad es la misma esté dónde esté; desde el punto de vista psicológico la definimos de la misma manera. Aquí surge otra disonancia conectada con el tema que nos ocupa: nadie asocia la locura con la conducta científica. La leyenda del artista no alcanza al científico y, sin embargo, lo que hace un pintor ante el lienzo es lo mismo que hace el científico creador en su laboratorio o mesa de trabajo: encontrarse con problemas que ha de formular y resolver de forma original y válida.
Parece pues, que para embarcarse en una actividad tal no es necesario estar loco, al menos en el sentido psiquiátrico del término. No son, entonces, relaciones causa-efecto en el sentido “psicosis implica creatividad”, las que han dado origen al mito del genio loco sino otro tipo de argumentos cuya naturaleza no es intrínseca a los propios procesos creadores.
No es este el lugar para entrar en un desarrollo explicativo de los procesos psicológicos implicados en la creación pero si hay que mencionar -por no dejar colgado el asunto- que esa definición de pensamiento creador que propongo, en consonancia con el enfoque de la psicología cognitiva, encierra bastante complejidad. Que hablamos de un mismo proceso pero presuponiendo un dominio específico de la disciplina -nivel de experiencia en un campo que implica más de diez años de trabajo intensivo previo-, unas “habilidades de infraestructuras” o aptitudes propias para ese trabajo desarrolladas a un nivel óptimo así como un nivel extremo de motivación hacia el trabajo. Por otra parte, cuando hablamos de buscar y de resolver problemas, es obvio que la naturaleza de los mismos es muy distinta según el área. El artista, a través de la expresión simbólica, va a dar salida a la formulación y resolución de un problema que es de carácter estético y personal.
Estamos definiendo la creatividad en términos que no constituyen rasgos de personalidad, lo que excluye la neurosis, sino que son cognitivos y en un nivel de pleno rendimiento y concentración -hasta el nivel, en ocasiones, de lo que Csikszentmihalyi he llamado “estado de flujo”-, lo que excluye la psicosis.
Es incompatible pues la ejecución de una auténtica obra artística con el trastorno mental. Desechada la conexión causal, sin embargo, es de ley aceptar que hay una cierta incidencia; en estos casos diremos que el arte surge a pesar, no por la neurosis o la psicosis y nunca coincide con los brotes esquizofrénicos o las fases agudas de la enfermedad. Esa sospecha de que someterse a una terapia va a mermar la creatividad, es otro prejuicio compartido también por algunos.
En todo esto coincidimos, desde la psicología cognitiva, con las nuevas versiones psicoanalíticas de la “psicología del yo” como Otto Rank que se atrevió a desligarse de la teoría freudiana de la neurosis -siendo silenciado durante mucho tiempo-, hablando del artista como persona sana y creativa, dotada de un yo fuerte y contraponiendo neurosis y creatividad.
En Kubie (1958) se dio la ruptura definitiva al negar todo papel al inconsciente, un límite que Kris (1952) no alcanzó en su noción de “regresión al servicio del yo”. Pero Kubie habla abiertamente de que la neurosis destruye la creatividad y del inconsciente como una camisa de fuerza que produce estereotipia.
Al margen de estas disputas entre psicoanalistas, lo que demuestra la evidencia es que en las crisis psicóticas los artistas dejan de ser creativos y en las fases de regresión más profunda no hacen sino garabatos descoordinados. Y en cuanto al neurótico, como dice Martindale (1971), “está caracterizado por mecanismos de inhibición, paralización y represión, y estas son características más de las personalidades no creativas que de las creativas”.
¿Por qué esa conexión tan firme en nuestra cultura entre arte y locura?
Creo que Gombrich da en el clavo en el prologo a La leyenda del artista de Kris y Kurz, cuando dice que a Kris le debemos la profunda intuición de que las historias que se cuentan sobre los artistas en todos los tiempos reflejan una respuesta humana universal a la magia misteriosa de la creación de una imagen.
Esa magia de la creación es la que ha alimentado la mitología sobre el genio, magia que en la ciencia es mucho menos accesible -su comprensión se limita a minorías especializadas y no es objeto directo de consumo- y por ello no ha dado lugar a unos mitos tan sólidos y extendidos como la creatividad artística, aunque también los hay.
Por mi parte he realizado una investigación (Romo, 1998) sobre teorías implícitas en creatividad artística, donde he rastreado los orígenes y evolución de algunas concepciones sobre la creatividad en el arte muy extendidas, analizando su estructura interna en cuanto a las ideas que las integran y los grados de tipicidad del las mismos. Entre otras teorías, además de la del trastorno psicológico, se encuentra la de las dotes innatas, el otro gran mito: el inspiracionista, que hace del arte una tarea para unos pocos elegidos por las musas, leasé “genes” en su versión moderna -cuyo análisis, por cierto, sería merecedor de otro artículo.
Sin embargo, la teoría del trastorno psicológico no tiene mucha vida, yo diría que ha durado un siglo -y quiero creer que este pasado es perfecto- teniendo su máximo esplendor entre finales del XIX y principios del XX. En realidad constituyó la versión romántica del genio en todas las artes -”se bello y se triste” decía Oscar Wilde-. Y tuvo su ideólogo en Schopenhauer, aunque después psiquiatras y psicoanálistas como Lombroso y Freud contribuirían a darle un barniz pseudocientífico y con ello, a la adopción generalizada de la teoría en el mundo del arte, de tal forma que durante un tiempo se puso de moda entre los artistas, especialmente en el surrealismo, hablar de cosas tales como trauma, neurosis, represión, inconsciente, sublimación,...
Sin embargo, existen versiones anteriores. Ya Kant hablaba de que es una vieja idea que el genio va mezclado con ciertas dosis de locura. Y para los Witkkower hay una primera formulación explícita en el Renacimiento: “Los filosofos descubrieron que los artístas emancipados de su tiempo mostraban las características del temperamento saturnino: contemplativos, meditabundos, recelosos, solitarios, creativos. En aquel crítico momento histórico nació la nueva imagen del artista alienado” (R. y M. Wittkower, 1985. p.12).
Pero si rastreamos en el inconsciente colectivo, en esa respuesta humana a la magia misteriosa de la creación, encontramos que la idea de Schopenhauer del tormento como permanente compañero del genio adquiere la maravillosa forma de Prometeo en la mitología griega: el héroe que provoca la envidia de los dioses, el titán castigado eternamente por haberlos desafiado y robado el fuego; porque debe haber un castigo divino para todo aquel que quiera hacerse como ellos, que ose formar criaturas y animarlas con el fuego divino. La locura es el castigo para todo aquel que se atreve a ponerse a la altura de los dioses, en una palabra, que se atreve a crear...
Pero por mucho que nos atraigan los mitos, la creatividad no es locura. Crear, repito, es una forma de pensar modulada por las peculiaridades propias del campo. Así, los estilos cognitivos de sensibilidad a los problemas o apertura a la experiencia presentes en la creatividad, en el caso del artista se vinculan más con lo personal, porque es la experiencia vital la que nutre el pincel o la pluma del artista y eso significa acumular experiencias, estar abierto al mundo pero también al interior de uno mismo, a encontrarse con los propios conflictos, las miserias y grandezas... y, desde luego, todo esto genera una gran tensión, y -por qué negarlo-, angustia.
En esto ha quedado el mito de Prometeo. Ni visión romántica ni inspiracionista -el otro gran mito-, ni la locura ni las musas, ni el tormento ni el éxtasis. Hemos democratizado la creatividad, la hemos convertido en un atributo de la gente corriente. Vamos conociéndola, explicándola y desmontando su mitología; y, con gran alborozo, descubrimos que, al despojarla de los ropajes de sus mitos, no pierde grandeza porque sólo en la creatividad radica esa dimensión de la naturaleza humana que nos otorga algo de divinos...
¡Con el permiso de los dioses, por supuesto!
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